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  • g90 8/1 págs. 18-21
  • Vivo con distrofia muscular

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  • Vivo con distrofia muscular
  • ¡Despertad! 1990
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  • Mi lucha en solitario
  • En busca de consuelo por medio de la religión
  • Se renueva mi deseo de vivir
  • Cómo hago frente a la realidad
  • Un buen sentido del humor ayuda
  • Se aprecia la ayuda de los demás
  • Cómo puede ayudar usted
  • “No se fije en el sillón de ruedas... ¡fíjese en mí!”
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    La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1993
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¡Despertad! 1990
g90 8/1 págs. 18-21

Vivo con distrofia muscular

CUANDO acabó la película, me giré despacio en la butaca y me puse en pie de forma vacilante. Di un primer paso, esforzándome por mantener el equilibrio sobre mis piernas rígidas, pero al llegar tambaleante al pasillo, de repente se me doblaron las rodillas y caí al suelo. Iba a necesitar mucha determinación para volver a levantarme. Sentí un gran alivio cuando un desconocido alto y rubio se me acercó y con una sonrisa amigable me preguntó: “¿Puedo ayudarle?”. Este encuentro casual en Helena (Montana, E.U.A.), a principios de 1978, marcó el comienzo de una nueva vida para mí.

Pero quizás usted se esté preguntando por qué caí al suelo. Todo comenzó aun antes de que yo naciera, pues mi madre, sin saberlo, era portadora de un gen defectuoso que me transmitió, así es que cuando nací, el 16 de enero de 1948, ya padecía una enfermedad muscular.

La primera vez que mi madre se dio cuenta de que algo me ocurría yo tenía unos seis años. Empecé a tropezar sin razón aparente y me caía al suelo con frecuencia. Ni siquiera los médicos comprendían qué me pasaba. Me pusieron aparatos ortopédicos con la esperanza de que al crecer se me corrigieran los pies, pero este tratamiento no dio resultado. Mis pies deformaron los aparatos ortopédicos dejándolos inservibles. Por consiguiente, tuvieron que recurrir a la cirugía para conseguir enderezarme ambos pies, pero eso no curó la enfermedad. Después de llevar aparatos ortopédicos durante siete años, ser intervenido quirúrgicamente y hacer largos y tristes viajes a un hospital que quedaba a más de trescientos kilómetros de distancia, por fin, a la edad trece años los médicos decidieron dejar mi caso. Nos dijeron a mi madre y a mí que tenía distrofia muscular, una enfermedad progresiva que atrofia los músculos, y que cuando llegara a los veinte años, estaría en una silla de ruedas. Mi reacción a este pronóstico fue: “Eso es lo que ustedes creen. Ya veremos”.

Mi lucha en solitario

Cuando yo tenía cinco años, mi padre murió en un accidente aéreo y dejó a mi madre con seis niños de edades comprendidas entre uno y doce años. Trabajó muy duro para cuidar de nosotros, pero no podía dedicarnos mucha atención individual. Por lo tanto, se esperaba que yo hiciera todo lo posible por mí mismo.

Sin embargo, persistí en intentar disfrutar de la vida y encontrarle un significado, si bien me volví muy tímido durante los años de crecimiento, probablemente debido a los aparatos ortopédicos que tenía que llevar en las piernas y que tanto llamaban la atención. Por consiguiente, decidí depender tan solo de mí mismo. Puesto que me era muy difícil hablar con la gente, tenía pocos amigos. De hecho, no tuve ningún amigo verdadero hasta mi último año de escuela secundaria, cuando conocí a Wayne, un joven musculoso de pelo negro. Wayne padecía de epilepsia, de modo que comprendíamos nuestras respectivas situaciones y nos comunicábamos bastante bien. Nos hicimos amigos íntimos.

En busca de consuelo por medio de la religión

Wayne me inició en su religión, la Ciencia cristiana. Lo que más me atrajo de ella fue su orientación curativa, pues estaba angustiado por mis limitaciones físicas y buscaba desesperadamente consuelo y alivio. Por lo tanto, durante los siguientes dos años, mientras asistía a la universidad, investigué esta religión y descubrí que me gustaba, de modo que me metí de lleno en ella.

Después de diez años practicando esta religión, ya era parte de la junta directiva de la sucursal local y superintendente de la escuela dominical. Sin embargo, me sentía desdichado y desilusionado, puesto que no se había producido la curación que anhelaba. A uno de mis mejores amigos lo secuestraron y lo mataron, y Wayne murió de ataques epilépticos. Además, no me convertí en una mejor persona a semejanza de Cristo, como había esperado.

Me sentía tan deprimido que incluso planeaba suicidarme. Creía que esto pondría fin a todo mi dolor y sufrimiento, pero en lo más recóndito de mi mente seguía pensando: “El que estemos aquí tiene que tener un propósito. Dios tiene que haber creado todas las cosas con algún motivo, y necesito descubrirlo antes de morir”.

Se renueva mi deseo de vivir

Cuando me hacía preguntas sobre Dios y su propósito al crear al hombre en la Tierra, no sabía dónde encajaba yo en ese propósito. Mi madre nos educó en la fe católica y nos llevaba con regularidad a la iglesia, donde aprendí a tener un gran respeto a la Biblia, aunque no nos animaban a leerla. Como adepto de la Ciencia cristiana, leí toda la Biblia varias veces y la estudié en profundidad, aunque no captaba el significado de su mensaje y la esperanza y consuelo que esta ofrece. ¿Dónde podía hallar la verdad?

John, el desconocido alto y rubio que me había levantado del suelo del cine, tenía la respuesta a mi pregunta. Era testigo de Jehová aunque al principio yo no lo sabía. Después de que John me ayudara a ponerme en pie, mi hermana y yo le invitamos a él y a su esposa, Alice, a tomar algo con nosotros en una cafetería. Durante la conversación, pensé que quizás este hombre podía ocupar el lugar de los amigos que había perdido. Sentía nacer en mí una nueva esperanza.

Algún tiempo más tarde, me invitaron a cenar a su casa, y observé que esta familia utilizaba el nombre Jehová en sus oraciones. El nombre de Dios me sonaba bien, así que empecé a sentir curiosidad por sus creencias.

La siguiente vez que nos reunimos, hablamos de la Biblia. John, a quien cada vez apreciaba más, aclaró mis preguntas y razonamientos erróneos con las Escrituras. Esta esperanza, que se basaba en las promesas bíblicas de una tierra paradisiaca libre de toda enfermedad y dolor, era nueva para mí y, además de causarme una buena impresión, me estimuló mucho. (Revelación 21:1-5.) Las conversaciones subsiguientes a menudo se prolongaban hasta altas horas de la noche. ¡Qué bien me empezaba a sentir! Acepté ansiosamente este alimento espiritual, pues, ahora que estaba siendo renovado en sentido espiritual, quería conseguir todo el refrigerio que fuera posible.

Aquel otoño empecé a asistir con regularidad a las reuniones en el Salón del Reino de los testigos de Jehová. El trato familiar y animador con los miembros de la congregación me emocionó. En la primavera de 1979 decidí dedicar mi vida a Jehová Dios, y el 23 de junio pude bautizarme gracias a la ayuda de seis hermanos que me ayudaron a meterme en la piscina.

Desde mi bautismo, he recibido muchas bendiciones, entre ellas mi querida esposa, Pam. La conocí en casa de un amigo, me enamoré de ella y nos casamos en marzo de 1981. Nos hemos establecido en la ciudad de Missoula (Montana). Pam y mis cuatro hijastros han sido una fuente de gran alegría para mí y todavía me ayudan mucho.

Cómo hago frente a la realidad

Lo más frustrante es la cantidad de tiempo que me lleva realizar las tareas rutinarias, sobre todo los días que no tenemos reuniones cristianas, porque durante esos días cuido por completo de mí mismo para que Pam pueda dedicarse a otras cosas. Esto significa que cuando termino de hacer mis ejercicios de estiramiento y de lavarme, afeitarme y vestirme, ya casi es la hora de comer. Para superar esta frustración, procuro tomarme toda esta actividad fatigosa como si fuera mi trabajo, pues sin duda lo es, y duro. Debo añadir que los ejercicios de estiramiento que realizo sirven para impedir que los músculos y tendones se agarroten, lo cual favorece una buena circulación sanguínea y evita mucho dolor y posible cirugía en los tendones, además de tonificar los músculos.

De vez en cuando todavía me deprimo, pero entonces oro a Jehová y Él renueva mi determinación de continuar haciendo lo que puedo sin detenerme a pensar en lo que no puedo. Mentalizarme y aceptar estas limitaciones me ayuda a afrontar mejor la dura realidad.

Ya antes de verme obligado a dejar de andar, compré una silla de ruedas de segunda mano por si acaso la necesitara en el futuro. De esta manera, cuando llegó ese momento, en la primavera de 1980 a la edad de treinta y dos años —y no veinte, como habían pronosticado los médicos—, ya estaba preparado mental y físicamente.

Un buen sentido del humor ayuda

Un problema que se me presenta con frecuencia por estar limitado a una silla de ruedas es entrar y salir de los cuartos de baño. Las casas que visito y los moteles donde pasamos la noche cuando estamos de viaje por lo general no resultan adecuados para mí. Me cuesta trabajo entrar incluso en los cuartos de baño construidos específicamente para personas que van en silla de ruedas, porque yo no tengo la fuerza en la parte superior del cuerpo que otros en mi situación sí tienen.

En cierta ocasión, nos hallábamos en la habitación de un motel y yo no conseguía pasar por la puerta del cuarto de baño, de modo que me trasladé de la silla de ruedas a una silla con respaldo recto. Después de terminar volví a la silla de ruedas y Pam intentó inclinar la silla hacia atrás haciéndola girar al mismo tiempo, de manera que la silla, conmigo en ella, quedó atascada entre la cama y la entrada al cuarto de baño. Para ayudarme a salir de este apuro, Pam tuvo que sacarme de la silla, subirme a la cama y entonces plegar la silla para poder desencajarla. Mientras hacía todo esto, los dos nos reíamos con ganas de la escena tan cómica que debíamos estar ofreciendo.

Un buen sentido del humor también me ayudó en otra ocasión en que, como de costumbre, intentaba utilizar una tabla resbaladiza para trasladarme del coche a la silla de ruedas. Cuando mi amigo tiró de mí, la tabla se escurrió del asiento del automóvil y caí en la cuneta. Mi esposa estaba en el asiento del conductor y tan pronto como me vio caer, saltó del automóvil y corrió hacia el otro lado. Cuando llegó, me encontró cantando: “Welcome to My World” (“Bienvenida a mi mundo”). Todos nos reímos con ganas.

Se aprecia la ayuda de los demás

Aceptar con alegría y agradecimiento la ayuda de familiares y amigos es de gran alivio al que se siente frustrado debido a circunstancias difíciles. He tenido que cultivar este espíritu de aprecio a lo largo de los años, porque a veces he pasado por alto lo que otros han hecho por mí. Como necesitaba ayuda con tanta frecuencia, tendía a darla por sentado. Sin embargo, esto no era bueno para mí ni estimulaba a los que me asistían. Hacer un esfuerzo consciente por ser agradecido con los que me ayudan, incluso en las cosas más insignificantes, ha resultado en que yo sea más feliz y en que sea más fácil para otros tratar conmigo.

La distrofia muscular representa una dificultad no solo para mí, sino también para mi esposa e hijastros, dos de los cuales viven todavía en casa. Además de los problemas de adaptación que suelen tener las familias con padrastro o madrastra, nosotros luchamos con la complicación añadida de esta enfermedad muscular. Pam y los niños tienen que esperarme a menudo. Por ejemplo, para las reuniones del domingo por la mañana, tengo que empezar a prepararme con tres o cuatro horas de adelanto. Hecho esto, no es cuestión de simplemente subir al coche y marcharnos, sino que necesito ayuda para ponerme el abrigo, meterme en la furgoneta, abrocharme el cinturón de seguridad, etcétera. Todo esto requiere que mi familia invierta tiempo y ejerza gran paciencia.

También tienen que sacrificar parte de su tiempo y actividades personales para ayudarme a realizar algunas de las mías, como bajarme algunas cosas de los armarios y de las estanterías superiores, y levantarme otras. Cuando a veces he ido a parar al suelo debido a un percance u otro, Pam ha tenido que levantar mi cuerpo de 1,90 metros de altura y 75 kilogramos de peso hasta la silla de ruedas. Solo la confianza en Dios nos ha suministrado la fuerza y determinación necesarias para seguir adelante.

Mis amigos de la congregación han hecho todo lo posible por ayudarme a asistir a las reuniones y disfrutar de esparcimiento y reuniones sociales. Su buena voluntad me da muchos ánimos. Como me dijo un amigo sonriendo: “El que no llora, no mama”. Así que cuando me enfrento con un problema, después de hacer todo lo que puedo por mí mismo, “lloro” un poquito y, en efecto, o mi familia o mis amigos acuden en mi ayuda.

Cómo puede ayudar usted

Si quiere saber cómo ayudar a alguien que está en una silla de ruedas, pregúntele primero. Nunca empuje la silla antes de que la persona esté preparada. Por favor, no se ofenda si sentimos la necesidad de realizar alguna tarea por nuestros propios medios y nunca se sienta obligado a prestar ayuda si tiene limitaciones personales que se lo dificulten. No obstante, yo siempre aprecio mucho el que alguien se ofrezca para recogerme algo, colgarme el abrigo o quitarme obstáculos del camino. Por último, siéntase libre de hablar con nosotros, pues tenemos sentimientos, deseos e intereses similares a los suyos, a pesar de nuestros impedimentos físicos.

La distrofia muscular y otras enfermedades parecidas presentan muchos desafíos. Aunque es verdad que mi experiencia no ha sido tan dura como la de otros, estoy seguro de que todos pueden beneficiarse de conocer la voluntad de Dios para la Tierra y sus habitantes. Pues, la esperanza de una vida mejor en el futuro por medio del Reino de Dios puede fortalecer a toda persona, incluyendo a aquellos que tienen distrofia muscular. (2 Corintios 4:16-18.)—Según lo relató Dale T. Dillon.

[Fotografía de Dale T. Dillon en la página 18]

[Fotografía en la página 20]

Dale, su esposa, Pam, y dos de sus hijos, Pamela y Richard

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