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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 2012
w12 1/3 págs. 24-25

Carta de Rusia

En busca de tesoros en las Montañas Doradas de Altái

ES UN precioso día de mayo y estamos en la república de Altái, una región de indescriptible belleza situada en la esquina suroeste de Siberia. Por la ventana vemos bosques de oscuras coníferas tras las que se alzan majestuosas cumbres de azul claro coronadas de nieve. Esta tierra abrupta y lejana es el hogar de los altái, un pueblo asiático que habla su propio idioma. El nombre de las montañas de Altái está basado en una palabra de origen túrcico-mongol que significa “de oro”.

Ya han pasado varios años desde que mi esposa y yo aprendimos lenguaje de señas ruso. Visitamos congregaciones y grupos pequeños de testigos de Jehová que predican a la población sorda, un colectivo muy unido. En Rusia habitan unos ciento setenta pueblos y grupos étnicos, y todos hablan ruso. Sin embargo, los sordos tienen otro idioma en común: el lenguaje de señas ruso. Encontramos a muchos que, como los sordos de Altái, nos muestran hospitalidad y quieren hablarnos de su vida.

En la ciudad de Gorno-Altáisk nos enteramos de que unos sordos viven en una pequeña población que está a 250 kilómetros (155 millas). Allí hay un grupito de Testigos, pero ninguno sabe lenguaje de señas. Así que decidimos ir a visitarlos. Nuestro entusiasmo contagia a Yury y a Tatyana, un matrimonio sordo que desea acompañarnos. Cargamos en nuestro vehículo DVD de publicaciones en lenguaje de señas y un reproductor. También llevamos un termo grande, sándwiches de pan de centeno con salchichas ahumadas y unas empanadillas rusas —llamadas piroshki— recién horneadas y rellenas de papa y repollo. Por último, nos rociamos a conciencia la ropa, los zapatos y la piel con un repelente de garrapatas, ya que en la zona es común una encefalitis transmitida por este parásito.

La carretera serpentea entre espectaculares paisajes montañosos. El aroma de los jazmines y las lilas perfuma el aire y nos refresca. ¡Hasta vemos una manada de ciervos siberianos rumiando hierba tranquilamente! Los poblados altaicos están formados por grupos de casas de madera con techos metálicos. Cerca de muchas viviendas hay otras —también hechas de madera— conocidas como ayyl. Suelen tener seis esquinas y un techo cónico. Algunas están cubiertas de corteza de árboles y se parecen a las tiendas de los indios norteamericanos llamadas tipis. Muchas familias altaicas viven en el ayyl durante los meses más cálidos y pasan los meses más fríos en las casas.

Los testigos de Jehová del pueblo nos dan una cálida acogida y nos llevan al hogar del matrimonio sordo que queríamos visitar. Los dos están encantados de conocernos y tienen curiosidad por saber de dónde somos y por qué estamos allí. Resulta que tienen una computadora, así que cuando sacamos un DVD, insisten en que quieren verlo. De pronto dejan de mirarnos y clavan sus ojos en la pantalla. Nos damos cuenta de que de vez en cuando imitan las señas que ven y asienten con la cabeza indicando que están de acuerdo. Queremos detener el DVD y volver a ver las imágenes del principio que presentan la Tierra hecha un paraíso, pero nos cuesta captar su atención. Cuando lo conseguimos, les explicamos lo que Dios va a hacer por la humanidad y qué clase de personas vivirán para siempre en esas condiciones. Sus ganas de saber más nos animan, y antes de marcharnos, nos indican que hay otra familia sorda en un pueblito que está a unas pocas horas de camino.

Partimos de nuevo y cruzamos un impresionante y rocoso puerto de montaña. Luego seguimos por la serpenteante carretera que nos lleva al pueblito donde visitamos a la familia sorda que nos habían dicho, compuesta por un señor, su esposa, su hijito y su suegra. Están encantados de recibirnos y nos abren la puertita del ayyl. Dentro nos rodea un agradable aroma a madera y a suero de mantequilla. En lo más alto del techo cónico hay un hueco que deja pasar la luz. En una esquina vemos un horno de ladrillos blanqueados y una cocina (estufa), y las paredes están decoradas con alegres tapices rojos. Nos ofrecen algo típico: buñuelos con té, que bebemos en pequeños tazones de estilo asiático. Cuando les preguntamos si creen que es posible ser amigos de Dios, se quedan pensativos. La suegra nos cuenta que una vez, siendo niña, fue a las montañas a llevar comida a los dioses. “En realidad no sé por qué lo hice —reconoce encogiéndose de hombros y sonriendo—. Era la costumbre.”

Les mostramos un DVD sobre la amistad con Dios, y se les ilumina el rostro. Ellos quieren aprender más sobre este tema, pero ¿cómo les ayudaremos? Aunque los mensajes de texto suelen ser prácticos para comunicarse con los sordos, no hay ni una sola antena de telefonía móvil en la zona. Así que nos comprometemos a mantener el contacto por carta.

El Sol ya se está poniendo, y nos despedimos con mucho cariño. Cansados pero contentos, tomamos la larga carretera que nos llevará de regreso a Gorno-Altáisk. Tiempo después preguntamos a los Testigos de la ciudad sobre esta familia. Nos cuentan que cada dos semanas, el padre se desplaza a una población más grande para estudiar la Biblia y asistir a las reuniones cristianas. Allí recibe la ayuda de una hermana que sabe lenguaje de señas. ¡Qué bueno que nuestra labor ha dado fruto!

Buscar a personas sordas de buen corazón es como buscar tesoros escondidos en las montañas. Todas las horas dedicadas valen la pena cuando hallamos una joya, aunque pueda parecer una casualidad. Para nosotros, las montañas de Altái siempre serán doradas, pues nos recuerdan a las buenas personas que conocimos entre los montes escarpados.

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