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¡Despertad! 1983
g83 22/8 págs. 9-13

El papel del cazador respecto a la fauna silvestre

IMAGÍNESE la escena. El cielo se va oscureciendo rápidamente, aunque solo han pasado unas cuantas horas después de haber amanecido. A medida que uno continúa mirando, la oscuridad va cubriendo gradualmente todo el cielo, de un extremo al otro; sin embargo, no hay ni una sola nube en el cielo. Se oye un sonido inquietante y ensordecedor semejante al de un trueno, que hace que uno se tape los oídos. Bajo los pies uno siente resonar la tierra debido al estruendo. ¿Qué tempestad violenta ha provocado la naturaleza? No hay por qué atemorizarse. Solo se trata de aves.

No, usted nunca ha visto un despliegue tan magnífico de aves. Tampoco lo ha visto nadie que esté vivo hoy día. Pero en 1813 John Audubon, famoso naturalista y artista estadounidense, describió semejante despliegue espectacular. ¡Vio a las hermosas palomas migratorias pasar en cantidades tan grandes que taparon la luz del sol por tres días!

El tan solo pensar en una bandada de palomas tan grande como aquélla trastorna la imaginación. Sin embargo, hubo un tiempo en que había bandadas como aquélla. Varios años antes de que Audubon viera la bandada susodicha, una enorme bandada de palomas fue vista en Kentucky, E.U.A., y se pensó que la componían más de 2.230.000.000 de palomas migratorias. Los expertos opinan que hasta 1885 había 6.000 millones de esas aves en los Estados Unidos.

Uno pudiera pensar que aquélla era sin duda una cantidad inagotable. La paloma migratoria nunca estaría en peligro de extinción. Pero, al contrario... el cazador, el hombre, logró lo que parecía imposible. Consiguió extinguirlas por medio de matar como promedio más de 566.000 de esas hermosas aves cada día de la semana por 29 años. El 1 de septiembre de 1914 la última paloma migratoria que quedaba sobre la faz de la Tierra, llamada Martha, murió en un parque zoológico de Ohio, E.U.A.

Así perdió el mundo a la última paloma migratoria. Debido a lo que cierta fuente llama “la avaricia y la actitud derrochadora de los cazadores”, se dio caza, hasta el exterminio, a una especie que parecía estar completamente fuera de peligro. ¿Tiene derecho el hombre a considerar de muy poco valor la vida de otras criaturas, y destruir especies enteras, una tras otra? Además, ¿qué da a las personas destructoras como ésas el derecho de privar a generaciones futuras del placer de observar la fauna silvestre?

La responsabilidad del hombre

El Creador de las abundantes formas de vida que hay en la Tierra no considera insignificante dicha destrucción. En cierta ocasión Jesús dijo: “¿No se venden dos gorriones por una moneda de poco valor? Sin embargo ni uno de ellos caerá a tierra sin el conocimiento de su Padre”; “ni uno de ellos está olvidado delante de Dios” (Mateo 10:29; Lucas 12:6). De seguro, Dios no ha hecho la vista gorda ante la destrucción de 6.000 millones de palomas migratorias.

No todas las personas han estado de acuerdo con la extensa matanza de la que ha sido objeto la fauna. En 1855 un jefe indio de la tribu de los Duwamish, del estado de Washington, escribió una carta al presidente de los Estados Unidos en la que expresó su preocupación por la matanza desenfrenada de animales: “El hombre blanco tiene que tratar a las bestias de esta Tierra como a su hermano. Yo soy salvaje y no entiendo la otra manera de proceder. He visto mil búfalos, a los que el hombre blanco mató a tiros desde un tren que pasaba cerca, pudrirse en las praderas. [...] ¿Qué es el hombre sin las bestias? Si todas las bestias desaparecieran, el hombre moriría a causa de la gran soledad de espíritu, pues cualquier cosa que suceda a la bestia, le sucederá al hombre también. [...] Hay algo que nosotros sabemos, y que el hombre blanco algún día descubrirá. Nuestro Dios es el mismo Dios. [...] Él considera la Tierra como algo precioso. Por eso, el hacer daño a la Tierra equivale a despreciar al creador de ella”.

Parece que aquel jefe indio captó instintivamente algo que la Biblia nos dice: Dios ha confiado al hombre el cuidado de los animales. El primer libro de la Biblia nos habla acerca del mandato que Dios dio al hombre: “Estoy poniéndote a cargo de los peces, las aves y todos los animales salvajes” (Génesis 1:28, Today’s English Version). La destrucción desenfrenada y casi irracional de la fauna silvestre por el hombre es un abuso craso de aquello que ha sido puesto a su cuidado.

El síndrome de Nemrod

Puesto que el hombre es el administrador de los animales, ¿quiere decir que se le prohíbe terminantemente matarlos? No. Recuerde que Dios mismo preparó ropa para la primera pareja humana utilizando pieles de animales, y aceptó de Abel, hijo de aquella primera pareja, una oveja en sacrificio. Y después del Diluvio de los días de Noé, dio permiso a Noé y a sus descendientes para que se alimentaran de la carne de animales. (Génesis 3:21; 4:4, 5; 9:3.)

Sin embargo, al hacer esas concesiones, Jehová no quiso dar a entender que se debía considerar insignificante la vida animal. Para hacer resaltar lo sagrado de la vida de los animales que se matarían para alimento, Dios dio el mandamiento de que el hombre no debía comer la sangre de ningún animal junto con la carne de éste. La sangre simbolizaba la vida del animal, la cual pertenece a Dios (Génesis 9:4, 5). En ningún momento Dios autorizó al hombre a matar animales por el puro placer de matar. Entonces, ¿cómo aprendió el hombre a hacer eso?

Poco después del Diluvio, cierto hombre famoso de aquellos días, Nemrod, comenzó a distinguirse como deportista al aire libre. Se hizo “poderoso cazador en oposición a Jehová” (Génesis 10:8, 9). Evidentemente no cumplió con la posición administrativa que Dios confió al hombre en relación con los animales, pues los mataba desenfrenadamente. Otras personas siguieron su ejemplo, y pronto dicho deporte ganó gran popularidad. La cacería se convirtió en el deporte de los reyes.

Los arqueólogos han desenterrado muchas pruebas que indican que a los reyes del mundo antiguo les encantaba la cacería y se jactaban de sus proezas. Hasta el niño-rey Tutankamón sucumbió a lo que pudiera llamarse el síndrome de Nemrod. Las escenas de cacería que hay pintadas en las paredes de su tumba, y talladas en cofres de madera, lo pintan de pie en su carro, corriendo a toda velocidad, con arco y flecha en mano, y llevando completamente estirada la cuerda del arco, listo para disparar la flecha, mientras delante de él hay animales salvajes huyendo.

En tiempos más recientes, europeos acaudalados cazaban animales por deporte en sus respectivos países, o viajaban a la India o a África en busca de cacería más excitante. Muchos de ellos decoraban sus hogares con las cabezas disecadas de los hermosos animales que habían matado por deporte. En el Nuevo Mundo se mató a manadas enteras de búfalos o bisontes americanos, a los que se dejó tirados para que se pudrieran allí mismo donde cayeron. Además, los cazadores llegaron a estimar las cabezas de alce, de ciervo y de otros animales que servían de símbolo de su destreza como cazadores.

El hombre en su papel de preservador

Para proteger del cazador a algunos de los animales en peligro de extinción, los gobiernos han establecido ciertas restricciones de caza que prohíben que se mate a dichos animales. Por ejemplo, en Arizona, E.U.A., se protegió a una manada de 3.000 ejemplares de cierta clase de ciervo de las montañas Rocosas. ¿Cuál fue el resultado? Puesto que cazadores asignados por el gobierno atraparon, mataron a tiros o envenenaron a miles de animales de rapiña que atacaban a esa clase de ciervo, la población de éste aumentó a unos 40.000 ciervos en 10 años.

¿Tuvo el asunto buenos resultados? Por un lado, sí. Pero lamentablemente los ciervos comenzaron a morir en grandes cantidades. ¿Qué había pasado? Se sobrepobló el habitat de ellos. Se halló a ciervos muertos que tenían el estómago lleno de pinochas, algo que ciertamente no formaría parte de su régimen, a menos que estuvieran a punto de morir de hambre. Se había pasado por alto el control y el equilibrio de la fauna. Puesto que se había eliminado a los animales de rapiña que atacaban a los ciervos, y la población de éstos aumentaba sin control, los ciervos se comieron todo vestigio de alimento que había disponible. Solo cuando se permitió que los cazadores entraran a la zona donde estaban los ciervos y cazaran parte del exceso de la población de ciervos fue que volvió a alcanzarse la proporción que el habitat podía sostener.

Los peritos en la fauna han aprendido bien su lección. Por las experiencias que han tenido en el pasado saben que, para impedir que las manadas mueran de hambre y enfermedad, es necesario cazar a los animales que están de más. Por eso, cada año en los Estados Unidos se inician limitadas temporadas de caza durante las cuales los cazadores que tienen licencia pueden matar cierta cantidad de los animales que hay de más. En otros países, los guardas de caza y guardabosques gubernamentales son los que se encargan de eso.

Así se mantienen manadas más fuertes, lo cual les permite multiplicarse. Por ejemplo, en 1895 había solo unos 350.000 ciervos de Virginia al sur del Canadá, en el continente norteamericano. Hoy hay aproximadamente 12.000.000 de ellos. En 1925 sobrevivieron aproximadamente entre 13.000 y 26.000 antilocapras en los Estados Unidos, casi todas en solo dos estados del oeste. Hoy hay por lo menos 500.000 antilocapras en todos los estados del oeste. En la actualidad hay como 1.000.000 de alces en 16 estados de los Estados Unidos, mientras que en 1907 solo había 41.000 alces en un solo estado. Según el censo oficial, la cantidad de osos marinos o focas de Alaska que había en 1911 en las islas Pribilof era de 215.900. Hoy día la manada se mantiene en unos 1.500.000 osos marinos. Si no se dispusiera del exceso de animales, todas las manadas que ahora están fuera de peligro se hallarían en una terrible situación.

El “síndrome de Disney”

Sin embargo, en zonas urbanas de los Estados Unidos, Canadá y otros países está desarrollándose un sentimiento contra la caza de animales que los que están a cargo del cuidado de la fauna silvestre temen que sea contraproducente. Algunas de las fuerzas de ese movimiento están muy organizadas, y tienen oficinas en Inglaterra, los Países Bajos, Francia, Nueva Zelanda y Australia, así como también en los Estados Unidos y Canadá.

¿Por qué ha venido a estar bajo ataque la cacería? “La respuesta es muy sencilla —contestó el editor de la revista Montana Outdoors— es que muchas personas hoy día crecen sin vínculo directo alguno con la tierra y las criaturas silvestres que ésta sostiene. Se entiende que dichas personas obtienen la mayor parte de su conocimiento sobre la vida silvestre mediante la televisión y las películas, que muy a menudo presentan un punto de vista tergiversado de la fauna silvestre [...] y pasan por alto los procesos naturales, como el que unos animales se alimenten de otros, las enfermedades y el hambre.” Un director de servicios relacionados con la fauna silvestre se refirió a ese punto de vista como el “síndrome de Disney”. “Después de ver las películas de Disney acerca de animales y aves en el bosque —dijo él— algunas personas, particularmente los niños, se forman la idea de que los animales pueden hablar.” Creen que los animales son exactamente como las personas.

Otro portavoz dijo lo siguiente: “A los jovencitos sencillamente no se les está diciendo la verdad sobre la fauna silvestre. Saben muy poco acerca del manejo de asuntos relacionados con la caza, o del éxito que hemos tenido al respecto en los últimos 50 años. Es lógico que grandes cantidades de niños se opongan a la cacería. Creen que los cazadores están matando a los pocos ciervos y demás animales que quedan en el campo”.

Los cristianos no condenan a los que matan animales para alimento. Sin embargo, si alguien mata una cantidad de animales mayor de la que permiten específicamente las leyes del país donde vive, o si mata por el puro placer de matar y usa la carne como una excusa, entonces es a Dios a quien tal persona tiene que rendir cuentas. Ha ido más allá del encargo que se le ha confiado a la humanidad. Y aunque al hombre se le permite usar la piel de los animales para hacer ropa, el cazar criaturas hasta extinguirlas para darse lujos innecesarios es un abuso aún peor.

Muchos de los problemas que se relacionan con la fauna silvestre no pueden resolverse en este sistema de cosas. A medida que aumenta la población humana, y la fauna silvestre se ve forzada a vivir en zonas cada vez más pequeñas, el manejo y la conservación de ésta se hará cada vez más difícil. Y es difícil ver cómo tratarán de detener la caza ilícita de especies que van desapareciendo en este codicioso sistema de cosas comercial los gobiernos que tienen medios limitados.

No sabemos exactamente cuántas especies más de animales permitirá Dios que sean destruidas antes de poner coto a ello. Pero en un futuro cercano se pondrá fin a ello. Dios ha prometido que pronto su Reino se encargará de la administración diaria de la Tierra, y en ese tiempo “no harán ningún daño ni causarán ninguna ruina en toda mi santa montaña; porque la tierra ciertamente estará llena del conocimiento de Jehová como las aguas están cubriendo el mismísimo mar”. (Isaías 11:9.)

Entonces se entrenará al hombre para que ejerza de manera apropiada su autoridad sobre los animales. Mientras tanto, al menos los cristianos pueden mostrar el respeto debido por los animales y ser realistas, pero compasivos, al considerar la relación que hay entre ellos y la fauna silvestre.

“Y para ellos ciertamente celebraré un pacto en aquel día en conexión con la bestia salvaje del campo y con la criatura volátil de los cielos y la cosa que se arrastra del suelo, [...] y sí haré que se acuesten en seguridad.” (Oseas 2:18.)

[Comentario en la página 11]

En ningún momento Dios autorizó al hombre a matar animales por el puro placer de matar

[Comentario en la página 13]

“A los jovencitos sencillamente no se les está diciendo la verdad sobre la fauna silvestre”

[Ilustración en la página 10]

La última paloma migratoria, llamada Martha, murió en un zoo de Ohio en 1914

[Ilustraciones en la página 12]

1. Alce de Norteamérica o uapití

2. Ciervo de Virginia

3. Antilocapra

4. Oso marino o foca de Alaska

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