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¡Despertad! 1982
g82 8/4 págs. 16-20

Mi esfuerzo por hallar justicia social

Como lo relató Rafael Coello Serrano

¡JUSTICIA para todos! ¿Es ésta una ilusión social? Mi búsqueda de esta meta difícil de alcanzar resultó en que fuera encarcelado en 10 ocasiones, en que abrazara el comunismo y luego lo abandonara, en que fuera de viviendas de una sola habitación en la miseria a misiones diplomáticas ante gobiernos extranjeros. Me tomó 50 años, pero encontré la respuesta.

Nací en Guayaquil, Ecuador, en agosto de 1910. Nuestro humilde hogar albergaba a una familia grande, que incluía a mi abuelo, un periodista, sobre cuyas “rodillas” me eduqué. Mi padre pasaba todo su tiempo libre con sus amigos. Los hombres —parientes, vecinos o visitantes— se jactaban de estar contra la iglesia y de ser librepensadores; las mujeres hablaban de Dios y Jesús.

Aun entonces pude percibir la gran diferencia entre los modos de vivir de las personas. Lo característico de la comunidad en general eran los pies descalzos y las diferentes viviendas de una sola habitación. Las pocas personas privilegiadas desde el punto de vista material financiaban sus residencias europeas con las riquezas que obtenían del cultivo y la venta del cacao, mientras que los obreros descalzos ponían a secar las “semillas de oro” en las calles abrasadas por el sol.

Durante aquel tiempo la gente de Guayaquil sufrió muchísimo ya que epidemias de fiebre amarilla y peste bubónica azotaban frecuentemente la región. La malaria y la tuberculosis eran algo común. Yo era un joven delgado y enfermizo, de modo que mis amigos y maestros pensaban que yo moriría a temprana edad. Pero cobré gran gusto por la vida, el cual conservo hasta hoy.

Un luchador contra la injusticia social

En la escuela secundaria sentí la presión de la injusticia social, pues sufrí varios reveses por no tener un apellido aristocrático. Entonces comenzó mi deseo de ser un luchador contra la injusticia social.

Aprendí acerca de la triste historia del hombre que incluía guerras sangrientas, divisiones religiosas, las Cruzadas y la Inquisición, que culminaron con el estallido de la primera guerra mundial, y que acontecieron principalmente en la cristiandad. La mayoría de la raza humana vivía en una miseria horrorosa. Los obreros, los campesinos humildes y las personas pobres en general eran poco menos que parias bajo el yugo de los acaudalados. Los países subdesarrollados eran los almacenes que proveían la materia prima a las naciones industrializadas, que se desarrollaban y prosperaban mientras nosotros continuábamos en nuestra sencillez primitiva. Por todos lados se escuchaba el clamor: “¡Injusticia social!”

Aunque me apasionaba la matemática, la física y la astronomía, cuando completé mis estudios en la escuela secundaria me matriculé en la escuela universitaria de derecho porque era la que estaba más disponible. Pero la universidad adolecía de muchos defectos. A los estudiantes que ejercían influencia desde el punto de vista social y económico se les daba trato especial. Además, los métodos de enseñanza eran atrasados.

Recuerdo a cierto profesor cuyo método de enseñanza consistía simplemente en sentarse a su escritorio y hacernos leer en voz alta material sobre la filosofía de la legislación. Un día decidimos pedir que se nos diera la oportunidad de discutir el material puesto que ya lo habíamos leído de antemano. ¿Quién fue el portavoz de la clase? Yo.

La clase comenzó más o menos de esta manera: “Doctor, Señor, quisiéramos pedirle que no nos haga leer en voz alta este papel, puesto que ya . . . “

“¡Silencio!,” gritó él. “Yo soy el que decide qué método de instrucción se usa aquí.”

“Solo le estamos pidiendo . . . “

“¡Salga de esta clase!”

“No tengo que irme,” le contesté.

El maestro, airado, respondió: “Uno de nosotros dos está de más aquí.”

“¡No soy yo quien sobra aquí!,” le respondí, y recibí una salva de aplausos.

El profesor se fue y no volvió. Y así comenzó nuestra lucha. Cinco meses más tarde, se expulsó de la universidad a 16 estudiantes y se nos negó el derecho de ingresar en la universidad de Quito y también en la de Cuenca. Un grupo de obreros y trabajadores agrícolas formaron una facción para respaldarnos. Unos cuantos meses más tarde, cuando tenía tan solo 19 años de edad, me hallé preso.

En aquel entonces era prohibido llevar a cabo actividades religiosas dentro de la prisión. Aun así, un domingo un clérigo católico romano se presentó para celebrar misa. Nosotros los prisioneros políticos incitamos a los demás a que protestaran, y en medio del alboroto se quemaron medallas y estatuas religiosas. El alcaide de la cárcel hizo que sacaran a rastras de la celda a uno de los que había protestado, que lo desnudaran de la cintura para arriba enfrente de nuestras celdas y que lo azotaran despiadadamente. Se nos advirtió que si llegaban a los periódicos noticias sobre lo que había sucedido, se nos castigaría a nosotros también. Al día siguiente los principales periódicos de Guayaquil publicaban la noticia. Se nos puso incomunicados. Sin embargo, tal fue la reacción de las personas de la ciudad que se despidió al alcaide de la prisión. Entonces se nos libertó uno por uno. Pero, por ser yo el más obstinado, fui el último en ser libertado.

Me hago comunista

Entonces decidí unirme al comunismo. Pensé: “Aquí puedo pelear contra la injusticia social.” Estudié en sus detalles las enseñanzas de Marx, Engels y Lenin, y organicé el primer grupo comunista del Ecuador que operara abiertamente. Pero en aquel entonces, el ser comunista significaba llegar a ser un paria. Mi familia me echó de la casa, y rehusó hablarme. Trabajé de engrasador en una lancha que viajaba por el río y también de ayudante de mecánico. Muchas veces pasé hambre.

Por siete años, desde 1929 a 1936, nosotros, los comunistas, sostuvimos luchas enconadas contra los socialistas, contra la policía montada y contra otros grupos que afirmaban ser comunistas pero que eran moderados. El jefe de la policía montada era el padre de un amigo mío. Con frecuencia se me invitaba a su casa a cenar. El me dijo: “Coellito, aquí en mi casa tú eres como un hijo; pero si te atrapo en las manifestaciones en la calle, te azotaré como a cualquier otro rebelde.”

Yo le respondí: “Gracias, Capitán, y por la misma razón, si ustedes nos atacan, nosotros los apedrearemos también.” Y resultó que una noche, por poco lo matan cuando lo derribaron de su caballo durante una pedrea. Eso sucedió durante una manifestación en la que yo no participé.

A medida que estudiaba las doctrinas de Marx, hallaba muchas contradicciones y que no se daba respuesta a muchas preguntas. Por ejemplo, el Manifiesto Comunista, escrito por Marx y Engels, es una tesis sobre la “dictadura del proletariado.” Al mismo tiempo, Lenin dijo que el Estado, compuesto del “ejército, la policía, las cárceles,” es un “garrote” para oprimir al proletariado. Engels dijo: “La naturaleza física es materia en movimiento.” Pero, ¿cómo se mueve? ¿Hacia dónde se mueve? ¿Hay orden en el movimiento? El comunismo no explica estos asuntos. Con el tiempo llegué a la conclusión de que el comunismo no tenía la solución a la injusticia social.

Un año más tarde se disolvió mi primer matrimonio. Había durado cuatro años y nos habían nacido dos hijas. En 1939, tres años después de haberme separado del comunismo, conocí a Olga, quien actualmente es mi esposa. Ella era una sincera maestra de escuela y una católica fervorosa cuyas creencias yo respetaba. Juntos hemos tenido siete hijos.

Injusticia por todos lados

Cuando reanudé los estudios, la universidad local había cambiado. Había muchos maestros excelentes que me hicieron estudiar más arduamente. Además, ahora deseaba triunfar en mis estudios. Lo logré.

En 1942, me gradué de doctor en derecho. Para entonces ya había llegado a comprender que la ley escrita, que por lo general es razonable, es una cosa, pero la aplicación de la misma es algo bastante diferente. Las personas en puestos encumbrados, que tenían dinero y ejercían influencia, podían, mediante sobornos insidiosos, cambiar los fallos de la mayoría de los jueces. Si uno de los “poderosos” se veía envuelto en algún fraude público craso, se decía que todo había sido un “error” o una operación financiera mal calculada. Pero si un ciudadano común robaba dinero para comprar comida (que no deja de ser robo) iba directamente a la cárcel. Como abogado, me visualizaba como ayudante de los pobres.

En 1944 estalló en Guayaquil una violenta conmoción política que se extendió rápidamente por todo el país. De repente hallé que mi vida estaba en peligro. A pesar de que me había separado de mis previas actividades izquierdistas, había quienes temían que yo luchara otra vez por quitarles sus puestos de influencia. Ellos afirmaron que había un “enemigo del pueblo” en medio de ellos. Los vecinos me advirtieron lo que se estaba tramando, de modo que, para mi propia protección, decidí entrar nuevamente en la arena política.

Durante esta insurrección quedé horrorizado al ver cómo, por el “bien” del pueblo, hasta personas inocentes fueron víctimas de atrocidades, persecuciones, torturas y linchamientos. Líderes oportunistas alcanzaron el éxito en nombre del “pueblo” para, desde sus posiciones, enriquecerse a costa del público. ¿Resultó en justicia social la insurrección de 1944? ¡De ninguna manera!

Esta vez, al hallarme en la arena política, experimenté contrastes notables en mi vida. En 1946, serví de representante oficial del gobierno de mi país en la inauguración del presidente de México. En la inmensa recepción que se celebró, observé a miles de invitados internacionales desplegando sus elegantes galas: oficiales militares soviéticos con el pecho cubierto de medallas; mariscales británicos; generales estadounidenses; estrellas famosas de cine. Esa misma noche la temperatura en la Ciudad de México descendió muy por debajo del punto de congelación. La mañana siguiente, la policía recogió docenas de cadáveres... personas malnutridas que habían muerto, víctimas del tiempo inclemente. Puesto que se habían visto obligadas a dormir a la intemperie, habían muerto por exposición al frío. Lo que vi aquella noche memorable dejó en mí una aversión saludable a aquel modo de vida.

Durante 1950 y 1951, bajo el gobierno de un presidente “democrático,” pasé un año en la cárcel. En aquel entonces era yo un representante parlamentario, pero se me privó de inmunidad parlamentaria. Se me mantuvo incomunicado por seis días, se me negaron mis derechos legales y por poco me linchan. ¿Por qué? Porque formaba parte de un grupo de políticos que activamente se oponían a la democracia de terratenientes millonarios en cuyas propiedades los indígenas vivían en la más inhumana miseria.

Mientras estuve detenido comencé a pensar que solo Dios podía traer justicia social. Entonces un misionero de los testigos de Jehová, Albert Hoffman, me visitó en la cárcel y me dejó el libro “Sea Dios veraz.” Este no habría de ser un incidente sin importancia, pues Albert y yo habríamos de encontrarnos nuevamente.

Más tarde, en 1953, mientras trabajaba estrechamente con el presidente de la República, se me envió como embajador a una reunión del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas. En esa ocasión observé cómo otro delegado se oponía sistemáticamente a cualquier medida que pudiera favorecer a las regiones subdesarrolladas de Latinoamérica. ¿Se podía hallar justicia social en escala internacional? En absoluto, ni siquiera en las Naciones Unidas... que, según parecía, estaban unidas mayormente bajo el yugo opresivo de las grandes potencias.

Recuerdo que un día el presidente del Ecuador me dijo: “Dr. Coello, usted ha sido un verdadero luchador. Le hace falta algo para completar su notable carrera; un toque de oro, digamos, el pan de oro puro de la vida de un diplomático por unos cuantos años.”

Le respondí: “Es un verdadero honor, Sr. Presidente, pero inmerecido, y por tal razón declino la oferta. Declino la oferta precisamente porque soy un luchador. No estoy hecho para la vida suave de un diplomático. Prefiero estar con las masas, compartiendo con ellas su destino. Muchas gracias.” Así, rehusé.

Recordé haber leído un pasaje de la Biblia en el que decía que Jesús se compadeció al ver a las muchedumbres, a la gente, como ovejas abandonadas que no tenían pastor. (Mateo 9:36) Las pocas personas privilegiadas continuaban alimentándose a expensas de las masas de desheredados. Yo continuaba buscando la solución a esta injusticia.

Buscando con mayor empeño

En 1956 me separé de toda actividad política. ¿Por qué? Porque dos años antes había sido el blanco de un fiero ataque de parte de todos los partidos políticos del país. La Administración del Seguro Social del Ecuador, de la cual yo era el presidente, había adquirido un terreno de casi 1.800.000 metros cuadrados de extensión, al extremadamente bajo precio de 12 sucres (cerca de 40 centavos, E.U.A.) por metro cuadrado, para dividirlo en parcelas y establecer viviendas de bajo costo. ¡Mis enemigos políticos me acusaron de haber recibido personalmente de los vendedores, como dinero extra, 14 millones de sucres! Se me pintó en falsos colores como un gran villano.

En este momento decidí pelear por medio de publicar un semanario que llamé Verdad. Después que apareció el primer número de éste, mis enemigos se callaron y yo mismo quedé sorprendido. ¿Por qué? Porque comencé a decir la verdad sin ambigüedades y sin difamación.

Sin embargo, se pusieron trabas legales sobre la imprenta, que había adquirido a crédito, y sobre mi casa, la que había hipotecado por medio del seguro social. Mis enemigos querían arruinarme. Pero fracasaron. Estaba convencido de que la justicia solamente podría venir de lo alto.

Persuadí a mi familia a leer la Biblia conmigo una hora cada semana. Nos conmovían las palabras y obras de Jesús, aunque había muchas cosas en la Biblia que deseaba explicar a mis hijos y no podía. Sin embargo, entendimos claramente que la verdadera justicia solamente podría venir de Dios.

Cierta mañana de octubre de 1958, un hombre de apariencia bondadosa tocó a mi puerta. ¡Albert Hoffman estaba buscándome de nuevo! Comprendí que era a él a quien había estado esperando sin darme cuenta de ello. Comenzamos a estudiar la Biblia con la ayuda del libro “Esto significa vida eterna.”

Comencé a descubrir que la Biblia es un profundo océano de dichos de vida, una dádiva amorosa de nuestro tierno Creador. Me impresionaron profundamente pasajes como éste de Juan 3:16: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que ejerce fe en él no sea destruido, sino que tenga vida eterna.” ¡Vida eterna! ¡Y vida perfecta, con verdadera justicia para todos!

Predicador de justicia

En 1959, después de un año de estudiar la Biblia con Albert, dediqué mi vida a Jehová Dios. Desde entonces he usado la Biblia, junto con mis propias experiencias en la vida, para tratar de ayudar a otras personas a entender que la verdadera justicia viene solamente de Jehová Dios.

He tenido el privilegio de hablar de la justicia de Jehová a hombres de toda condición social, desde ex presidentes de la república hasta obreros muy humildes. Algunos han podido ver, a la luz de la Biblia, qué es la justicia verdadera. Otros no han escuchado.

No obstante, mi mayor felicidad ha sido el ayudar a mi esposa e hijos, y verlos dedicar su vida a Jehová.

Por fin pude cambiar mi punto de vista limitado. Había aprendido que la verdadera justicia provendría solamente de Jehová Dios. Solo él puede ver lo que hay en el corazón de los hombres y eliminar el egoísmo, que es la causa de la injusticia social. El ha prometido un sistema totalmente nuevo para esta Tierra bajo la dirección de un gobierno celestial, el cual gobernará de manera completamente imparcial. ¡Cuánto me alegró el aprender que pronto, en ese nuevo orden, cada persona cultivará su propio huerto y recogerá el fruto de éste y que edificará su propia casa y vivirá en ella! Todos se sentirán motivados por inclinaciones de generosidad y no por un egoísmo sórdido.—Compare con Isaías 65:21, 23.

Experiencias y felicidad

Ya que soy Doctor en Jurisprudencia, fui nombrado, hace siete años, para servir de juez del Tribunal de Apelación. Siempre procuré dictar fallos basados en la ley y la justicia. Durante mi judicatura pude darme aún mayor cuenta del gran abismo que existe entre la justicia del hombre y la verdadera justicia de Jehová. En 1980 me retiré.

Aunque vivimos en la imperfección y todavía no disfrutamos de verdadera justicia social, he visto por experiencia que, aun en la actualidad, entre los testigos de Jehová se practica la justicia social a grado sobresaliente. Cualquier indicio de segregación social, racial o económica es muy raro entre ellos.

En agosto de 1981, cumplí 71 años de edad. Aunque me mantengo muy ocupado, hay momentos en que me es muy placentero dar rienda suelta a mis pensamientos y soñar con las cosas que Jehová ha prometido. Visualizo escenas donde me veo en el Nuevo Orden, reunido con mis antepasados que han resucitado, compartiendo amorosamente las verdades de la Biblia con mi abuelo, tal como él me enseñó durante mi juventud. También, anhelo las oportunidades que habrá entonces para aprender de la grandeza de Jehová y con otros alabarlo unidamente para siempre como el Dios de amor y de justicia.

[Comentario en la página 18]

‘En la prisión comencé a pensar que solo Dios podía traer justicia social’

[Comentario en la página 19]

‘Aprendí que Dios ha prometido un gobierno totalmente nuevo para esta Tierra’

[Ilustración en la página 17]

Como líder político, defendí las causas sociales

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