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  • La sabiduría de admitir un error
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¡Despertad! 1973
g73 22/5 págs. 3-4

La sabiduría de admitir un error

¿QUIÉN hay que no cometa errores? Ningún humano es infalible. Viejos y jóvenes, cultos e incultos, ricos y pobres, hombres y mujeres, todos sin excepción son imperfectos, y por eso cometen errores.

La experiencia humana hace resaltar la verdad de las palabras del inspirado escritor, el discípulo cristiano Santiago, “Todos cometemos muchos errores.” (Sant. 3:2, La Versión Latinoamericana) Y como dijo el rey Salomón en su oración al dedicar el templo de Jehová: “No hay hombre que no peque.” Entonces, ¿es apropiado decir que un pecado es un error? Sí, porque la palabra que en nuestras Biblias se vierte “pecado” literalmente significa un error, un errar en el blanco.—1 Rey. 8:46.

Puesto que, debido a la debilidad heredada, todos seguimos cometiendo errores y por eso no alcanzamos la marca de la perfección, ¿por qué parece tan difícil el admitir un error? Entre otras cosas, porque podemos estar esforzándonos tan duramente para no cometer cierto error, que cuando lo hacemos, nos desagrada admitirlo hasta a nosotros mismos.

Sin duda en muchos casos la razón es el orgullo. El admitir un error desdora aquellas cosas de las cuales nos enorgullecemos, cosas como nuestro conocimiento, nuestra habilidad o la atención que prestamos. Queremos tener una buena apariencia ante los ojos de otros. El tratar de “salvar el prestigio” no está limitado a los orientales.

Indudablemente una muy notable razón por la que a veces es difícil admitir un error es la culpa, la censura o el castigo que puede acarrear el haber cometido un error, como cuando uno ocasiona un serio accidente. Así es que, a fines del pasado agosto, un “error humano” ocasionó lo que se llamó una “paralización masiva de los trenes suburbanos,” inutilizando a los cuatro principales ramales del ferrocarril Penn Central que llevan a la ciudad de Nueva York, y eso durante horas. “Alguien se equivocó al cambiar las agujas o apretó el botón equivocado,” y los funcionarios estaban determinados a averiguar quién había cometido el error, quién era realmente el culpable. El culpable no estaba ansioso de confesar y admitir el error.—Times de Nueva York del 30 de agosto de 1972.

Debido a la vergüenza que acompaña a cometer un error la tendencia es achacar la culpa a otros, algo que nuestros primeros padres, Adán y Eva, trataron de hacer. (Gén. 3:11-13) Similarmente, Aarón, el hermano del profeta Moisés, culpó al pueblo de su error al hacer un becerro de oro, tal como siglos más tarde el primer rey de Israel, Saúl, culpó al pueblo por su erróneo acto de desobediencia. (Éxo. 32:19-24; 1 Sam. 15:9-26) El reconocer por qué fue que actuaron tan imprudentemente, nos puede ayudar a no caer en la misma trampa.

En contraste con esos malos ejemplos tenemos otros muy buenos donde fieles siervos de Jehová Dios reconocieron abiertamente sus errores, el registro de lo cual da testimonio a la honradez y el candor de los escritores de la Biblia. Moisés registró su error de encolerizarse en una ocasión, lo cual resultó en que se le negara la entrada a la Tierra Prometida. (Núm. 20:7-13) También estuvo Job, quien, mientras insistía en su integridad, había cometido el error de estar más preocupado con su propia vindicación que con la vindicación de Dios. Admitiéndolo abiertamente, él dijo: “Hablé, pero no entendía . . . me retracto, y de veras me arrepiento en polvo y ceniza.”—Job 42:3-6.

El patriarca Judá, el hijo de Jacob, admitió su error en relación con su nuera Tamar, diciendo: “Ella es más justa que yo.” (Gén. 38:15-26) También estuvo el rey David. Cuando fue confrontado con el error que había cometido al pecar contra Urías, no trató de hallar excusas, sino que le dijo al profeta Natán: “He pecado.” (2 Sam. 12:13) Y, para dar otro ejemplo, tenemos al apóstol Pedro. Cuando vio la mirada de reproche de Jesús inmediatamente después de haber negado a su Maestro por tres veces, “salió fuera y lloró amargamente.”—Mat. 26:75.

Por supuesto, el admitir que hemos cometido un error es lo correcto, lo honrado y lo decente. Pero es más que eso. Es también el derrotero prudente. Entre otras cosas, el admitir que uno ha cometido un error es una lección de humildad. Esto, por una parte, nos protege de la trampa del orgullo, la cual siempre está lista para atraparnos. Y, por otra parte, la experiencia humilladora de admitir que hemos cometido un error bien puede servir para hacernos más cuidadosos de manera que sea menos probable que cometamos el mismo error otra vez. Sabiamente se nos advierte: “El que está encubriendo sus transgresiones no tendrá éxito [con Dios], pero al que las está confesando y dejando se le mostrará misericordia”... por Dios y por los siervos de Dios. Sí, la misma confesión de nuestros errores nos ayuda a dejarlos.—Pro. 28:13.

El admitir un error es el derrotero prudente porque edifica en nosotros fortaleza y respeto de nosotros mismos. El no hacerlo es muestra de cobardía, y sirve para debilitarnos moralmente, haciendo probable el que continuemos cometiendo el mismo error.

Además, el admitir un error es el derrotero prudente porque mejora las relaciones con otros. Cuando rehusamos admitir que hemos cometido un error, ultrajamos el juicio de otros; y éstos llegarán a la conclusión de que o somos demasiado orgullosos, faltos de honradez, o demasiado estúpidos para reconocer que hemos cometido un error... todo lo cual bien puede levantar una barrera entre nosotros y los que nos rodean. Además, si estamos dispuestos a admitir que cometimos un error nos hallaremos más dispuestos a compadecernos de otros cuando cometen errores.

Lo más importante de todo, el admitir un error mantendrá en buenas condiciones nuestras relaciones con nuestro Creador. Así el rey David, mediante repetida y rápidamente reconocer sus errores, retuvo buenas relaciones con su Dios. Sin embargo, el rey Saúl fue renuente a admitir sus pecados; prefirió dar excusas, y fue rechazado.

Sí, además del hecho de que el admitir el haber cometido un error es lo honrado, es también el derrotero de la prudencia. Nos ayuda a mantenernos humildes. También nos ayuda a mantener el respeto a nosotros mismos y mejora nuestras relaciones con otros.

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