Predicando a los maronitas en el Líbano
Por un misionero de la Watch Tówer en el Líbano
EL Líbano inmediatamente nos hace recordar los cedros del Líbano que el rey Salomón usó al construir el templo de Jehová. Entre las montañas donde todavía se hallan estos cedros hay muchos pueblos. Los habitantes de ellos en su mayoría son maronitas, una secta dentro de la iglesia de Roma y establecida, según se dice, por Juan Marón en el siglo séptimo (d. de J.C.). Como resultado de las cruzadas del siglo doce los maronitas reconocieron las pretensiones de Roma a la supremacía. No obstante, todavía tienen su propio patriarca, quien es elegido por los obispos de ellos. Varios rasgos han distinguido a los maronitas, entre ellos el permitir que sus sacerdotes se casen, servir a la gente el pan y el vino en la misa, el hundir la hostia en vino y ofrecerla en una cuchara, y ciertos días de fiesta religiosos propios de ellos.
Los testigos de Jehová de Trípoli predicaron las buenas nuevas del reino de Dios a esta gente cada domingo desde abril hasta diciembre de 1954. Se alquilaba un autobús y unos treinta ministros se reunían a las seis de la mañana y pasaban el día entero predicando de casa en casa, volviendo a casa de noche. Aunque la gente es muy religiosa, los testigos de Jehová no encontraron mucha oposición. No fueron pocas las oportunidades que tuvieron de pronunciar discursos públicos a grupos interesados que se hallaban en los cafés al aire libre y en las plazas.
Fué muy aparente que el corazón de muchas personas de disposición de ovejas fué hecho feliz por las buenas nuevas del Reino y muchos se regocijaron al ver la Biblia por primera vez. Muestra del espíritu bondadoso de esta gente es el que manifestó una viejecita que ofreció a los ministros de Jehová la única cosa que les podía dar, un poco de yogurt hecho de leche de oveja. Se le contó que Jesús había dicho que el que daba un vaso de agua fría no perdería su recompensa y que ella había dado más que eso. Ella respondió: “Ustedes merecen más. Les debemos nuestra vida por estas buenas nuevas acerca del Reino que hemos recibido de ustedes.”
En otro pueblo un sacerdote entró por casualidad en un hogar donde dos ministros estaban dando el testimonio a unas quince personas que escuchaban atentamente. El sacerdote trató de dispersar la reunión, declarando: “¡Cómo se atreven ustedes a venir aquí! ¿No saben que este lugar me pertenece a mí? ¡Yo soy el único que debe enseñar religión aquí! ¡Váyanse de aquí!” Pero el amo de casa fué de diferente opinión y rehusó echar a los testigos de Jehová. El sacerdote dijo que iba a la iglesia a repicar la campana para juntar a todos los aldeanos para que éstos echaran a los testigos fuera del pueblo y pidió que lo acompañaran los que estaban presentes. Algunos le siguieron y él amenazó con denunciar al obispo a los que rehusaron seguirle.
Con el repique de la campana los aldeanos empezaron a llegar, y ya que los testigos habían sido recogidos por su autobús, ellos inmediatamente entraron en conversación con los aldeanos, explicándoles su obra. Pronto la muchedumbre estuvo de humor bastante receptivo, así que un testigo les pronunció un discurso bíblico improvisado. Entre otras cosas él les contó cómo en los días de Jesús el clero se había opuesto a los que entraban en el Reino y que el clero católico romano estaba haciendo la misma cosa hoy en día, pero que no obstante las personas de disposición de ovejas se estaban manifestando. Después se oía a muchos decir que ‘los testigos de Jehová son los verdaderos cristianos, mientras que nosotros, y especialmente nuestros sacerdotes, no lo somos.’ De modo que el sacerdote, en vez de echar fuera a los testigos de Jehová, les había ayudado a predicar a mayores cantidades de personas.
Tomando en cuenta todo, unas 4,500 horas se usaron en esta obra y se dió el testimonio a sesenta y cinco pueblos, lo que resultó en la colocación de mucha literatura bíblica y el comienzo de varios estudios bíblicos en los hogares de la gente.