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  • Traté de matarme, y por poco mato a mi hijo
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¡Despertad! 1983
g83 22/7 págs. 23-27

Traté de matarme, y por poco mato a mi hijo

ME ALEGRO de haber fallado en ambos intentos. El éxito en mi búsqueda de la verdad vino justo a tiempo para salvarnos a ambos. Esta verdad me ha cambiado la vida, ha rehecho mi mente, ha transformado mi personalidad, me ha dado un nuevo empleo, me ha llevado a otro país y me mantiene ocupada aprendiendo un nuevo idioma. De hecho, dos nuevos idiomas. Pero solo uno es difícil; el otro es un deleite.

Antes que comenzara mi búsqueda de algo mejor, había caído en algo peor. Creo que tuve que descender muy bajo, antes que viera la necesidad de cambiar de rumbo.

Soy judía, criada en una familia judía, de padres que no eran particularmente religiosos. No obstante, sí me exigían ir a la escuela de la sinagoga, asistir a la escuela sabática y estar presente en las festividades importantes. Cuando tenía 10 años de edad noté que había mucha hipocresía en el judaísmo. Algo que me desconcertaba era tener que comprar una entrada para ir a los servicios de las festividades importantes. ¿Por qué debería uno pagar por ir a adorar a Dios? También me di cuenta de que en la pared de la sinagoga se escribían en letras grandes los nombres de las personas que daban más dinero. En la escuela sabática a la que asistía enseñaba un abogado judío, supuestamente el mejor maestro de la sinagoga. Era tan solo una clase de filosofía en la que se presentaba la Biblia como un buen libro escrito por hombres sabios, pero no un libro inspirado por Dios.

Así que, cuando cumplí 14 años de edad y mis padres me enviaron a una escuela privada, dejé de asistir a la sinagoga y rehuí toda religión. Recuerdo que, cuando posteriormente fui de visita a casa y mi padre quiso que fuera a la sinagoga, le dije que yo era atea. Había visto tanta hipocresía que no creía en nada. Mi vida familiar nunca había sido muy buena. Me daba cuenta de que mi presencia no era deseada. Nada parecía importarme. A menudo escapaba de la escuela privada, y la policía me hallaba y me traía de vuelta. Finalmente mis padres me pusieron por más de un año en un reformatorio.

Allí llegué a asociarme con jóvenes que habían tenido muchos problemas... algunas ya eran madres, otras habían robado automóviles, muchas usaban drogas y algunas hasta habían tratado de matar a sus padres. Salí de allí a la edad de 16 años. Partí de California y me fui a vivir a Nueva York, donde me matriculé en la Universidad de Long Island, Brooklyn. Me especialicé en ciencias políticas y economía. Para ese tiempo estaba interesada en mejorar la sociedad y pensaba que la política era el medio de lograrlo. Antes de esto, había estado yendo de casa en casa tratando de convencer a la gente para que votara por Eugene McCarthy para presidente. Pero mientras más estudiaba y observaba la política, más me daba cuenta de la corrupción que había en ésta. Cambié de especialización y, con el tiempo, dejé de estudiar.

Completamente desilusionada y sin tener esperanza en nada, comencé a frecuentar los bares, a beber, a usar drogas y hasta a trabajar como bailarina en los bares. Me enamoré de un hombre que se llamaba Jon, comencé a vivir con él y con el tiempo nos casamos. Él resultó ser alcohólico, y solía desaparecerse por varios días a la vez, cosa que me llevó a sumirme en un profundo estado de desaliento. Mi vida familiar no marchaba bien, el sistema político era corrupto, la contaminación estaba arruinando la Tierra y parecía como si el hombre estuviera resuelto a volarse a sí mismo en pedazos en una guerra nuclear. Traté de suicidarme.

Realmente quería algo mejor. Dejé de usar drogas. Me esforcé mucho por mejorar mi vida familiar. Comencé a preguntarme si había un Dios; si existía uno. Recurrí al espiritismo y adquirí toda una colección de libros sobre demonismo. Afortunadamente los demonios nunca me molestaron. Jon dijo que en la Biblia había profecías sobre el futuro. Jamás me habían enseñado aquello en la educación religiosa que recibí. “¿Están en el Nuevo Testamento?”, le pregunté. Él creía que sí. Era católico, pero no practicaba el catolicismo ni creía en él. Desde ese momento en adelante quedó en lo más recóndito de mi pensamiento el averiguar lo que la Biblia decía.

Entonces hubo una rápida sucesión de acontecimientos. Traté de suicidarme varias veces —haciéndome cortes en las muñecas, apuñalándome, cortándome la garganta— pero solo fueron atentados sin mucho ánimo, una súplica por ayuda, y hechos enfrente de mi esposo para que él dejara de beber e ir de un bar a otro. No dio resultado.

El gran cambio en mi vida comenzó a ocurrir poco después. Un domingo Jon y yo fuimos a ver a unos amigos de él, una pareja mayor. Habían estudiado con los testigos de Jehová, algunos de sus parientes eran Testigos, y esta pareja entendía la Biblia como lo hacían los Testigos. Extraño como parezca, traté de convencerlos de que el judaísmo era la mejor religión, aunque yo lo había rechazado. Luego el señor empezó a decirme lo que creían los Testigos. En 15 minutos fue desde Adán hasta Armagedón. ¡Quedé maravillada! ¡Por fin! ¡Aquello era la verdad!

La noche siguiente fui con la señora a un estudio bíblico. Comencé a asistir a las reuniones con bastante regularidad. Por un tiempo Jon me animó, pero a medida que fui aprendiendo más verdades de la Biblia comencé a cambiar. Comenzó a sucederme lo que dice Romanos 12:2: “Cesen de amoldarse a este sistema de cosas, mas transfórmense rehaciendo su mente, para que prueben para ustedes mismos lo que es la buena y la acepta y la perfecta voluntad de Dios”. No más marihuana, no más ir a los bares, no más beber en exceso, no más robar.

Eso es, robar. Cuando vivíamos juntos en Nueva York, solíamos salir a robar automóviles y vender las piezas. Si había personas que necesitaran ciertas piezas para su automóvil, íbamos y localizábamos un auto como el que ellas tenían y lo robábamos para así venderles las piezas. Cuando dejé de hacer todo esto, Jon comenzó a oponerse a que estudiara la Biblia con los Testigos. Pero cedió cuando dos Testigos que tocaron a nuestra puerta causaron buena impresión en él. La única condición fue: “Estudia con ellos, pero déjame a mí fuera de esto. No me des testimonio. No trates de convertirme”.

Poco después de esto, surgió otra crisis. Quedé embarazada. Él no quería hijos, y para salvar mi matrimonio accedí a someterme a un aborto. Ya me había provocado otros dos abortos, así que un tercero no parecía algo crucial. Fue entonces cuando escuché una conferencia mediante diapositivas que se dio en el Salón del Reino de los testigos de Jehová. Trataba sobre el milagro del nacimiento. Quedé sumamente impresionada con el prodigio de aquel cuerpecito desarrollándose en la matriz. ¡Estaba vivo, creciendo, moviéndose! ¡Los brazos y las piernas iban creciendo, los dedos de las manos y los pies se iban formando, y poco después estaba chupándose el pulgar! ¿Y esto es lo que voy a matar? Hasta aquel momento había considerado el embrión como meramente una cosa, parte de mi cuerpo, nada más. Pero a la vista de Jehová esto era una criatura viva, y ahora llegó a ser así para mí también.

Después de la reunión salí afuera y lloré. No podía consentir en someterme a un aborto. Cuando llegué a casa le dije a mi esposo: “Voy a tener la criatura”. Se puso furioso y salió dando un portazo. No me habló por tres días. Pero después que nació el bebé, se encantó con él. El bebé se convirtió en todo su mundo. Él pensaba que era la cosa más maravillosa. ¡Tenía 37 años de edad y su primer hijo! Mi esposo se ablandó en otros aspectos también. Cuando le dije que me iba a bautizar, solo dijo: “Muy bien, si eso es lo que quieres hacer”. Esto, después de tres años de oposición y amenazas.

Pasaron tres días, y aquella noche él no regresó a casa. Las cosas habían estado marchando muy bien, y ahora yo daba por sentado que otra vez él había comenzado con sus correrías. No toleraría más aquello, no después de haber aprendido las verdades bíblicas y de tener que criar a mi hijo Jonatán. Iba a abandonar a mi esposo. Hice las maletas y me puse a esperar a que regresara para decírselo. Alguien tocó a la puerta. No era mi esposo. Era el alguacil. “Ha ocurrido un accidente. Su esposo murió.” Jon regresaba a casa de un bar, y el automóvil se había ido por la ladera de una montaña. Justamente el día antes se había enfadado por algo, había perdido la calma y había dicho: “¡Nadie me ha dado una oportunidad nunca! ¡Debería estar muerto!”. Aquellas palabras siguieron haciendo eco en mi memoria después que el alguacil me dijo que Jon estaba muerto.

Dediqué mi vida a Jehová, y tres meses después comencé a servir en el ministerio de tiempo completo con los testigos de Jehová. Vivíamos en Colorado cuando mi esposo murió, y ahora, de vez en cuando, mi hijo y yo íbamos a testificar a otros lugares donde hubiera mayor necesidad de publicadores. Cierto verano Jonatán y yo pudimos trabajar con unos ministros de tiempo completo de Kentucky. Trabajábamos muchas horas... 8, 10, 12 horas al día. Para aquel entonces Jonatán tenía unos cinco años, y cierta Testigo creyó que aquello era demasiado para él. “¿Por qué no dejas que tome un día libre?”, me preguntó. Ella tenía tres hijos, así que le permití quedarse con ellos. El estaba entusiasmado, pero la siguiente semana me preguntó: “¿Es mañana mi día libre?”. “Sí, lo es.” Entonces dijo: “No, quiero salir al servicio contigo. Ya no quiero más días libres”.

Mi padre respeta mi religión debido al cambio que ha efectuado en mí, pero no quiere tener nada que ver con ella. No obstante, le hace preguntas a Jonatán sobre ésta. Después que mi madre murió, mi padre le mostró a Jonatán una foto de ella. “¿Quién es?”, le preguntó Jonatán. “Tu abuelita.” “¿Dónde está ella?” “Murió —explicó mi padre— y su alma se fue al cielo.” Jonatán dijo: “No, ella es un alma, y está en el sepulcro”. Impresionado por la respuesta, mi padre comenzó a hacer preguntas a Jonatán. “¿Quién es Dios?” “Jehová.” “¿Qué hace él?” “Está en el cielo —dijo Jonatán— y hace que todo funcione bien.” Mi padre no prestaría atención si yo le hablara, pero escucha a Jonatán. Y Jonatán puede contestarle sus preguntas porque juntos hemos considerado por completo Mi libro de historias bíblicas, publicado por la Sociedad Watchtower.

Mi padre cree en Dios. Recuerdo que cuando yo tenía unos nueve años de edad y ya cuestionaba la existencia de Dios, mi padre me sacó afuera y me mostró una flor. “¿Cómo llegó a existir?”, me preguntó, y él mismo contestó la pregunta: “Solo Dios pudo haberla hecho”. ¡Me explicó que las plantas hasta tienen el poder de abrirse paso a través del cemento! Mi padre se esforzó muchísimo por hacerme creer en Dios, pero ahora es mi hijito quien está tratando de ayudarlo a conocer a Jehová y Su propósito, para que pueda vivir con nosotros en la Tierra paradisíaca. Especialmente en momentos como ése yo miro a Jonatán y pienso: ‘Si hace cinco años no hubiera ido a escuchar aquella conferencia mediante diapositivas que dieron en el Salón del Reino, Jonatán no estaría aquí ahora’. A veces me da miedo pensar en lo cerca que estuve de matar a mi hijo.

En 1979 fui a Israel. Quería ver las tierras bíblicas. Jonatán no fue conmigo... era demasiado pequeño para apreciar tal clase de viaje. Regresé a casa con el deseo de volver a Israel para compartir con la gente de mi propia nación la información que me había beneficiado. Vi que la gente de Israel era muy dedicada y trabajaba muy duro por establecer una patria; muy celosa, pero al mismo tiempo mal encaminada, porque estaba apartada de Jehová. Regresé de aquel viaje orándole fervientemente a Jehová que me abriera el camino para servir en Israel.

Seguí orando por dos años. ‘Si solo pudiera conseguir que fuera conmigo otra persona Testigo que estuviera ministrando de tiempo completo, ¡especialmente alguien que supiera hebreo y me pudiera ayudar a aprenderlo!’ Entonces, en 1981, regresé a Israel, y esta vez Jonatán fue conmigo. Estábamos en una excursión con un grupo de testigos de Jehová. Estábamos de visita en el Salón del Reino de los testigos de Jehová de Belén. Aparcado afuera en la calle estaba el autobús de turismo, que tenía contra el parabrisas un letrero que decía “Testigos de Jehová”.

Dos personas vieron el letrero y entraron en el salón. Eran testigos de Jehová que habían pasado por allí por casualidad, y habían visto el letrero y entrado a saludarnos. Una de ellas era una joven judía procedente de Holanda que se había establecido en Israel. Estaba sirviendo de tiempo completo a Jehová en otra ciudad, y dio la casualidad de que se halló en Belén ese día en particular. Ella también buscaba a alguien con quien vivir y que la acompañara en la obra de testificar. “Sí —respondió felizmente a mi petición— ¡tú y Jonatán pueden venir a vivir conmigo!” ¡Así recibí la respuesta a mis oraciones! Y en ese lugar es donde Jonatán y yo vivimos ahora.

¡Cuánto me alegra el que resultaran frustradas mis tentativas de suicidio, y no haber puesto fin a la vida de mi hijo antes que éste naciera! ¡Qué maravilloso es que tuviera éxito mi búsqueda de la verdad, lo cual cambió mi vida e hizo que ‘me desnudara de la vieja personalidad y me vistiera de la nueva’ (Colosenses 3:9, 10)! Y aunque estoy aprendiendo de lleno un idioma nuevo y difícil, el hebreo, también sigo aprendiendo un deleitable lenguaje nuevo, el que se predijo en Sofonías 3:9: “Entonces daré a pueblos el cambio a un lenguaje puro, para que todos ellos invoquen el nombre de Jehová, para servirle hombro a hombro”.

Ya han sido contestadas mis oraciones. Tengo el privilegio de servir de tiempo completo a Jehová y trabajar hombro a hombro con la hermandad internacional de testigos de Jehová.—Contribuido.

[Comentario en la página 23]

¿Por qué debería uno pagar por ir a adorar a Dios?

[Comentario en la página 24]

Mi vida familiar no marchaba bien, el sistema político era corrupto, la contaminación estaba arruinando la Tierra y parecía como si el hombre estuviera resuelto a volarse a sí mismo en pedazos en una guerra nuclear

[Comentario en la página 25]

Traté de suicidarme varias veces —haciéndome cortes en las muñecas, apuñalándome, cortándome la garganta— pero solo fueron atentados sin mucho ánimo, una súplica por ayuda

[Comentario en la página 25]

No más marihuana, no más ir a los bares, no más beber en exceso, no más robar

[Comentario en la página 26]

¡Estaba vivo, creciendo, moviéndose! Los brazos y las piernas iban creciendo, los dedos de las manos y los pies se iban formando, ¡y poco después estaba chupándose el pulgar! ¿Y esto es lo que voy a matar?

[Comentario en la página 26]

Alguien tocó a la puerta. No era mi esposo. Era el alguacil. “Ha ocurrido un accidente. Su esposo murió”

[Comentario en la página 27]

Me mostró una flor. “Solo Dios pudo haberla hecho”

[Comentario en la página 27]

A veces me da miedo pensar en lo cerca que estuve de matar a mi hijo

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