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  • La matanza en la cafetería Luby’s

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  • La matanza en la cafetería Luby’s
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¡Despertad! 1992
g92 22/11 págs. 22-24

La matanza en la cafetería Luby’s

EL MIÉRCOLES 16 de octubre de 1991 empezó como cualquier otro día para mi esposa, Paula, y para mí. Hoy, al recordar los hechos, lo vemos muy diferente a todos los demás que hemos vivido.

Aquella tarde nos hallábamos en la cafetería Luby’s, en Killeen (Texas), cuando un hombre enloquecido se lanzó con su camioneta contra el escaparate de cristal de la cafetería y comenzó a disparar indiscriminadamente. Después de matar a veintidós personas y herir a más de veinte, se mató de un disparo en la cabeza, habiendo protagonizado el tiroteo más espectacular y mortífero de la historia de Estados Unidos.

Paula y yo somos ministros de tiempo completo de los testigos de Jehová. Después de predicar esa mañana, habíamos ido a Luby’s a comer. Al comienzo del día, un grupo de unos cincuenta predicadores nos habíamos reunido en nuestro lugar de adoración, el Salón del Reino, para planear la actividad de la mañana. Algunos sugirieron comer juntos en Luby’s al mediodía, pero todos, excepto María, Paula y yo, cambiaron de idea.

Llegamos a la cafetería a las 12.25 de la tarde y nos pusimos en la fila del autoservicio. María decidió marcharse porque tenía que conducir un estudio bíblico a la 1.00 y la fila avanzaba muy despacio. Paula fue un momento al lavabo y, felizmente, regresó pronto, pues solo unos segundos después la camioneta embistió la cristalera por donde ella acababa de pasar.

Por el ruido del impacto, parecía como si toneladas de platos hubiesen caído al suelo. Trozos de cristal, mesas y sillas volaron en el aire. Se oyeron unas detonaciones. Yo creí que eran de la propia camioneta. Hubo quienes pensaron que el conductor no había podido controlar el vehículo y fueron a ayudarle, pero él les disparó. De repente alguien, a quien se le hacía difícil creer lo que estaba ocurriendo, gritó: “¡Nos está disparando!”. De hecho, había comenzado a disparar antes de salir de la camioneta.

El mostrador del autoservicio tenía forma de “u”. Nosotros estábamos justo en la curva de la “u”. La camioneta se había detenido en un extremo del mostrador, donde se ubicaba el cajero. Paula me agarró de la mano y dijo: “Salgamos de aquí”. Pero yo tiré de ella hacia el suelo. El hombre se movía a lo largo del mostrador, disparando a su paso, a la vez que gritaba, intercalando obscenidades: “¿Merecía la pena lo que me has hecho, condado de Bell? ¿Merecía esto la pena, ciudad de Belton?”.

Se acercó a pocos pasos de nosotros, sin dejar de disparar mientras caminaba. En ningún momento pudimos verle el rostro, pero estaba tan cerca que sentíamos la vibración del suelo al impacto de las balas. Tanto Paula como yo orábamos en silencio a Jehová. Permanecimos inmóviles. Él disparaba a todo el que se movía. Yo había sujetado a mi esposa por los tobillos, pero no sabía si estaba viva o muerta.

Entonces él comenzó a caminar de espaldas disparando, y recorrió el otro lado del mostrador de autoservicio, deteniéndose cerca de mis pies. Desde allí disparó a una mujer que se hallaba a mis espaldas. “Esta es para ti”, le dijo al alcanzarla de un balazo. Un momento antes de él disparar, la mujer había dicho: “¡Se acerca hacia nosotros!”. Es posible que ella levantara la cabeza al decirlo.

El disparo fue tan sonoro, que creí que me había alcanzado. Luego oí al hombre cuando dio la vuelta y se dirigió hacia el comedor, a unos 15 ó 20 metros. Yo sabía que en esa parte de la cafetería había una pared que nos ocultaba parcialmente de su vista, de modo que me levanté para ver si Paula estaba bien. Ella hizo lo mismo, y dijo: “¡Vámonos!”.

Salimos de prisa por la puerta de entrada, y otras ocho o diez personas hicieron lo mismo. Delante de nosotros iba una señora mayor que no podía moverse con rapidez, de modo que, a pesar de nuestra angustia, nos esforzamos por ser pacientes. Atravesamos corriendo un solar del tamaño de un campo de fútbol y nos ocultamos en un edificio de apartamentos cercano. Desde allí llamamos a una amiga y le pedimos que viniera a recogernos al otro extremo de la calle.

Al salir del edificio, vimos que en sentido opuesto venía la policía. Ya habían llegado helicópteros para llevarse a los heridos, pero nosotros aún estábamos nerviosos, pues no sabíamos dónde se hallaba el asesino. Nuestra amiga llegó llorando: había oído la noticia por la radio.

Afrontamos las consecuencias

Ya en casa, empezaron a llegar nuestros amigos a vernos. ¡Cuánto consuelo nos proporcionó su presencia! A la mañana siguiente, según nuestra costumbre, salimos a predicar. De camino compré el periódico y, al leerlo, reviví el episodio con toda su crudeza. Comprendimos que aún no estábamos emocionalmente preparados para hablar con la gente, así que regresamos a casa.

Por varias semanas no pudimos evitar ponernos nerviosos cada vez que entrábamos en un lugar público. Un día en una hamburguesería alguien hizo estallar un globo. ¡Se nos pusieron los nervios de punta! Los expertos en traumas psíquicos dicen que la mejor terapia en estos casos es hablar abiertamente de lo ocurrido. Durante los días que siguieron, las frecuentes visitas de nuestros amigos dieron lugar a que habláramos sobre la tragedia. ¡Cuánto lo agradecimos!

Una de nuestras amigas dijo a Paula: “La predicación te ayudará a recuperarte”. Tenía razón. Aunque durante la primera semana estuvo indecisa en cuanto a participar en el ministerio público, pronto reanudó la predicación por las casas y empezó a conducir estudios bíblicos.

No cabe duda, la Biblia está en lo cierto cuando advierte que el que se aísla se crea problemas. (Proverbios 18:⁠1.) Supimos de personas, entre ellas algunas que ni siquiera habían estado aquel día en la cafetería, que se recluyeron en sus casas. En consecuencia, meses después de la matanza aún tenían miedo de estar en lugares públicos.

Lo que más nos ha ayudado a afrontar esta experiencia es el conocimiento de las profecías bíblicas. La Palabra de Dios identifica estos tiempos como “los últimos días [en los que] se presentarán tiempos críticos, difíciles de manejar”. (2 Timoteo 3:⁠1.) Por lo tanto, la triste verdad es que hay que esperar que tragedias como esta se presenten. Un destacado especialista, el Dr. James A. Fox, indicó que ocho de los diez asesinatos colectivos más grandes de la historia de Estados Unidos han ocurrido desde 1980.

El profesor de sociología Jack Levin, coautor del libro Mass Murder (Asesinato colectivo), comentó que estos asesinatos reflejan la quiebra de la sociedad moderna y de su economía. Dijo: “Una cantidad cada vez mayor de hombres de mediana edad cree que la vida los ha tratado injustamente. Pierden su empleo o se divorcian. Las instituciones de apoyo que antes existían se desintegran, como ocurre con la familia y la religión”. Al parecer, esto fue lo que ocurrió con George J. Hennard, el asesino de treinta y cinco años que irrumpió en la cafetería. Provenía de una familia rota, y se le había retirado su licencia de marino mercante por sospechas de drogadicción.

Sí, la gente hoy necesita aprender acerca del prometido nuevo mundo justo de Dios del cual se habla en la Biblia. (2 Pedro 3:13; Revelación 21:3, 4.) La convicción de que las desgracias que hoy nos afligen pronto serán un vago recuerdo nos ha ayudado a Paula y a mí a afrontar esta prueba. Tal y como se promete en su Palabra que haría, Dios nos ha consolado. (2 Corintios 1:3, 4.)—Relatado por Sully Powers.

[Fotografía en la página 23]

La policía inspecciona el interior de la cafetería Luby’s, en la que irrumpió un hombre armado en su camioneta a través del ventanal de la fachada

[Reconocimiento]

Por gentileza del Killeen Daily Herald

[Fotografías en la página 24]

Mujeres no identificadas, a las afueras de la cafetería en la que un hombre armado dejó 23 muertos, incluido él mismo

[Reconocimiento]

Por gentileza del Killeen Daily Herald

Con mi esposa, Paula

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