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  • g90 22/12 págs. 25-27
  • Vuelo 232, experiencia angustiosa

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  • Vuelo 232, experiencia angustiosa
  • ¡Despertad! 1990
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¡Despertad! 1990
g90 22/12 págs. 25-27

Vuelo 232, experiencia angustiosa

Según lo relató una superviviente

Cuando el vuelo 232 de la compañía United Airlines se estrelló el año pasado en unos maizales del estado de Iowa, murieron 110 personas, entre pasajeros y tripulantes. Pero, sorprendentemente, hubo 186 supervivientes.

“VAMOS a efectuar un aterrizaje de emergencia en Sioux City —advirtió el piloto—. Va a ser difícil.”

Era el 19 de julio de 1989, y mi marido —Kevin— y yo nos dirigíamos a Chicago para asistir a un congreso de la empresa de ordenadores que él dirigía. Ya habíamos volado de Albuquerque (Nuevo Méjico) a Denver (Colorado), donde nos encontramos con un amigo que iba al mismo congreso, pero en otro vuelo. Recuerdo que bromeamos acerca de quién llegaría primero a Chicago (Illinois). Nuestro avión, el vuelo 232 de United, salió primero; el otro tenía previsto el despegue diez minutos más tarde.

Problemas a bordo

De pronto, mientras nos servían la comida, se oyó un ruido muy fuerte y el avión empezó a vibrar y a perder altura. Poco después el piloto anunció que teníamos un fallo mecánico en un motor y que llegaríamos a Chicago con retraso. Por el tono de su voz parecía calmado.

Los auxiliares de vuelo no estaban demasiado preocupados. Aunque todos hablaban de la situación, no cundió el pánico. Después me enteré de que el aparato solo podía volar hacia la derecha porque parte del sistema hidráulico había fallado al desprenderse un motor.

Al poco rato el piloto anunció que tomaríamos tierra en Sioux City (Iowa), y que el aterrizaje iba a ser difícil. Añadió que, aunque se esperaba que todo saliese bien, era mejor que nos preparásemos para un aterrizaje forzoso. Los auxiliares de vuelo nos mostraron cómo debíamos abrocharnos los cinturones y sentarnos con las manos en los tobillos.

Desde que se produjo la avería en el motor, empecé a llorar y no pude parar. Kevin me acercó a él y oró a Jehová en voz alta en nombre de ambos. ¡Cuánto agradecíamos que nuestras dos hijas, de seis y dos años respectivamente, no nos hubiesen acompañado en el viaje!

Mientras nos preparábamos para aterrizar, la mujer que estaba sentada junto a mí, con sus dos hijos, alargó el brazo y me tomó la mano. El avión descendía con suavidad y cuando me pareció que habíamos tomado tierra, estaba convencida de que todo había salido bien.

La supervivencia y la hospitalización

Mantuve los ojos cerrados y me daba la sensación de estar en una montaña rusa, percibiendo la luz del Sol aunque tenía los ojos cerrados. Lo último que recuerdo es que se me salían los zapatos y yo trataba de doblar los dedos de los pies para evitarlo.

Cuando abrí los ojos, todo estaba oscuro y me estaba moviendo. Un miembro de un equipo de rescate le estaba dando la vuelta a mi asiento. Estábamos en un campo. Todo era negro y verde y el Sol brillaba con fuerza. Kevin todavía estaba a mi lado con el cinturón de seguridad abrochado. Pronuncié su nombre, pero no me respondió.

Me pusieron en el suelo y me incorporé apoyándome sobre los codos. Pregunté si mi marido había sobrevivido, pero el hombre que me había ayudado me dijo que no con la cabeza. Me quedé sin fuerzas. Durante el trayecto en la ambulancia, oía todos los ruidos pero en realidad no estaba escuchando. Notaba cómo se me iba hinchando un ojo.

En el centro hospitalario Marion County Health Center el personal fue muy atento y servicial, en especial una enfermera llamada Lori. Yo estaba lo bastante consciente como para darle el número de teléfono de mi hermana en Albuquerque, y la enfermera la telefoneó para comunicarle a mi familia que me encontraba viva.

Por el hecho de estar en Iowa, pensé que nadie vendría a verme, pero la misma noche dos ancianos de la congregación local de los testigos de Jehová me visitaron en el hospital. Los Testigos de la localidad me visitaron, me telefonearon y me escribieron algunas notas durante los cuatro días que estuve hospitalizada. United Airlines abrió una cuenta en los almacenes J. C. Penney’s, y los Testigos me compraron algo de ropa para que tuviera qué ponerme.

Al día siguiente tuve otra sorpresa: mi madre, mi hermana y el hermano y los padres de Kevin vinieron a verme. Ninguno de ellos dio pie para que yo pensara que Kevin había muerto, así que todavía abrigaba una leve esperanza de que pudiese encontrarse entre los heridos no identificados.

Cuando vi las noticias en la televisión no podía dar crédito a mis ojos. ¡Ni siquiera me había enterado de que nos habíamos estrellado! Cuando pensé que el avión acababa de tomar tierra, di por sentado que estábamos a salvo; no me detuve a pensar por qué nos encontrábamos fuera del avión. Kevin y yo estábamos sentados en la fila que quedaba detrás del ala, en la sección central de cinco asientos, y cuando el aparato se partió en pedazos, nuestros asientos cayeron al suelo. Kevin y la mujer que estaba sentada junto a mí murieron, pero sus dos hijos pequeños y yo sobrevivimos.

Uno de los rescatadores —el único del que me acordaba— me visitó en el hospital. Le inquietaba que unos hubiésemos sobrevivido y otros muerto. Le expliqué que ‘el tiempo y el suceso imprevisto nos acaecen a todos’. (Eclesiastés 9:11.) Dios no asignó los asientos para que ciertas personas perdiesen la vida y otras sobreviviesen. Le di el tratado bíblico ¿Qué esperanza hay para los seres queridos que han muerto? y el folleto “¡Mira! Estoy haciendo nuevas todas las cosas”. Nos abrazamos, y creo que se sentía un poco mejor cuando se marchó.

Lori, la enfermera que me curó las heridas en la sala de urgencias, siguió visitándome mientras estuve en el hospital, aunque yo no era una de sus pacientes. Admiraba mi fuerza interior, y yo traté de explicarle que esa fuerza la recibía de mi Dios, Jehová, quien me estaba ayudando a salir adelante. (Salmo 121:1-3.)

Cómo voy saliendo adelante

El domingo, día 23 de julio, ya estaba en condiciones de terminar mi recuperación en casa. Al subir al avión traté de calmarme dándome ánimo a mí misma, así que me concentré en respirar bien para no ceder al pánico. Cuando Mercedes, mi hijita de dos años, me vio toda vendada y amoratada, me rehuyó. Le costó tres o cuatro días encariñarse de nuevo conmigo. Tarrah estaba contenta de tener de nuevo a su madre, pero echaba de menos a su papá.

Estar con los que conocían a Kevin y que habían visto su progreso espiritual (iba a bautizarse como testigo de Jehová en octubre) me hizo más difícil encararme a la realidad de su muerte. Hay quienes dicen que Santa Fe (Nuevo Méjico) nunca vio un funeral más concurrido que el suyo. Él sabía ser un amigo y había hecho mella en la vida de muchas personas.

Me di cuenta de que necesitaba mantenerme ocupada y de que no hay otra actividad mejor que el ministerio cristiano. En abril y mayo había participado en el servicio de precursor auxiliar, una faceta del ministerio a tiempo completo, y ahora estaba resuelta a hacerlo de nuevo en septiembre. El interesarme en otras personas y sus problemas me fue de gran ayuda. También hice algunas cosas en la casa: coloqué persianas en las ventanas, empapelé el comedor y la salita y barnicé la mesa del comedor.

Antes del accidente conducía dos estudios bíblicos de casa con personas interesadas en la Palabra de Dios, y después del siniestro, una mujer que había abandonado su estudio quiso reanudarlo. Las tres me preguntaron: “Si Kevin también estaba haciendo todo lo posible por agradar a Dios, ¿por qué Jehová te salvó a ti y a él no?”.

Les expliqué la diferencia entre un acto provocado por Dios y un desastre natural o un accidente. Cuando es Dios quien lo provoca, Él advierte de lo que va a suceder, como ocurrió en el diluvio del día de Noé. Dios dijo a Noé lo que debía hacer para evitar el desastre: construir un arca. Por otra parte, los accidentes y los desastres naturales vienen de improviso y afectan a todos sin distinción, buenos y malos. Nadie sabía que algo iba a fallar en nuestro avión, pues, en tal caso, nadie hubiese embarcado. Fue una casualidad que yo sobreviviera, y también lo fue que Kevin muriera.

Los que me dicen que soy muy “fuerte” no se dan cuenta de cuántas veces estoy a punto de llorar. Me cuesta superar lo que pasé. Puedo hablar de Kevin o ver fotografías suyas y lo soporto bien hasta que me quedo sola; entonces lloro. Es muy doloroso para mí haber perdido a mi marido tan pronto, solo llevábamos casados siete años.

Cuando viene algún hermano cristiano a visitarnos, mis hijitas se desviven por él. A veces hasta se le agarran de las piernas para que no se marche. Tarrah estuvo un tiempo enfadada y a veces lloraba sin saber exactamente por qué. De todas formas, en la escuela le va bien, y trata de hablar a sus compañeros de clase sobre la resurrección. (Juan 5:28, 29.)

Tratamos de simplificar nuestra vida y hacer del ministerio cristiano nuestra forma de vivir. Con la ayuda de Jehová lo conseguiremos. Hace aproximadamente un año, una de mis amistades me animó a seguir adelante y empezar a servir de precursora regular. Me alegro de haber hecho caso de aquel consejo. Servir en esa capacidad, ayudando a otros a aprender acerca de los propósitos de Dios, me ha ayudado a no perder de vista la magnífica promesa de Jehová de crear un paraíso terrestre y resucitar a los seres queridos que han muerto. (Lucas 23:43; Revelación 21:3, 4.)—Según lo relató Lydia Francis Atwell.

[Fotografía en la página 26]

Con mi marido, antes del vuelo

[Reconocimiento en la página 25]

UPI/Bettmann Newsphotos

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