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¡Despertad! 1970
g70 22/7 págs. 25-26

El versátil sagú

POR EL CORRESPONSAL DE “¡DESPERTAD!” EN PAPUASIA

HACÍA calor y el clima era húmedo, y había el acostumbrado ambiente casual del mercado nativo. La gente llegaba temprano desde las aldeas a lo largo de la costa y del interior. Los vendedores estaban sentados en la hierba junto a sus mercancías, masticando buyo y utilizando la oportunidad para hablar acerca de los acontecimientos locales.

Noté que muchos estaban vendiendo grandes bloques de una sustancia de color café que los compradores buscaban ansiosamente. Dirigiéndome a Laea, mi compañero nativo, le pregunté qué era esto.

“Pues, ése es nuestro alimento principal,” contestó. “En nuestra lengua lo llamamos ‘poi,’ pero en español por lo general se llama ‘sagú.’”

Al examinarlo más de cerca encontré que era de color café en el exterior solo porque se había secado al sol; dentro era de un color cremoso.

“Lo hacemos de la médula del tronco de los sagúes, que crecen en abundancia en los pantanos aquí en el Distrito del Golfo de Papuasia,” continuó Laea, rompiendo un pedacito y amasándolo entre los dedos.

“¿Cómo son esas palmeras?” pregunté.

“El árbol alcanza una altura de hasta nueve metros en unos quince años,” explicó. “El tronco es muy grueso, y precisamente antes de madurar llega a estar atiborrado de almidón. Entonces es cuando derribamos la palmera, cuya corteza mide unos dos centímetros y medio de grueso, y la descortezamos, dejando al descubierto la blanda médula feculosa. Se hace harina de esta médula raspándola. Entonces hay que lavar varias veces la harina, y colarla. La fécula pasa por el colador, mientras que las fibras duras se desechan.”

“¿Cuánta harina puede uno sacar de una palmera?” pregunté cada vez más interesado.

“Algunas palmeras pueden producir de 113 a 136 kilos,” contestó. “Sin embargo, si esperamos demasiado antes de derribar el árbol, toda esta materia feculosa pasa a la fruta en desarrollo y deja al tronco como una corteza hueca, que luego se marchita.”

Quedé muy interesado en saber cómo preparaban su sagú, de modo que le pedí a Laea que me explicara esto. “Venga a casa,” me invitó; “mi esposa preparará algo para nuestro almuerzo.”

Métodos de cocinar

La casa de Laea estaba hecha nítidamente de materiales de la selva sobre postes a unos dos metros del suelo. A lo largo de un costado de la casa se había construido una pequeña veranda, a la cual abrían dos dormitorios. El nombre de su esposa era Meta. Estaba sentada con las piernas cruzadas en la cocina delante de un fogoncito en el cual había fuego. La cocina era una estructura separada, unida a la casa principal por un pasillo elevado. Meta tenía un bloque grande de sagú, como los que había visto en el mercado, y con la mano derecha estaba poniendo la harina en una larga hoja de palmera que tenía en la mano izquierda.

“Meta, Juan quiere saber cómo preparas el sagú para nosotros. ¿Quieres explicárselo?” solicitó Laea con una amplia sonrisa.

“¡Cómo no!” contestó ella. “Envolverlo en una hoja y asarlo al fuego, como estoy haciendo ahora, es la manera más rápida y más conveniente, porque así podemos llevarlo fácilmente con nosotros cuando vamos al jardín o salimos a pescar. A veces le pongo coco; entonces lo llamamos ‘La’a Poi.’”

“A mí me gusta más ‘A’i Poi,’” interrumpió Laea. “Así lo llamamos cuando asamos mariscos con el sagú. A veces lo hervimos con batatas, taro o plátanos, y a toda la familia le gusta mucho.”

“Tenga, pruebe de éste. Puede comerse ahora,” dijo Meta, rompiendo un pedazo y ofreciéndomelo.

Era suave, esponjoso y bastante agradable al paladar.

“Ahora usted es un verdadero papúe,” dijeron riendo.

Otros usos

“El sagú es muy útil para nosotros de otras maneras,” hizo notar Laea. “Por ejemplo, este material tejido que he usado en las paredes de mi casa se hace de la rama del sagú.”

Mirándolo de cerca, noté que en cada plancha del material se había tejido un patrón interesante.

“Le quitamos la capa dura al tallo de la rama de la palma y luego entretejemos las tiras como usted ve aquí.”

“¿Cuánto tiempo se necesita para hacer una de estas planchas?”

“Para una plancha grande, quizás de unos dos metros de ancho y unos tres metros y medio de largo, se necesitaría un día para cortar las ramas, descortezarlas y luego entretejer las tiras a mano. Sin embargo, se han hecho ahora telares que le permiten al hombre tejer unas cinco veces más aprisa que a mano. Algunos aldeanos están usando este material, ‘sero,’ como lo llamamos, para forrar el interior de sus casas.”

Enseguida Laea atrajo mi atención al techo de hierba de la casa de su vecino. “Para eso también usamos el sagú,” dijo. “Doblamos las hojas sobre una tira de bambú y las colocamos en el techo. Esto forma un tejado impermeable, que también mantiene frescas las casas adentro aunque haya sol fuerte. A veces un hombre puede construir las paredes y el techo de su casa con hojas de sagú solamente.”

“Aun los pisos de nuestras casas se pueden hacer con la corteza dura del tronco del sagú,” continuó Laea. “Como puede ver, nos es útil de muchas maneras.”

Meta interrumpió, y nos volvimos para verla de pie a la entrada con una falda de fibras de brillantes colores que llevaba puesta.

“¿Le gusta mi falda?” preguntó.

“Por supuesto,” contesté.

“Casi todo el mundo la llama una falda de hierba,” explicó ella. “Sin embargo, también la he hecho de las hojas del sagú. Cogemos hojas tiernas, las secamos y luego las hacemos tiras y las teñimos de diferentes colores. Finalmente las anudamos y formamos una falda.”

Cuando le pregunté a Laea acerca de los bloques de color café que estaban vendiendo en el mercado aquella mañana, yo no sabía que tuvieran una historia tan fascinante, ni que la vida de estas personas amigables tuviera tanto que ver con su versátil sagú.

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