Rescatado de la muerte mediante un tratamiento sin sangre
Relatado por un miembro del personal de la sede mundial de los testigos de Jehová
PARECÍA una ironía. En febrero de 1991 había ido a Buenos Aires (Argentina) para colaborar en seminarios sobre el empleo de tratamientos que no requieren transfusiones de sangre, y entonces me hallaba entre la vida y la muerte con fuertes hemorragias internas.
Todo había comenzado la semana anterior en México, cuando sentí unas molestias abdominales que no tomé muy en serio. Un médico del país me dijo que era común que los estadounidenses tuvieran trastornos estomacales durante su visita a México, y me dio unos medicamentos para aliviar el dolor.
Al día siguiente, mientras me hallaba en vuelo a Buenos Aires, el dolor aumentó. Sentí fuertes ardores en el abdomen, y dos días después era como una intensa quemazón. Me pusieron una inyección para aliviar el dolor, lo que me permitió terminar mis discursos en el seminario. Posteriormente me trasladaron de la sucursal de los testigos de Jehová, donde mi esposa y yo estábamos alojados, a un hospital de la ciudad. Allí me diagnosticaron una úlcera, que al parecer había dejado de sangrar.
El diagnóstico era algo desconcertante, pues nunca había tenido una úlcera, ni siquiera los síntomas. De todas formas, se esperaba que con un poco de reposo, antiácidos y una dieta a base de alimentos suaves pudiera reponerme. Lamentablemente, después de regresar a la enfermería de la sucursal, empecé a sangrar de nuevo.
Mis deposiciones eran muy oscuras, pues estaban saturadas de sangre, y yo estaba blanco como un cadáver. Por último, me desmayé y accidentalmente me arranqué la vía intravenosa del brazo. Mi esposa salió corriendo por el pasillo llamando a la enfermera.
¿Me sometería a una operación?
Enseguida se presentaron dos médicos. Con la ayuda de un traductor me informaron que mi nivel de hemoglobina había bajado a 6,8 gramos (lo normal es alrededor de 15). Me dijeron que estaban en contacto telefónico con un especialista en cirugía sin sangre, que recomendaba una operación urgente. Pregunté si había otras opciones aparte de la operación.
Localizaron a un gastroenterólogo, que explicó que existía la posibilidad de introducirme por la boca un gastroscopio, hacerlo llegar hasta la perforación ulcerosa que se hallaba en el duodeno —la primera parte del intestino delgado— y, una vez allí, regar la herida con un hemostato químico a fin de frenar la hemorragia.
“¿Qué posibilidades hay de que salga bien?”, pregunté.
“Un cincuenta por ciento”, me respondió. Sin embargo, el cirujano dijo que si el hemostato fallaba, el tiempo y la sangre perdidos podrían hacer imposible la operación. Todo parecía indicar que no tenía más alternativa que operarme.
Fue un momento de gran tensión emocional. Mi esposa y yo nos abrazamos. Antes de que la ambulancia me trasladara al hospital, se preparó un testamento y lo firmé. Nuestros amigos pensaban que era probable que no sobreviviera a la operación.
La operación
Ya en el quirófano, me colocaron sobre lo que parecía ser una gran mesa de cristal. Una fuerte iluminación atravesaba la mesa desde abajo, y otro destello de luz provenía de arriba. Mi inquietud aumentó, lo que debió ser ostensible, pues uno de los cirujanos me dijo: “No se preocupe, todo saldrá bien”. Su cálido interés ayudó a tranquilizarme. Me hicieron inhalar la anestesia, y como en un segundo pasé del aturdimiento a la somnolencia, y luego a la inconsciencia.
Cuando recobré el conocimiento, me estaban pasando de una camilla a una de las camas del hospital. Me asusté cuando sentí un dolor fuerte en la incisión, así como en la nariz y la boca como consecuencia de la intubación. La presencia de mi esposa y de una amiga me confortó. Me aliviaban la intensa sed humedeciéndome los labios. ¡Estaba contento de estar vivo!
Aunque me aseguraron que la operación había sido todo un éxito, el valor hemoglobínico seguía bajando. ¿Qué me pasaba? El examen de heces fecales demostró que aún perdía sangre. Los cirujanos estaban seguros de que no era de la zona recién operada. Entonces, ¿de dónde?
Los doctores pensaban que tenía que haber ingerido una sustancia tóxica que me había ocasionado una perforación, tal vez en el colon, y dijeron que estaba demasiado débil para otra operación.
Me presionan para que acepte sangre
Como el nivel de hemoglobina seguía bajando, la presión para que aceptara sangre se intensificó. La enfermera que me atendía dijo que si ella hubiera sido el doctor, me habría puesto sangre sin preguntar. Hacia las tres de la madrugada vino uno de los médicos y me dijo: “Si usted quiere vivir, tiene que aceptar sangre”.
Le expliqué que era testigo de Jehová y que tanto por razones religiosas como médicas, no me pondría sangre. (Levítico 17:10-14; Hechos 15:28, 29.) Estaba visiblemente enfadado, pero atribuí su actitud a que no entendía ni respetaba mi firme postura.
Debido a la constante presión y a otras circunstancias propias del hospital, pedí que me diesen de alta. Poco después me trasladaron en ambulancia a la enfermería de la sucursal.
Un tratamiento que me salvó la vida
Le pedí al médico testigo de Jehová de la sucursal que me confirmara que me había administrado eritropoyetina, una hormona sintética que actúa sobre la médula ósea e incrementa la rápida producción de hematíes. Respondió que sí. Naturalmente, el cuerpo necesita ciertos elementos básicos para producir glóbulos rojos sanos, como ácido fólico, vitamina B y, sobre todo, hierro. También pedí dextrán-hierro (Imferon), de administración intravenosa, que es el medio más rápido de aportar hierro al caudal sanguíneo.a
No obstante, no había Imferon en Argentina. Era difícil conseguirlo hasta en Estados Unidos, pues la mayor parte se había enviado al Oriente Medio debido a la guerra del golfo Pérsico. Sin embargo, por fin se pudo localizar algo, e inmediatamente se le confió a un testigo de Jehová que iba a Argentina.
Para entonces, mi nivel de hemoglobina había bajado a 4. Como sabía que tomar una cantidad excesiva de muestras de sangre podía contribuir a la anemia, dije al analista que venía a tomarme las muestras a la sucursal que no le permitiría que me sacara más sangre. Pero él insistió: “Si queremos saber qué pasa, tenemos que seguir haciéndolo”.
“Usted sabe lo que pasa —repliqué—. Me estoy desangrando, y ¿sabe cuál es la sustancia más valiosa de mi cuerpo?”
“La sangre”, reconoció.
“Pues he decidido que por ahora no daré ni una gota más”, le respondí. No se sabe cuánto más bajó mi valor hemoglobínico.
Esa noche oré intensamente a Jehová, pidiéndole que me guiara y expresándole mi esperanza de ver un nuevo día. Mi deseo se realizó, pero presentía que se me iba la vida. La muerte parecía inminente. En circunstancias normales mi nivel de hemoglobina era de unos 17,2 gramos por decilitro, un nivel alto en la escala aceptable, por lo que había perdido más del 75% de mi volumen sanguíneo. Algo más tenía que hacerse.
Esa mañana solicité una entrevista con los médicos que me atendían para hablar sobre mi tratamiento. No se me estaba administrando vitamina K, un factor coagulante de importancia. Concordaron inmediatamente en ponérmela. Además, pregunté: “¿Pudiera ser que alguno de los medicamentos que me están poniendo sea la causa de la hemorragia o contribuya a ella?”.
“No”, contestaron.
“¿Están seguros?”, insistí.
Temprano a la mañana siguiente, uno de los cirujanos vino a decirme que tras una mayor investigación habían encontrado que un medicamento tal vez estuviera contribuyendo a la hemorragia. Dejaron de emplearlo inmediatamente. El que los médicos estuvieran dispuestos a escuchar al paciente y a analizar cuidadosamente el tratamiento me hizo respetarlos más.
Pedí que me trajeran información médica, y mi esposa y yo comenzamos a estudiarla. Había un artículo sobre un hemostato químico que frena la hemorragia. Ni siquiera habíamos acabado de leerlo cuando el doctor Marcelo Calderón Blanco, un compañero Testigo, vino a comunicarme su intención de ¡emplear un producto parecido! Me pusieron el preparado como si fuese un enema. Casi al mismo tiempo llegó el Imferon de Estados Unidos y me lo administraron por vía intravenosa.
Entonces todo era cuestión de esperar. En el transcurso del día empecé a sentirme más fuerte. Después de tres días permití que me sacaran una muestra de sangre. Sorprendentemente, el valor hemoglobínico había subido a 6. No obstante, cinco días antes había estado a 4 y ¡en regresión! Los doctores estaban un tanto escépticos. Ordenaron hacer otra prueba, que confirmó la anterior. ¡La eritropoyetina y el Imferon funcionaban!
El analista de la clínica que me había hecho las pruebas de sangre llamó para decirme que el doctor tenía que haberme puesto una transfusión sanguínea. “En ninguna persona puede subir así de rápido el nivel a menos que le pongan sangre”, afirmó. El doctor le aseguró que no se me había hecho una transfusión. “¿Y qué método se ha seguido para elevar el nivel tan rápidamente?”, preguntó. Se le informó del uso de la eritropoyetina y el Imferon.
El doctor Amílcar Fernández Llerena, uno de los médicos que me atendió y que no profesa nuestra fe, vino a verme el día en que se recibió el resultado de la muestra de sangre. Después de examinarme, dijo sorprendido: “Le doy un nuevo nombre: Lázaro”. (Compárese con Juan 11:38-44.) Tuve que hacer acopio de fuerzas para no llorar.
El doctor Fernández Llerena comentó: “Tiene que agradecerle a su Dios Jehová el que esté vivo”. Le pregunté qué quería decir, y me contestó: “Si usted hubiera sido fumador, drogadicto o bebedor, no habría superado la operación. Pero como su cuerpo está sano y fuerte por obedecer la ley de Dios, ha podido sobrevivir”.
La información que empleé en mi caso procedía en su mayor parte del cursillo que hemos conducido con los Comités de Enlace con los Hospitales en Norteamérica, Europa y Latinoamérica. El cursillo destaca el papel de tratamientos médicos que no requieren el empleo de sangre. Felizmente, esta información está al alcance de los médicos a través de los más de ochocientos Comités de Enlace con los Hospitales que ahora existen en todo el mundo.
Confío en que mi experiencia ayude a otros Testigos que buscan tratamiento médico sin sangre. El hospital en el que me operaron se puso en contacto más tarde con la sucursal argentina de los testigos de Jehová, a fin de decirles que ahora reconocían que teníamos un buen programa para conseguir que a un paciente se le trate con productos no sanguíneos, y que de entonces en adelante estarían muy satisfechos de colaborar con nosotros.
[Nota a pie de página]
a En la revista ¡Despertad! del 22 de noviembre de 1991, página 10, se publicó una lista detallada de alternativas a la sangre.
[Fotografía en la página 13]
Al abandonar el hospital, después de la operación