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  • Mi vida como cirujano
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¡Despertad! 1974
g74 8/7 págs. 17-23

Mi vida como cirujano

LA CARRERA de cirujano que escogí es una de las profesiones más antiguas del hombre. Los antiguos registros egipcios y babilonios cuentan de cirugías que se realizaron tan remotamente como hace cuatro mil años. Y algunos hallazgos arqueológicos indican que la cirugía es aun más antigua.

De hecho, me gusta pensar que la cirugía es tan antigua como el hombre mismo, porque la Biblia nos dice en Génesis 2:21, 22: “Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre y, mientras dormía, tomó una de sus costillas y entonces cerró la carne sobre su lugar. Y procedió Jehová Dios a construir de la costilla que había tomado del hombre una mujer y a traérsela al hombre.” Parece digno de tomarse en cuenta que Dios anestesió a Adán antes de operarlo, y después ‘cosió’ la incisión. Y la cirugía menor realizada por el hombre retrocede a por lo menos el tiempo de Abrahán. Por mandato de Dios él se hizo circuncidar a sí mismo y a todos los varones de su casa.—Gén. 17:10-14, 22-27.

Un prominente profesor de cirugía norteamericano una vez declaró: “La formación de un cirujano es la más rigurosa y exigente de todas las profesiones u ocupaciones y sus responsabilidades son las más agobiadoras.” ¿Qué, pues, me hizo escoger esta profesión? Mi educación y el hecho de que el trabajo prometía ser tanto satisfaciente como desafiador.

Mi padre fue un médico rural. Él vivía en un pueblito de Oklahoma y atendía las necesidades médicas de los granjeros y otros por muchos kilómetros a la redonda. Había cuatro varones en nuestra familia, y yo era el mayor.

Al principio mi padre usaba un caballo y carro para visitar a los enfermos en el campo. Para el tiempo en que usaba un Ford modelo T para visitar a sus pacientes, yo lo acompañaba. De hecho, aun antes de tener doce años de edad yo era su conductor de tiempo parcial, así como, por decirlo así, su auxiliar médico.

A medida que los años pasaron pude ayudarle más y más en esos días de cirugías en la mesa de la cocina. Un caso memorable fue el de un granjero que había sido pateado en la cabeza por su mula y casi perdió el cuero cabelludo. Mi padre efectuó su cirugía bajo un árbol, conmigo como su ayudante fascinado. A veces cuando un paciente necesitaba anestesia se me asignaba a darle unas pocas bocanadas de cloroformo mientras papá realizaba la operación. Actualmente, por supuesto, en las operaciones se emplean varios anestésicos mejores y las operaciones rara vez se hacen debajo de árboles.

Haciéndome cirujano

Al completar la escuela secundaria fui a la universidad. Escogí lo que me pareció ser el derrotero natural a emprender, el de llegar a ser un médico. Mi padre nunca me instó a adoptar su profesión, pero no era necesario que lo hiciera. Su ejemplo, su bondad, su benevolencia compasiva y utilidad, así como lo mucho que se le respetaba, hicieron que yo también deseara ser médico.

Comencé con un curso básico de ciencia de preparatoria para medicina de dos años en la Universidad de Oklahoma y entonces continué con el curso regular de cuatro años en el colegio médico de esa universidad. El estudiar las diversas materias médicas tales como anatomía, fisiología, bioquímica e histología fue trabajo duro, pero disfruté de él. A mediados del curso recibí de esta escuela mi bachiller en ciencias, y de ahí en adelante el curso incluyó experiencia de cabecera con los pacientes de hospital y partear bebés en los hogares de las madres que no podían pagar por el cuidado regular de hospital.

Las frivolidades de la juventud a veces afloraban a pesar de la seriedad de la educación médica. Después de dar a luz su bebé en el hogar, cierta vez una nueva madre oyó a otro estudiante y a mí usar la palabra “placenta.” Para ella la palabra sonó agradable así es que la sugirió como un nombre para su hijita. Sin darle ninguna explicación, llenamos el certificado de nacimiento oficial en conformidad. Sin embargo, nuestros profesores y las autoridades pronto “nos halaron las orejas” y tuvimos que disculparnos con la madre y ayudarla a pensar en otro nombre más aceptable que el de “Placenta.”

Después de graduarme tomé un internado de un año en el Hospital Municipal de Baltimore, Maryland. Durante este año alterné de una especialidad a otra, tal como medicina clínica, pediatría, cirugía, obstetricia y psiquiatría. Esta experiencia práctica me ayudó a ver exactamente lo que cada uno de estos campos ofrecía. Para fines de aquel año escogí la cirugía; a mí me parecía que era el más interesante y desafiador. Desde allí fui a un hospital en un pequeño pueblo de Tennessee para continuar mi entrenamiento quirúrgico pero pronto caí enfermo con tuberculosis, la cual probablemente había contraído de unos pacientes tuberculosos que había cuidado en Baltimore. Esto me envió a un sanatorio por unos pocos meses y entonces de regreso a casa en Oklahoma, hasta que me repuse aproximadamente un año más tarde.

Entonces fui aceptado como cirujano residente en el Hospital del Condado de Santa Bárbara, California. Después de casi un año ocupé un puesto como cirujano asociado con un grupo de unos veinticuatro médicos en práctica privada. Más tarde me tomé una licencia de dos años para poder recibir más entrenamiento con el profesor Owen H. Wangensteen, uno de los más eminentes cirujanos de los Estados Unidos, en los hospitales de la Universidad de Minnesota. Por fin, después de unos catorce años de estudio y entrenamiento en las escuelas de preparatoria y medicina, y entrenamiento de hospital especializado, junto con experiencia práctica, realicé mi ambición de llegar a ser todo un cirujano general.

Pero entonces sucedió algo que iba a cambiar tanto mi perspectiva de la vida como mi futuro de cirujano. Estrechamente relacionado a ello estuvo el asunto de la transfusión de sangre y la cuestión que hicieron de éste los testigos cristianos de Jehová.

La cuestión de la transfusión de sangre

Mis primeros años no solo fueron influidos por mi padre como médico; mis padres eran también testigos de Jehová... los únicos por muchos kilómetros a la redonda. Crecí con gran respeto por la Biblia, pero con muy poco conocimiento de ella. Sin duda esto se debió en parte al hecho de que mi padre estaba muy ocupado con su trabajo médico. Además, el programa de estudio familiar de la Biblia que es característico de los testigos de Jehová no se enfatizaba en ese entonces como se hace ahora. Así es que dejé el hogar por la universidad, un muchacho de campo determinado a ser médico, fuertemente influenciado por los principios de las Escrituras que no llegué a apreciar realmente sino hasta varios años después.

Durante los años que estuve en la escuela de medicina, vi mis primeras transfusiones de sangre... burdos procedimientos de donante a paciente, algo heroicos y por lo general sin éxito. Pero la II Guerra Mundial, con su terrible pérdida de sangre, le dio impulso al uso de las transfusiones. La guerra también hizo que la mayor parte de los médicos de mi edad sirvieran en las fuerzas armadas. Me presenté como voluntario para servir como cirujano en el Ejército pero fui rechazado por haber tenido tuberculosis. Más tarde traté de ingresar a la Marina por medio de no revelar mi registro de enfermedad, pero de algún modo lo averiguaron y por lo tanto la Marina también me rechazó. Así es que continué mi carrera como cirujano civil.

Hasta la muerte de mi padre a principios de 1950, la cosa importante en mi vida había sido mi carrera quirúrgica. Pero su muerte y el discurso de funeral que oí en aquella ocasión me dieron un sobresalto que me hizo pensar seriamente acerca de la religión.

Para mí era un poco vergonzoso el que mis padres siempre hubieran sido ridiculizados por su religión. Siempre los había admirado debido a que se mantenían firmes en sus creencias, pero después de irme del hogar le había prestado poca atención a sus creencias. Ahora al oír las verdades bíblicas acerca de la vida y la muerte y el reino de Dios como la esperanza para el futuro, fueron suscitados viejos recuerdos de mi niñez. Debido a que creía en estos asuntos, muchos de sus viejos amigos juzgaban a mi padre como un fanático religioso, y algunos hasta lo creían desequilibrado. Yo lo conocía como un hombre inteligente y educado, artístico y sensitivo a las necesidades de otros. No era persona que aceptara ideas sin estudiarlas e investigarlas. Sus juicios eran bien pensados. Era escrupulosamente honrado. Me era imposible pensar que él arriesgaría su vida por algo que no tuviera mérito. Él no era un religioso hipócrita. Sentí una profunda necesidad de examinar críticamente sus ideas acerca de Dios y Sus propósitos para el hombre.

Por primera vez en mi vida comencé a estudiar la Biblia seriamente, principalmente porque mi padre había puesto tanta confianza en ella. La leí de principio a fin en un mes, junto con todas las publicaciones de la Sociedad Watch Tower que tenía a la mano. Eso me convenció de que la Biblia es la verdad de Dios y que mi padre, como testigo de Jehová, la entendía correctamente. Yo sabía que tenía que hacer algo acerca de ello. Así es que en la asamblea de 1950 que los testigos de Jehová celebraron en el Estadio Yankee simbolicé, por medio de inmersión en agua, mi dedicación para hacer la voluntad de Dios. Dos de mis hermanos, impulsados a examinar seriamente la Biblia por ese mismo discurso de funeral, se bautizaron conmigo.

Puesto que me había convencido de que la Biblia era la verdad, acepté prontamente lo que ésta decía acerca de la santidad de la sangre, aunque había participado activamente en centenares de transfusiones de sangre y había visto perfeccionarse el procedimiento con muchos refinamientos técnicos. El ‘abstenerse . . . de sangre’ ahora me presentaba un verdadero problema. (Hech. 15:20, 29) Yo tenía una excelente asociación con el grupo médico de Santa Bárbara, con las perspectivas de algún día llegar a encabezar el departamento de cirugía. Sin embargo, en esos días la “buena” medicina y cirugía dictaban el uso de la sangre como una terapia necesaria; la Biblia condenaba su uso como algo objetable a Dios. Para mantener mi dedicación de hacer la voluntad de Dios en todos los asuntos no tenía otra alternativa; así es que renuncié.

Pero, ¿qué hacer ahora? Tenía una esposa y dos hijitos que mantener. Además, todavía tenía que pagar las deudas en las que había incurrido durante mi entrenamiento de cirujano. Así es que empecé a buscar una comunidad que necesitara desesperadamente un médico. Además, pensé, ¿no podría usar mi habilidad como cirujano para ayudar a los Testigos a quienes se les negaban cirugías en otro lugar debido a sus objeciones a las transfusiones?

Pronto oí de la pequeña comunidad maderera de Loyalton en California del norte. Allí el gobierno federal había construido recientemente un hospital de unas quince camas, equipado con todo menos con médico. Su necesidad era desesperada; no había un médico en todo el condado. Para ese tiempo estaba acostumbrado a que se me mirara como una curiosidad médico religiosa, pero razoné que una comunidad con una necesidad tan grande me aceptaría. Y lo hicieron.

Por unos cuatro años practiqué allí medicina general y cirugía, recibiendo al mismo tiempo mucha experiencia práctica como ministro de casa en casa. Mis vecinos en la comunidad podían saber qué asunto me ocupaba por la clase de maletín que llevaba. Mi familia y yo disfrutamos de la vida allí y hallamos a varias personas que se interesaron en estudiar la Biblia regularmente con nosotros. En una ocasión se bautizaron siete.

El mensaje que los testigos de Jehová predicaban no se había oído antes en las pequeñas aldeas de esa zona aislada y tuvimos muchas experiencias interesantes en nuestro ministerio. Una bien conocida ciudadana despertó de la anestesia, después que la había operado, clamando fuertemente que ella sabía que no estaba muerta porque los muertos “nada saben,” y que aun si ella moría no acabaría en ningún infierno ardiente, pues el infierno era sencillamente la tumba. En su estado semiconsciente me enviaba a cualquiera que tuviera preguntas para que le diera más explicación. Algún tiempo después de su recuperación ella también se bautizó.

Intolerancia médica

¿Qué me hizo dejar a Loyalton, donde estaba ubicado tan favorablemente? Un representante viajero de la Sociedad Watch Tower me preguntó si estaba dispuesto a ir donde mis servicios —es decir, mis servicios como superintendente presidente de una congregación de los testigos de Jehová— se necesitaban más que en Loyalton. Le dije que lo haría con gusto, y así fue que me mudé a Lodi, California.

Sin embargo, no había estado allí seis meses cuando tuve que enfrentarme a una confrontación con los médicos de la ciudad acerca de la cuestión de la transfusión de sangre. Un anciano Testigo de fuera de la ciudad vino a mí por ayuda. Su estado era grave debido a un tumor abdominal que requeriría una operación en dos etapas. Sin embargo, antes que pudiera proceder con la sencilla primera etapa, se me opuso el departamento de anestesia y el cuerpo médico del hospital. Me informaron que a menos que el paciente recibiera sangre no podría tener la cirugía que tan desesperadamente necesitaba. No escucharon mi argumento de que por motivos religiosos el paciente había solicitado específicamente que no se le diera sangre. No consideraron el hecho de que la operación se podía hacer rápidamente y sin grandes riesgos. Tampoco consideraron que él estaba dispuesto a asumir toda la responsabilidad por las consecuencias de la posición que había adoptado. Se le ordenó abandonar el hospital.

Entonces siguieron reuniones y audiencias en las cuales la ira del cuerpo médico, de los directores y administradores del hospital se amontonó sobre mí. No se aceptaron explicaciones. Fui despedido sumariamente del cuerpo de cirujanos del hospital. Las sociedades médicas del condado, el estado y la nación cancelaron mi calidad de miembro. Ahora estaba privado de solicitar ser miembro en el cuerpo médico de ningún hospital acreditado en los Estados Unidos.a

Esta fue una experiencia espantosa para alguien que había considerado a la práctica de la medicina como una especie de humanitarismo caritativo. Mis experiencias y relaciones anteriores habían sido tal vez demasiado idealistas. Ahora se me maldecía como un inútil y un asesino. Es irónico el hecho de que muchos de mis más vocingleros castigadores habían tenido experiencia como llamados misioneros médicos. Prácticamente había perdido todo mi respeto por los médicos como hombres.

Su mensaje de despedida fue notificarme de que la junta de directores había dictaminado que ni los testigos de Jehová ni cualquiera que no estuviera dispuesto a recibir transfusiones de sangre por orden de su médico podría usar el hospital. En cuestión de semanas iba a averiguar cuán inflexiblemente aplicarían esta regla. Mi madre nos vino a visitar y, mientras estuvo en nuestro hogar, sufrió un ataque cardíaco. El hospital rehusó admitirla aunque no estaba implicada ninguna cirugía o transfusión de sangre. Así es que tuve que llevarla a otra ciudad donde la aceptaría un hospital. Al día siguiente ella murió.

El Testigo como paciente

Una vez más me enfrenté a la pregunta, ¿a dónde dirigirme? Pronto oí de un pequeño hospital privado dirigido por osteópatas en Stockton, a unos dieciocho kilómetros de Lodi. Consulté con ellos, les presenté mis calificaciones y les declaré mi posición acerca de las transfusiones de sangre. Sí, respondieron, podía usar sus instalaciones, porque al ser osteópatas no estaban comprometidos con el boicoteo de la sociedad médica. A propósito, con el correr de los años estas instalaciones fueron grandemente ampliadas. Y así fue que durante los próximos catorce años ejercí la cirugía en ese hospital. Desde ese entonces un número cada vez mayor de mis pacientes fueron Testigos a quienes otros médicos y hospitales les habían negado ayuda debido a su posición cristiana con respecto a la sangre.

Durante todos esos años y desde entonces, no he administrado ni una sola transfusión de sangre. Que yo sepa ningún paciente ha perdido su vida debido a esto, aunque muchos tuvieron extensas cirugías. Ha sido especialmente grato para mí ver personalmente la evidencia de la veracidad de las instrucciones de la Biblia acerca de la sangre. La misma profesión médica gradualmente ha llegado a apreciar que la sangre no es un salvavidas inocuo. Ahora se reconoce que la transfusión de sangre es un procedimiento peligroso... tan arriesgado como cualquier otro trasplante de órgano. Las revistas médicas hoy día dicen más acerca de los peligros del procedimiento que de los previamente aclamados beneficios. De haber yo dado transfusiones de sangre rutinariamente durante los pasados veintitrés años de mi práctica, parece muy probable que varios hubieran sufrido de uno de los ahora reconocidos peligros de la administración de sangre.

En todo respecto los Testigos que venían a mí por cirugía en Stockton suscitaron mi mayor respeto y admiración. Debido a sus escrúpulos cristianos estaban dispuestos a arriesgar su propia vida o la vida de sus amados. Y el personal del hospital tenía un concepto muy elevado de ellos. Se les reconocía como personas respetuosas y cooperativas, siempre consideradas para con las enfermeras y otros ayudantes. De hecho, obtuvieron una reputación tan excelente que la administración del hospital pasaba por alto la formalidad de primero asegurarse de que pudieran pagar antes de aceptarlos.

Y los que iban allí para una operación no eran los únicos que daban testimonio por su conducta ejemplar. Había en ese pueblo una Testigo local que venía cada día al hospital y que visitaba a los que estaban registrados como testigos de Jehová. Sus visitas eran particularmente apreciadas, pues los pacientes frecuentemente venían desde lejos y no tenían otras visitas. Su amigabilidad y consideración en suplir los deseos y necesidades de estos pacientes impresionaron muchísimo a los trabajadores del hospital, ya que sabían que ella no conocía a ninguno de ellos personalmente.

Un Testigo una vez vino más de mil seiscientos kilómetros para que yo le hiciera una operación de cirugía mayor. Su enfermera estaba curiosa en cuanto a por qué él había venido desde tan lejos. ¿Conocía al cirujano personalmente? No, no lo conocía. ¿Había oído de su reputación? Sí, había oído, pero la verdadera razón por la cual vino se debía a que este cirujano adoraba y servía al mismo Dios, Jehová, que él. Al informarme de esto la enfermera reconoció que era esta adoración y servicio común a Jehová lo que explicaba la estrecha relación que existe entre los testigos de Jehová.

Uno continúa aprendiendo

Al Colegio Americano de Cirujanos le gusta destacar una descripción del siglo catorce de cómo debe ser el cirujano. Dice así:

“Las condiciones necesarias de un cirujano son cuatro: Primero, tiene que ser erudito; segundo, tiene que ser experto; tercero, tiene que ser ingenioso, y cuarto, tiene que ser adaptable.

“Que el cirujano sea denodado en todas las cosas seguras, y temeroso en las cosas peligrosas; que evite todos los tratamientos y las prácticas defectuosas. Debe ser amable con el enfermo, considerado con sus asociados, cauto en sus pronósticos. Que sea modesto, digno, dócil, compasivo y misericordioso; no codicioso ni un extorsionista de dinero; sino más bien que su recompensa sea según su trabajo, los medios del paciente, la calidad del asunto, y su propia dignidad.”

No hay duda acerca de ello, cuando se pone la mira en una norma tan elevada siempre se puede mejorar; uno necesita seguir aprendiendo. Hay que examinar un torrente de literatura médica —alguna de ella tiene que ser estudiada cuidadosamente— para poder mantenerse al día con el progreso. Las reuniones y seminarios médicos también son una parte importante de la continua educación que se necesita. La pericia técnica de uno mejora con la experiencia y la práctica... un cirujano ocupado quizás realice varias operaciones quirúrgicas al día.

El buen éxito en cualquier esfuerzo es recompensador y éste especialmente es el caso con un médico. El tener que ver con el recobro de un paciente de una enfermedad grave es de los más satisfactorios. Uno aprende de esto, pero, como también es cierto, uno aprende de sus fracasos y, errores. Por supuesto, el error de un cirujano puede ser muy costoso, por eso un buen cirujano tiene que ser cuidadoso. Pero también tiene que ser honrado consigo mismo y comprender que las equivocaciones no pueden evitarse del todo. Él, así como sus pacientes, pueden sacar provecho de estas experiencias moderadoras. Afortunadamente en los tiempos actuales el Código de Hammurabi no está en vigor, porque bajo él ningún cirujano podía aprender de sus errores... ¡como pena se le cortaban las manos!

El buen juicio es una señal indispensable del buen cirujano. Según la autobiografía de un cirujano, que se ha vendido mucho, el hacer decisiones o decidir entre opciones es la parte más importante del trabajo de un cirujano. Con toda su aplicación al estudio, su experiencia y habilidad técnica, el cirujano espera mejorar en esta zona. Muchos médicos enfatizan el tratamiento del “hombre completo,” más bien que circunscribir su interés a cierta zona enferma. Probablemente es verdad que un cirujano de éxito, por necesidad, es uno que ha aprendido a considerar a su paciente como un todo. Es uno que considera, no solo las partes enfermas de su paciente, sino sus sentimientos, sus temores y sus esperanzas y su conciencia. Uno puede tratar con buen éxito una enfermedad —quirúrgicamente o de otro modo— pero al mismo tiempo destruir desconsideradamente al individuo por medio de pasar por alto su conciencia. Un cirujano que impone un tratamiento no deseado sobre su paciente quizás se sienta justificado en su proceder. Su conocimiento superior de la enfermedad puede dictar ese derrotero. Pero su inhabilidad para considerar la conciencia de su paciente es una falla en su modo de ser que afecta a su juicio. Él no ha tratado al “hombre completo.”

Proezas de la cirugía moderna

¡Ciertamente son notables los adelantos hechos en la cirugía actual! Lejos de ser una profesión en la cual se quitan partes enfermas del cuerpo, mucho del progreso se ha logrado en los campos de la reconstrucción y corrección. Pueden volverse a unir extremidades amputadas, pueden construirse nuevas coyunturas, pueden reconstruirse corazones y pies congénitamente lisiados. Métodos técnicos nuevos y mejorados facilitan el control de las pérdidas de sangre. Hay varios procedimientos quirúrgicos complicados y refinados que emplean el rayo laser. Además, los cirujanos son prontos en honrar las habilidades de sus asociados, los anestesistas y los miembros de sus equipos de operación. Ingeniosos ingenieros han estado ayudando al perfeccionamiento de nuevos instrumentos y equipo.

Actualmente también se hacen muchos alardes acerca de trasplantes de varios órganos... riñones, corazones, pulmones e hígados. Pero, concerniente a estos procedimientos, recuerdo el comentario que hizo mi padre en una ocasión. Yo estaba en casa de regreso de la escuela médica y había realizado una vasectomía en uno de sus pacientes que había pedido que se le esterilizara. Estaba orgulloso de mi técnica recientemente aprendida y le pregunté a mi padre qué pensaba de ella. Él contestó: “El paciente sin duda está complacido, pero me pregunto lo que el Creador piensa de ello.” Debido a lo que tengo razón para creer que piensa el Creador acerca de los trasplantes de órganos, tengo serias reservas en cuanto a lo correcto de esto según las Escrituras.

Sí, no podemos dejar al Creador fuera de la cirugía. Tal como el Dr. Alexis Carrel muy bien lo señala en su libro Man the Unknown, aunque “debido a la extrema ingeniosidad y audacia de sus métodos, [la cirugía moderna] ha sobrepasado las esperanzas más ambiciosas de la medicina de tiempos anteriores,” sin embargo permanece el hecho de que aun “en el mejor hospital, . . . la curación de las heridas depende, sobre todo, de la eficacia de las funciones de adaptación” del cuerpo. En otras palabras, todo depende de los poderes de curación que el Creador ha puesto en el cuerpo humano.

Actividades como ministro cristiano

Aunque los logros de la cirugía moderna son muy notables, concuerdo, como ministro cristiano y como cirujano, con Jesucristo en que los valores espirituales son más importantes que los materiales o físicos. (Mat. 16:26) ¿Y qué significa eso? Que el ministro cristiano que puede mostrar a la gente la esperanza de vida eterna le puede hacer más bien que el que puede hacerles cualquier cirujano moderno quien, a lo más, puede ayudarles a vivir solo unos pocos años. Esa es la razón por la que estuve dispuesto a dejar mi muy remuneradora práctica en Santa Bárbara hace años. Además, estoy muy consciente de que está cerca el día cuando la profesión quirúrgica será innecesaria. De comenzar yo ahora, no emprendería el largo período de aprendizaje y entrenamiento que se necesita para llegar a ser un cirujano, sino que escogería dedicar mi tiempo más exclusivamente al ministerio cristiano.

En la actualidad gozo de una vida rica y plena. Mi hijo e hija, ambos crecidos y casados, están sirviendo como ministros cristianos también, mi hijo como anciano en una congregación y mi hija como misionera en un país lejano. Mi esposa y yo ahora estamos sirviendo de tiempo cabal en el ministerio cristiano, miembros del personal de la central mundial de la Sociedad Watchtower, ayudando a compañeros ministros de tiempo cabal y a otros según sus necesidades. Todos estos privilegios, tengo que añadir, también me han beneficiado grandemente, así es que verdaderamente puedo hacer eco a las palabras del sabio escritor de Proverbios 10:22: “La bendición de Jehová... eso es lo que enriquece, y él no añade dolor con ella.”—Contribuido.

[Nota]

a Doce años más tarde, después de varios rechazos en el ínterin, se me pidió que hiciera otra solicitud y fui reinstalado en plena calidad de miembro de la sociedad médica.

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