Lo que es ser enfermera
Según fue relatado a un redactor de “¡Despertad!”
NACÍ en Jamaica en las Antillas y allí comencé mi carrera de enfermera para fines de la década de 1940, cuando todavía era una adolescente. Así es que por veinticuatro años he estado trabajando de enfermera, tanto en Jamaica como en los Estados Unidos.
He cuidado a miles de pacientes afligidos con prácticamente toda clase de enfermedad y dolencia imaginable. He trabajado en la sala de operaciones, atendido a víctimas de accidentes que estaban mutiladas y magulladas, consolado a los moribundos, y realizado veintenas de otras tareas propias de las enfermeras. Muchas veces he conocido la tristeza y la frustración, así como el júbilo y las alegrías, comunes a las enfermeras.
Con frecuencia me han preguntado: “¿Por qué escogió esta profesión? Yo nunca podría ser enfermera.” O uno quizás oiga: “Hay que nacer para ser enfermera.” Pero, ¿es eso cierto?
Tal como con otros trabajos, se requiere educación y entrenamiento considerables para ser una buena enfermera. También se requiere valor, y un verdadero deseo de ayudar al prójimo. El estar en buen estado de salud, también, es importante, pues uno está expuesto a enfermedades contagiosas. Pero una buena enfermera mostrará compasión especial por sus pacientes, y dará de sí misma para satisfacer sus necesidades.
No obstante, esto es mucho más fácil de decir que de hacer. Porque una enfermera puede, día tras día y semana tras semana, cuidar de los que sufren o aun de los que agonizan. Esto la puede endurecer, haciendo que se vuelva indiferente hacia las necesidades de los pacientes. Pero eso no tiene que suceder. Hay enfermeras que se conmueven profundamente por la condición de sus pacientes.
Puedo recordar, por ejemplo, a una paciente joven que tuve hace algunos años en el Hospital Carson Peck Memorial de Brooklyn, Nueva York. Era una persona amable, de solo unos treinta y seis años de edad. Unos tres años antes, le habían extirpado un pecho canceroso, y ahora había tenido otra operación de cáncer. Al mirarla, una nunca hubiera sabido que estaba enferma. Pero su cuerpo estaba lleno de cáncer.
Realmente sentí compasión por ella, porque tenía una voluntad muy grande de vivir. No creo que ella llegó a aceptar el hecho de que iba a morir. Sin embargo, sobrevivió solamente unas cinco semanas a su segunda operación. Era muy patético cuando venían a visitarla su esposo y su madre, porque ellos sabían su estado. En realidad me apena el observar a un paciente morir lentamente, y ver el profundo dolor de los parientes.
Lo que es particularmente triste es cuando los pacientes creen que van a vivir, y hacen planes para algo en el futuro, pero uno sabe que todas las evidencias muestran que van a morir. Uno trata de ocultar sus sentimientos... a veces hay que hacerlo. De vez en cuando me veo obligada a salir de la habitación.
Esos casos no solo son tristes, sino que algunos también son desconcertantes. Recuerdo a un paciente, de unos cincuenta años de edad, en el St. John’s Episcopal Hospital de Brooklyn. Dos semanas antes, había sufrido un grave ataque cardíaco. Pero ahora verdaderamente se estaba recuperando muy bien. Era un hombre muy excelente; nunca se quejaba, y siempre era muy cooperador. Todos en el piso lo querían.
Una mañana lo afeité, lo bañé, y estaba sentado en la cama comiendo. Se le veía muy bien. Vino el médico, lo examinó, y le dijo que estaba recuperándose bien. Pero entonces, de repente, me llamó. Fui de inmediato y le pregunté: “¿Qué sucede?” Todo lo que pudo susurrar fue: “Señorita B————.” Entonces cayó hacia atrás, inconsciente.
Todo esto sucedió sin ninguna advertencia. En cuestión de segundos se le aplicó el equipo de oxígeno de emergencia para reavivarlo. Pero fue inútil; estaba muerto. Yo había trabajado mucho para cuidarlo, y estaba segura de que se iba a recuperar. Verdaderamente sentí la pérdida. Inmediatamente después entró su esposa, y tuve que tratar de consolarla. El ser enfermera puede ser así; algunas de las cosas no son fáciles de aceptar.
Satisfacciones y gozos
Pero, por otra parte, el ser enfermera puede producir verdadera satisfacción; provee una oportunidad de ayudar a la gente, de darle un poco de consuelo. ¿Por qué elige uno esa profesión? Debería ser para ayudar a la gente, para hacerla sentir un poco más cómoda al estar enferma o muriendo. Siempre he pensado así.
El ser enfermera también suministra momentos de verdadera excitación y gozos especialmente cuando un paciente es salvado de una muerte casi segura. Puedo recordar un caso que sucedió casi inmediatamente después que empecé a ser enfermera en Jamaica. Trabajaba yo en el hospital de la bahía de Montego cuando un sastre local se hirió gravemente. Evidentemente había recibido un portazo que había enterrado profundamente en su pecho una larga aguja de coser que llevaba en su camisa.
Cuando lo trajeron al hospital estaba jadeando. Rápidamente le sacaron rayos X. Estos revelaron que la punta de la aguja de hecho estaba tocando su corazón, pero no lo había traspasado. De inmediato se comenzó la operación. Se hizo una incisión por sobre el corazón, y pude ver realmente el corazón descubierto. ¡Se removió la aguja, y el hombre vivió! ¡Verdaderamente me hizo emocionar el ser parte de ese equipo de operación que le salvó la vida! Desde entonces he tenido ese gozo varias veces.
En otra ocasión estaba trabajando en la sala de operaciones de ese mismo hospital. Dos niños, ambos de unos diez años de edad, iban de camino a la escuela cuando los atropelló un camión, apretujándolos contra un lomo de tierra. La cavidad torácica de uno de los niños se había partido, dejando al descubierto su corazón y pulmones; la pierna del otro niño estaba gravemente dañada.
Yo estaba esperando en la sala de operaciones cuando los trajo el personal de la ambulancia. Tan pronto como llegaron comencé a cortar la ropa que cubría las heridas. ¡Verdaderamente era aterrador el ver latir el corazón expuesto de ese niño! No me parecía posible que pudiera vivir. Pero pronto los médicos empezaron una operación que duró varias horas. Limpiaron la cavidad torácica, cosieron las fracturas interiores, llenaron la cavidad con antibióticos, y cerraron la enorme herida. Por meses cuidé del niño. ¡Y se recobró por completo!
La gratitud de los pacientes
Ciertamente es estimulante cuando los pacientes que han sido cuidados hasta restablecerse dicen: “Usted me salvó la vida. ¡Muchísimas gracias!” Con el pasar de los años muchos me han dicho eso. Esto contribuye a que el ser enfermera, a pesar de sus dificultades, parezca valer la pena.
Muchos que fueron mis pacientes todavía se mantienen en comunicación conmigo. Una señora judía, por ejemplo, nunca deja de escribirme cuando va de vacaciones. En realidad fue un paciente difícil. ¡En dos semanas tuvo dieciocho enfermeras! Yo fui la única que permaneció con ella. Descubrí que uno puede ser firme, pero bondadosa, con los pacientes, y que por lo general responden.
Verdaderamente siento compasión por mis pacientes. Es por eso que me gusta ser enfermera de cabecera; me puedo gastar más para hacer sentir a la gente que realmente vale la pena vivir. Por supuesto, no todos expresan gratitud, pero sé que la gente aprecia la consideración y la bondad, especialmente cuando está enferma.
Una vez me dijo mi madre que al viajar en un autobús en Jamaica, oyó a dos mujeres hablar acerca de una enfermera. Hablaban de lo bondadosa que había sido con ellas mientras estuvieron en el hospital y lo que hizo por ellas. Y entonces una de ellas mencionó el nombre de la enfermera... mi nombre. Tanto se sorprendió mi madre que se volvió y dijo: “¡Esa es mi hija!”
Mi decisión de ser enfermera
La manera en que llegué a interesarme en ser enfermera es bastante insólita. Mientras estaba de vacaciones en la bahía de Montego fui con una amiga a visitar a una joven que se estaba recuperando de una operación de apéndice. Era un lugar hermoso, con un panorama que daba a la bahía. Le dije a la joven que si alguna vez yo tenía que ser operada me gustaría venir a este hospital y tener la misma cama en la que estaba ella.
Bueno, eso pasó un domingo. Y el sábado siguiente estuve allí en un caso de emergencia. Y tuve la misma cama, la misma habitación, y fui operada por el mismo médico de lo mismo, la extirpación de mi apéndice.
Fue mientras yacía allí recuperándome que por primera vez me vino la idea de que ser enfermera sería una profesión interesante. Pensé: “Ciertamente que soy una ignorante en cuanto a mi cuerpo físico, mi anatomía.” Quise saber más acerca de cómo funciona el cuerpo, así es que decidí ser enfermera.
Entrenamiento de enfermera
Inmediatamente después que me gradué de la escuela secundaria solicité el entrenamiento para enfermera. Teníamos una selección de lugares a donde ir para el entrenamiento, así es que elegí aquel hermoso hospital de la bahía de Montego, y me aceptaron allí.
Nuestro entrenamiento consistió principalmente en hacer directamente el trabajo de enfermera. Comenzamos a trabajar en las salas del hospital la primera semana que llegamos. Se nos llamaba aprendices. Para distinguirnos de las enfermeras regulares que iban completamente vestidas de blanco, usábamos un uniforme azul con un delantal blanco y medias negras.
Teníamos que estar en el trabajo en el hospital a las 6 de la mañana y trabajábamos hasta las 6 de la tarde... con un tiempo de descanso durante el día. Por las noches estudiábamos cómo cuidar de los enfermos. Pero excepto por dos o tres horas de instrucción en la clase, nuestros días estaban dedicados a trabajar de enfermeras.
Enfermeras experimentadas nos enseñaban a bañar a los pacientes, administrarles enemas y ponerles inyecciones, cambiar vendas, tomar la presión sanguínea, y así por el estilo; y entonces bajo sus atentas miradas hacíamos estos menesteres nosotras mismas. Hasta aprendimos a hacer cosas que en los Estados Unidos solo se permite hacer a los médicos. Por ejemplo, si una persona se cortaba su brazo o pierna, no llamábamos a un doctor para encargarse de esto, sino que cosíamos la herida nosotras mismas. Solo se necesitaba a un médico si se trataba de una herida en la cabeza, o era una herida muy seria.
En la actualidad, sin embargo, las jóvenes en algunos lugares al entrenarse para enfermeras estudian mayormente de los libros; aprenden la teoría, pero a menudo reciben muy poca práctica. Algunas enfermeras graduadas que he conocido ni siquiera sabían cómo poner una inyección. Una colega enfermera entrenada, aunque podía decir los detalles de ocho variedades de enemas, ¡reconoció que de hecho nunca administró ni una sola!
Pruebas y presiones
Hay una gran diferencia entre leer acerca del cuidado de enfermos en un libro y hacerlo en la realidad. Nunca me olvidaré, alrededor de mi segunda semana de entrenamiento, una enfermera me dijo que le pusiera la dentadura a una mujer que acababa de morir. Pensé que yo me iba a morir. Empecé a llorar. Pero la enfermera me hizo hacerlo.
El observar nuestra primera autopsia, fue también algo horroroso. Esa noche todas estuvimos enfermas. No podía comer ni dormir. ¡El cuadro del médico sosteniendo aquellos órganos internos para que los identificáramos estaba demasiado vívido en mi mente! Pero yo quería aprender anatomía y tengo que decir que aprendí.
Para mi segundo año de entrenamiento fui transferida al hospital público general de Kingston, la capital. Allí trabajé en una sala para pacientes con enfermedades tropicales, cuidando principalmente de enfermos de tifus. El tercer y último año de nuestro entrenamiento pasó rápidamente. Ahora, el que fuéramos reconocidas como enfermeras profesionales dependía de que aprobáramos los exámenes finales. En un examen tuvimos que sentarnos ante un grupo de médicos y contestar cualesquier preguntas que nos hicieran. También, como un examen práctico, tuve que examinar orina para saber su contenido de azúcar, ¡con los médicos observándome mientras lo hacía! Estaba tan nerviosa que mis manos temblaban, pero aprobé el examen. Ahora era una enfermera profesional o de título.
Entrenándome para ser partera
Sin embargo, antes de ir a trabajar como una enfermera de título, hice un curso de seis meses de obstetricia en el Hospital Victoria Jubilee de Kingston. Teníamos que asistir en el parto de por lo menos cuarenta bebés y aprobar un rígido examen antes de calificar como partera de título.
Nunca olvidaré mi primer parto. ¡Fue terrible! Creí que iba a entregar una pareja de mellizos vivos, pero salieron macerados. Salieron en mis manos... muertos. ¡Quedé muerta de susto!
En nuestro entrenamiento se nos enseñó a tratar con toda clase de nacimientos anormales. Por ejemplo, en vez de salir cabeza primero, como es normal, un bebé a veces emerge pies primero, la mano primero o en algún otro ángulo. Aprendimos a asistir en los partos de estos bebés, y desde entonces he parteado a muchos de ellos con éxito, sin complicaciones. Además, algunas veces el cordón umbilical se enreda alrededor del cuello del bebé, y se nos enseñó qué hacer cuando esto sucede.
Sin embargo, en particular aprendimos cómo maniobrar al niño en el proceso del parto, para que la madre no sea desgarrada durante el nacimiento. Es práctica acostumbrada entre muchos doctores el hacer una incisión a la madre, partear al bebé, y coser la incisión. Efectúan esta operación, llamada una episiotomía, porque es más fácil. Pero una partera entrenada puede, en casi todos los casos, partear al bebé sin hacer esta incisión para agrandar la abertura de la madre. De los cientos de bebés que he parteado, puedo contar con los dedos de una mano el número de episiotomías que he tenido que hacer.
Por varios años trabajé de enfermera en Jamaica, haciendo de partera, entrenando a estudiantes de enfermería, y haciendo otros trabajos de hospital. Entonces en 1958 vine a Nueva York.
Falta de precaución y cuidado
Hasta hace tres años, cuando empecé a hacer trabajo clínico, fui enfermera de cabecera en los hospitales de Brooklyn. Es verdad, cualquiera puede cometer un error, pero a veces me ha espantado la falta de precaución y cuidado tanto de los médicos como de las enfermeras. Sé de varios casos en que a pacientes que fueron operados se les dejó instrumentos o toallas dentro de ellos.
Hubo, por ejemplo, una paciente en Brooklyn a quien cuidé hace cinco o seis años. Al regresar del hospital a su hogar después de una operación abdominal se quejó de fuertes dolores. Su esposo se enojó con ella, diciéndole que ella estaba bien, pero continuó quejándose. Así es que la trajeron de vuelta al hospital y le hicieron una radiografía. ¡Dentro de ella estaban los fórceps del doctor!
Algunos médicos, a mi parecer, son verdaderamente descuidados o negligentes. Por ejemplo, deben hacer un número de exámenes a un paciente antes de una operación, entre éstos un electrocardiograma para examinar el corazón, radiografías, etc. Pero sé de casos en que no hicieron esto, con graves consecuencias.
Una paciente que cuidé en un hospital de Brooklyn se había caído y se había roto el codo. Eso es todo. La llevaron a la sala de operaciones para colocárselo. Después de administrarle la anestesia sufrió un paro cardíaco —su corazón empezó a fallar— allí mismo le tuvieron que hacer una cirujía de corazón al descubierto. Murió, después de varios días, sin volver a recobrar el conocimiento. Pero si se hubieran hecho los exámenes, hubieran sabido que su corazón estaba en malas condiciones y hubieran podido tomar precauciones.
Cosas como ésas suceden con más frecuencia de lo que uno cree. Lo sé porque las he visto suceder, tal como lo han visto amigos míos que trabajan en hospitales aquí en Nueva York. Es triste decirlo, pero hoy día muchas enfermeras y médicos sencillamente no parecen estar interesados en el bienestar del paciente. Más bien, principalmente están interesados en el dinero que pueden ganar... en su sueldo.
Muchas veces, cuando he relevado a enfermeras, he tenido que llamar a su atención la manera en que habían dejado al paciente. El paciente no estaba cómodo; la enfermera no había cambiado la cama, ni lo había levantado para hacer un poco de ejercicio, ni lo había bañado, y así por el estilo. Todo lo que había hecho era limpiar su cara con un paño húmedo. ¡Y esa no es la manera de ser enfermera!
En años recientes me ha hecho sentir enferma el ver la negligencia de las enfermeras, que estoy convencida llevó a la muerte a pacientes que de otra manera tal vez hubieran vivido. He observado a pacientes con malestar llamar y llamar con su timbre. Pero las enfermeras sencillamente siguieron sentadas ante su escritorio y no contestaron. Parece que todo en lo que están interesadas es en fumar y en su comodidad personal.
Por supuesto, sé que esto no es cierto de todos los hospitales. No todas las enfermeras o los médicos son así. De hecho, creo que la mayoría de ellos no lo son. Pero definitivamente hay una tendencia hacia el propio interés más bien que interés hacia el paciente, y he oído a otros médicos y enfermeras expresar su consternación acerca de esto.
Abortos y transfusiones de sangre
Creo que la matanza al por mayor de bebés no nacidos en los hospitales de Nueva York es simplemente otro ejemplo de la deterioración que está aconteciendo en la actualidad. Lo que está pasando es tan repugnante que algunos hospitales de la ciudad están experimentando dificultad en conseguir enfermeras para trabajar en sus clínicas de abortos.
La reciente ley de abortos de Nueva York permite un aborto hasta veinticuatro semanas después de la concepción, para cuyo tiempo el feto es fácilmente reconocible como una criatura humana con partes distintivas. ¡Algunos de los fetos abortados hasta han vivido! Pero a las enfermeras se les ha dicho que dejen morir a otros. Una enfermera de título escribió algo muy interesante en cuanto a este asunto en una revista para enfermeras. Dijo:
“Poniendo a un lado las consideraciones morales, actualmente la ley considera a un niño no nacido como una persona: se le dan derechos para heredar, juicios en los tribunales por daños prenatales . . . Por lo tanto, una mujer no tiene más derecho de matar a su hijo no nacido que el que tiene de golpearlo, abusarlo, o matarlo después de nacer.”—American Journal of Nursing, diciembre de 1970.
A la clínica donde trabajo, semanalmente llegan docenas de jóvenes para abortar. ¡Algunas hasta han tenido dos abortos en tan solo unos cuantos meses! Pienso que los médicos tienen la mayor parte de la culpa porque podrían rechazar a estas jóvenes. Pero es un negocio floreciente, y creo que los médicos están principalmente interesados en el dinero. Personalmente no tengo nada que ver con los abortos; ni siquiera con el papeleo relacionado con ellos. Mi conciencia no me lo permitiría.
Tomo una posición semejante con relación a las transfusiones de sangre. He visto a pacientes enfermar de hepatitis debido a la sangre que reciben. Algunos jamás se recobran. Además, a algunos pacientes los mata la sobrecarga circulatoria y otras reacciones adversas a las transfusiones. Así, más bien que ser salvavidas, sé que las transfusiones pueden ser mortíferas. Algunos médicos que conozco están empezando a usar cada vez menos sangre. Realmente creo que contribuye a la salud de uno, tanto espiritual como física, el obedecer el mandato de Dios de ‘abstenerse de la sangre.’—Hech. 15:28, 29.
Lo que el ser enfermera me ayudó a apreciar
He aprendido mucho de ser enfermera. Entre otras cosas, me ha ayudado a apreciar cuán maravillosamente diseñado está el cuerpo físico. Ciertamente es la obra de un Magnífico Creador. Poco después de comenzar mi carrera sucedió algo que me hizo pensar acerca de esto.
Una noche estaba trabajando en la sala de operaciones en Jamaica cuando una niñita fue traída a toda prisa por sus aterrorizados padres. Se había tragado un medio penique inglés que se le quedó trabado en la laringe. La radiografía reveló que se estaba formando mucosidad alrededor de la moneda, y puesto que no podría ser extraída a través de su boca, era necesario hacer una operación de inmediato. Pero precisamente cuando íbamos a comenzar, hubo un corte de energía. Así es que mientras yo sostenía una linterna el médico prosiguió con esa delicadísima operación.
Mientras observaba, no pude menos que maravillarme. Puedo recordar el haber pensado en esa ocasión, ‘Mira esos dedos. ¡Son tan hábiles! Realmente, ¿no debíamos ser temerosos de Dios?’ Debido a los dedos provistos por Dios esa pequeñita se salvó.
Pero a menudo nada de lo que tanto médicos como enfermeras pueden hacer impide que un paciente muera. Muchas veces he sentido ese sentimiento de impotencia cuando la muerte reclamaba otra víctima. A menudo me preguntaba: ‘¿Por qué tienen los humanos que sufrir y morir? ¿Es realmente el propósito de Dios el que la gente muera de esta manera?’
Me siento muy feliz de haberme sentido impulsada a buscar una respuesta, y de haber sido ayudada a apreciar el maravilloso propósito de Dios de establecer un nuevo sistema de cosas, en el que “la muerte no será más, ni existirá ya más lamento, ni clamor, ni dolor.” (Rev. 21:3, 4) Como enfermera, espero con gran anhelo el cumplimiento de esa promesa.