¡Esta noche ganamos!
LE PISÉ con fuerza la cara a mi oponente. Girando con gran rapidez, él intentó hacerme perder el equilibrio empujándome con la pierna y dándome un taconazo en el estómago. Intercambiamos todo tipo de puñetazos y patadas autorizados, y los dos recibimos fuerte castigo.
Era el 19 de mayo de 1978, y mi oponente, Gilbert Letouzo, y yo luchábamos por el campeonato nacional de Francia en el hotel Meridien de París. Tanto Gilbert como yo habíamos aprendido el savate, un tipo de boxeo francés, en las luchas callejeras de los suburbios de París. [Véase la página opuesta.]
Entusiasmada, la multitud que llenaba el recinto gritaba para animarnos. Pero yo estaba preocupado. ‘¿Qué pasará si algo sale mal? ¿Qué pasará si de veras le causo daño?’, era lo que seguía pensando. El ambiente sofocante y lleno de humo hacía muy difícil la concentración. Pero tenía que concentrarme a toda costa.
En el cuarto asalto, Gilbert daba señales de gran fatiga. No podía mantener en alto la guardia, y sus puñetazos carecían de confianza. En lo que respecta a mí, los reflejos seguían respondiéndome bien. Lancé un contragolpe demoledor y mi oponente se desplomó. Aunque se incorporó rápidamente, era evidente que Gilbert flaqueaba, y su cuidador lanzó la toalla. ¡Yo había ganado la copa nacional de Francia!
Unos cuantos meses antes, ¡cómo hubiera saboreado aquellos momentos de gloria, el sonido de los altavoces que difundían los puntos sobresalientes del combate, combinado con las ovaciones de la multitud! Esta noche, sin embargo, todos aquellos honores —la gloria, la fama y los posibles contratos— me dejaron indiferente.
Vislumbré el rostro radiante de mi esposa entre la multitud. Obviamente ella podía ver, por mi expresión, que yo no iba a volverme atrás de la decisión que había tomado. Podíamos decir en verdad: “¡Esta noche ganamos!”. Habíamos ganado en realidad, pues yo había decidido retirarme de las competiciones de boxeo. Íbamos a entrar en otra lucha, pero esta vez juntos.
Combatí la violencia con violencia
Nací en 1947 en Rueil-Malmaison, municipio del área suburbana de París, donde está ubicado el palacio en que vivió y murió Josefina, la primera esposa de Napoleón. Pertenecíamos a una familia de la clase trabajadora, y pronto me indignó la injusticia que veía en el mundo. Quería enderezar todos los entuertos. En 1967 empecé a estudiar para abogado. En aquel tiempo había disturbios en las universidades francesas, especialmente en Nanterre, otro municipio del área suburbana de París, donde yo estaba estudiando. Era un tiempo de feroz confrontación entre grupos políticos extremistas.
Unos años antes había empezado una carrera prometedora en el fútbol, pero la dejé debido a la violencia que estaba invadiendo los estadios. Paradójicamente, escogí deportes combativos, con la siguiente actitud: ‘Mejor que aprenda a pagar con la misma moneda’. En vista del tenso ambiente de la universidad, pensé que me dejarían tranquilo si sabía defenderme. Después de probar diferentes deportes, finalmente escogí el savate, un tipo diferenciado de boxeo. El savate me atrajo particularmente porque era una técnica “completa” de lucha, en la que tanto se usaban los pies como las manos.
Un período turbulento
En mayo de 1968 los grupos extremistas de las universidades ejercieron presión para conseguir un cambio político y social. Para nuestra sorpresa, los trabajadores, que simpatizaban con las manifestaciones estudiantiles, nos apoyaron espontáneamente. Entonces los sindicatos de trabajadores se nos unieron con sus propias marchas y con una convocación a todos los trabajadores para una huelga general. Así, durante los meses de mayo y junio de 1968 Francia prácticamente se paralizó.
Entre los estudiantes reinaba un espíritu de exultación, pues nos considerábamos como un agente catalizador que había provocado un movimiento que expresaba el deseo general de conseguir una sociedad más humana y más justa. Al principio yo estaba totalmente dedicado a esta causa aparentemente noble, y, créanme, mi buena forma física me fue sumamente útil cuando tuve que correr delante de la policía durante las manifestaciones estudiantiles en el barrio latino de París.
Sin embargo, pronto sufrí una desilusión, pues nuestras manifestaciones empezaron a hacerse violentas. Los cambios políticos y sociales que tanto habíamos anhelado no se llegaron a materializar, y la perspectiva de un sistema social más equitativo y justo fue eclipsada por beneficios materiales temporales e ilusorios. Mis ilusiones se derrumbaron. Perdí toda la confianza en el hombre, en sus proyectos y sus principios.
Logros personales
No obstante, me gradué de la universidad antes de partir para el servicio militar. Cuando regresé, volví a participar en los deportes, especialmente en el savate. Mis esfuerzos se vieron recompensados, pues seis veces fui campeón de Francia. Gané aproximadamente cien copas y medallas, y fui seleccionado muchas veces para el equipo nacional.
Además, llegué a ser profesor estatal y tuve a mi cargo cuatro clubes deportivos, incluido el de mi ciudad natal de Rueil-Malmaison, que entonces era el mayor de Europa. También tuve a mi cargo varias asociaciones, publiqué una revista deportiva, y fui miembro de la junta directiva de la Federación Francesa de Boxeo y Savate.
Un cambio drástico
En octubre de 1977 dos testigos de Jehová se pusieron en contacto con mi esposa, y ella pronto empezó a estudiar la Biblia. Al principio yo ni tenía prejuicios contra los testigos de Jehová ni simpatizaba con ellos. Como católico desilusionado, nunca había tenido la oportunidad de estudiar la Biblia, de modo que ¿por qué privar a mi esposa de hacerlo? Para ese entonces algunos de nuestros parientes empezaron a oponerse a las consideraciones bíblicas, diciendo que los Testigos eran una secta peligrosa. De modo que me sentí obligado a defender a mi esposa en nombre de la libertad de religión y sobre la base de los principios básicos de la revolución francesa de 1789 y la Declaración de los Derechos del Hombre, que yo atesoraba.
Daba la casualidad que uno de estos parientes opuestos estaba en una de mis clases de boxeo y corrió el rumor de que yo me había hecho testigo de Jehová. Así que en cada lección establecía mi autoridad con métodos que dejaban fuera de toda duda que yo no era todavía un cristiano verdadero, ¡al menos a juzgar por el número de costillas y mandíbulas malparadas con que terminaba la clase!
Esta oposición inexplicable me suscitó la curiosidad. De modo que examiné el libro La verdad que lleva a vida eterna, que explica las doctrinas fundamentales de la Biblia. Lo devoré en solo dos noches. Había leído cientos de libros sobre política, historia y filosofía, pero todos parecían incompletos, inacabados, deficientes... y contradictorios. La incompetencia del hombre parecía aún más paradójica en este siglo XX de grandes logros técnicos y científicos. Como nada de lo que antes había leído, este libro me suministró una explicación completa del origen del hombre y su destino, y las razones de su existencia.
Súbitamente, todo este conocimiento empezó a encajar y formar un todo coherente y lógico. Toda la historia humana —con sus guerras, religiones y civilizaciones—, todo encajaba en un modelo, un propósito maravilloso que hasta ahora desconocía. Me asombró, sobre todo, la precisa descripción que Jesús hizo de los acontecimientos actuales, dada como una señal de su venidera intervención en los asuntos del mundo. (Mateo 24; Lucas 21.) Quedé convencido de que había encontrado la verdad. Pero había que dar otros pasos antes de que yo pudiera entender el alcance de lo que había conocido.
Primeros contactos
En la primavera de 1978 mi esposa fue invitada a la Conmemoración de la muerte de Cristo que los testigos de Jehová celebran cada año. Yo quería asistir, pero tenía una clase de boxeo que no terminaría antes de las nueve y media de la noche. Sin embargo, aquella noche solo estaba presente un 15% de la clase y, como todos estaban en mala forma, la clase terminó a las ocho menos cuarto de la noche. Había por casualidad un adulto en aquella clase que solo era para jóvenes. Al terminar, me mencionó que tenía que recoger a su esposa en la estación porque ella tenía el automóvil averiado, lo cual significaba que tendría que pasar por delante del Salón del Reino, donde mi esposa estaba asistiendo a la Conmemoración. Me parecieron tantas las coincidencias que le pedí que me dejara en el Salón del Reino, de modo que estuve en la reunión con mi esposa.
A pesar de mi apariencia —llevaba pantalones vaqueros y aún tenía el pelo mojado de la ducha— se me dio una afectuosa bienvenida. ¿Quién podría haberse imaginado que mi bolsa de deportes estaba llena de guantes de boxeo? Cuando la reunión terminó, uno de los Testigos se me acercó y conversó conmigo. Yo, convencido ya por lo que había leído en el libro La verdad, me fijé más en la persona que me estaba hablando que en lo que estaba diciendo. Le observé, y lo que vi me persuadió de que no era ningún fanático. Poco después yo también empecé a estudiar la Biblia.
Una nueva personalidad
Mi última pelea de campeonato, descrita al principio, tuvo lugar precisamente un mes después que empecé a estudiar la Biblia. Después de mi doble victoria, me sentí como si me hubieran quitado un enorme peso de encima. Pensé que ahora mi situación estaba en armonía con la voluntad de Jehová Dios, ya que me había retirado de las competiciones. Sin embargo, aún tenían que producirse otros cambios.
Para poder asistir regularmente a las reuniones locales de los testigos de Jehová, decidí limitar mis actividades deportivas al club de mi ciudad natal de Rueil-Malmaison. Un día, en una reunión, se nos recordó que el cristiano debería evitar cualquier cosa que, consciente o inconscientemente, pudiera acarrearle culpa de sangre. Todavía puedo recordar lo rojo que me puse cuando se estaba tratando este tema. No todos mis alumnos eran aficionados que solo venían a relajarse, sino que algunos eran “luchadores”, boxeadores de competición. ¿Y si ocurría un accidente? ¿Cuál sería mi grado de responsabilidad? Como resultado, dimití de la Federación Francesa de Boxeo y Savate y hablé con mi hermano para que él tomara mi puesto de entrenador en el club de Rueil-Malmaison.
En los meses siguientes continué yendo al club sólo por el deporte, para entrenarme sin competir. Pero mi conciencia se iba haciendo cada vez más sensible. Las palabras del apóstol Pablo merecían seria consideración: “El esclavo del Señor no tiene necesidad de pelear, sino de ser amable para con todos, capacitado para enseñar, manteniéndose reprimido bajo lo malo, instruyendo con apacibilidad”. (2 Timoteo 2:24, 25.)
Y cuando lo pensaba, me era difícil imaginar a Jesús y sus apóstoles entrenándose como los gladiadores solo por deporte, aunque no fueran a participar en ningún combate real. De modo que, como no pude conciliar el boxeo con el consejo bíblico, finalmente lo dejé por completo.
Antes de abandonar el club, testifiqué directa o indirectamente a todos mis alumnos. De hecho, consideraba a aquellos 200 boxeadores como mi territorio especial. Siete de ellos, con quienes estudié la Biblia, finalmente llegaron a ser testigos de Jehová. Cuando trataba el tema del boxeo con ellos, tenía que ofrecerles consejo basándome en el conocimiento que acababa de adquirir. Esto me ayudó mucho, espiritualmente. Me obligó a analizarme a fondo y a practicar lo que predicaba.
De este modo dejé el mundo del boxeo y cesé de ‘esforzarme tras el viento’. Es cierto que perdí a cientos de supuestos amigos junto con la gloria y fama efímeras. En cambio, Jehová ha bendecido abundantemente a nuestra familia. Ahora tenemos una meta en la vida y la causa justa del Reino que defender, no con los puños, ni los pies, ni con técnicas sofisticadas de combate, sino con armas espirituales. (Eclesiastés 2:11; 4:4; Efesios 6:14-17.)—Según lo relató Christian Paturel.
[Comentario en la página 20]
Toda la historia humana encajaba en un modelo, un propósito maravilloso que hasta ahora desconocía
[Comentario en la página 21]
¿Quién podría haber imaginado en el Salón del Reino que mi bolsa de deportes estaba llena de guantes de boxeo?
[Recuadro en la página 19]
Boxeo francés y savate
El boxeo francés es un deporte amater en el que se pueden usar los pies y los puños. A finales del siglo XIX, un francés, Charles Lecour, fue quien principalmente lo reglamentó. Combinó las reglas del boxeo inglés en lo que respecta a los puñetazos con otras reglas para las patadas, basadas en la observación de los luchadores callejeros de París. El boxeo francés llegó a ser muy popular, y mucha gente lo practicó, incluso algunos autores famosos como Alejandro Dumas y Teófilo Gautier.
Actualmente el boxeo francés savate ofrece una gama más amplia de patadas y puñetazos, y técnicas modernas de preparación. La meta es la misma que en el boxeo inglés: ganar ya sea por fuera de combate, retirada o a los puntos. Por lo general se dan menos golpes que en el boxeo inglés, puesto que se mantiene una distancia mayor entre los contendientes. Sin embargo, las patadas pueden ser muy peligrosas, y por eso se le considera uno de los deportes de combate más violentos.