La tierra que nunca se derrite
EL LEJANO norte siempre me ha fascinado. Ya de niño, en Gold Beach (Oregón, E.U.A.), estudiaba detenidamente los mapas de Canadá y soñaba con explorar algún día lugares con nombres exóticos como los lagos Great Slave y Great Bear. Por lo tanto, un día de 1987, mi amigo Wayne y yo comenzamos a hacer planes para visitar el Parque Nacional Auyuittuq, el primer parque nacional de Canadá al norte del círculo polar ártico.
Auyuittuq significa en el lenguaje inuit “La tierra que nunca se derrite”, y el parque se fundó con la intención de conservar un desierto ártico de picos montañosos escarpados, valles profundos, fiordos espectaculares y fauna marina costera. Dentro del parque está el Penny Ice Cap, un amplio manto de nieve y hielo de 5.700 kilómetros cuadrados rodeado de glaciares en los que se desagua. No extraña que Auyuittuq reciba cariñosamente el nombre de la “Suiza del Ártico”.
La isla Baffin, de unos 1.600 kilómetros de longitud, es la quinta isla más grande del mundo. Sin embargo, ninguno de nuestros amigos había oído hablar de ella. De hecho, nos preguntaban con insistencia: “¿Cuándo se van a Alaska?”. (La isla Baffin se encuentra situada a unos 3.200 kilómetros al este de Alaska pero casi en la misma latitud.) Aunque los testigos de Jehová de Canadá han encabezado la evangelización en la isla Baffin, no vive ningún Testigo en la zona. La congregación más cercana está a 1.000 kilómetros de distancia, en Labrador City (Terranova).
Como en Auyuittuq hay tres meses de verano y nueve de invierno, decidimos ir en agosto de 1988. Para ese mes ya se ha roto la capa de hielo del océano y se han marchado casi todas las moscas negras, cuya picadura es dolorosa. Además, así llegaríamos antes de que cayeran las primeras nevadas de septiembre.
Nuestro viaje a la isla Baffin
Por fin llegó el momento. Viajamos en automóvil desde nuestro hogar en Carolina del Norte a Montreal (Quebec), donde nos embarcamos en un Boeing 737. Cuando llevábamos una hora de viaje, se disiparon las nubes y tuvimos una vista clara del Escudo canadiense, una zona rocosa de aspecto estéril con cientos de lagos de todos los tamaños y formas, completamente despoblada de árboles. Tras una breve parada en Kuujjuaq (anteriormente Fort-Chimo), comenzamos a ver nieve justo a nivel del mar. A continuación, sobrevolamos la bahía Ungava que, para nuestra sorpresa, estaba repleta de icebergs hasta donde alcanzaba la vista.
Después de casi tres horas de vuelo, aterrizamos en la ciudad de Iqaluit, cuyo nombre significa “Lugar del pescado”. Iqaluit, que antes se llamaba Frobisher Bay, constituye el centro neurálgico de la isla Baffin y su ciudad más grande, con una población de casi tres mil habitantes.
Tuvimos que esperar un par de horas entre vuelos y decidimos explorar la ciudad. Lo primero que nos llamó la atención fue la abundancia de algodoncillo silvestre, cuyas flores esponjosas y blancas los inuits (llamados anteriormente esquimales) recogen y secan para utilizarlas como bolas de algodón. Nos dirigimos hacia el puerto y al llegar a la orilla del mar, observamos que la marea estaba bajando rápidamente. En los primeros dos minutos, quedaron a la vista y totalmente secos seis metros de playa.
Poco después, tomamos un pequeño avión de hélice con rumbo a Pangnirtung, justo por debajo del círculo polar ártico. El vuelo de una hora nos ofreció un anticipo de los encantos que estábamos por ver. A través de las nubes desiguales y oscuras se sucedían vistas de una región agreste, con grandes extensiones de nieve, rocas y agua. Todo parecía frío y lóbrego, y la llegada final a “Pang” no hizo más que completar el cuadro. Después de atravesar el manto de nubes oscuras, el avión descendió en círculo sobre un fiordo profundo rodeado de colinas montañosas cubiertas de nieve antes de aterrizar sobre una pista de grava.
Ideas erróneas
Llovía en “Pang”, por lo que nos refugiamos bajo el ala del avión, esperando a que sacaran las mochilas con todas nuestras provisiones, equipo y una maleta llena de publicaciones bíblicas. Cuando se vació la bodega del avión, no había rastro de nuestras cosas. En el pequeño edificio de la terminal nos dijeron que era probable que nuestro equipaje llegara en el siguiente avión al cabo de unas dos horas. Por lo menos teníamos la tienda de campaña con nosotros, así que nos pusimos a caminar hasta encontrar el campamento en el que íbamos a armarla. Nos resguardamos de la lluvia en un pequeño supermercado que había cerca del campamento y hablamos sobre la ciudad y sus habitantes con la muchacha que lo atendía.
Ella me ayudó a corregir algunas de mis impresiones erróneas. En primer lugar, como la ciudad tenía una población de 1.000 habitantes, calculamos que debía de haber más de trescientos hogares. En realidad, hay solo unos ciento ochenta. La mayoría de los suministros llegan por aire, ¿verdad? No, los reciben por barco una vez al año. Son cuatro los barcos que llegan a la ciudad: uno con abastecimientos para la Hudson Bay Company, el almacén general del norte; otro con materiales de construcción; uno más con petróleo y gasolina, y el último con mercancía para todas las demás tiendas, lo que incluye comida enlatada para todo el año. Los artículos perecederos llegan por vía aérea, obviamente.
La noche nunca llegó
Cuando al fin apareció nuestro equipaje, levantamos la tienda y preparamos la cena, todo bajo la lluvia. Un guía de excursionismo de acampada nos dijo que en tres meses solo había visto nueve días de sol. La temperatura fue más alta de lo que esperábamos: unos 10 °C tanto de día como de noche.
Sin embargo, la noche nunca llegó. Durante toda nuestra estancia solo tuvimos luz diurna. Descubrimos que podíamos tomar fotografías con luz natural a la una de la mañana. Pero ¿cómo dormir si siempre había luz? Puesto que hacía suficiente frío como para llevar gorro de lana, incluso para dormir con él, al apagar las luces simplemente nos poníamos el gorro sobre los ojos.
Una noche, a las tres de la mañana, me despertó una luz brillante procedente del norte. Estaba sorprendido. En el hemisferio Norte, el Sol sale por el este, hacia el mediodía está al sur, y se pone por el oeste, pero nunca está en el norte. Entonces me di cuenta de que nos hallábamos en la región más septentrional del mundo, y de que ahí en el verano el Sol brilla desde el norte a medianoche. Tardamos tiempo en acostumbrarnos a ello.
¿Nos darían la bienvenida los inuits?
Casi todas las casas de Pangnirtung están sujetas al suelo con cables fuertes para que resistan los fuertes vientos. La mayoría de las familias tienen trineos motorizados para desplazarse durante el invierno y pequeños vehículos todoterreno de tres o cuatro ruedas para el verano. También hay algunos automóviles, aunque la ciudad solo tiene tres kilómetros de carreteras. Como está situada en una pequeña planicie cerca del fiordo rodeada de riscos montañosos elevados, no hay ningún otro lugar al que se pueda ir en automóvil.
Una buena parte de los alimentos que consumen las familias provienen de la caza del caribú y la foca ocelada, así como de la pesca de la umbra ártica. En Iqaluit probamos las hamburguesas hechas de carne de caribú y de buey almizclado, e incluso un poco de muktuk, o piel de ballena con grasa adherida. A diferencia de la grasa de vaca, la de ballena no tiene sabor graso, aún si está fría; además, nos dijeron que contiene proteínas.
En toda la ciudad encontramos muy pocas personas que hubieran oído hablar de los testigos de Jehová, y ninguna era natural de la zona. Habían venido de otros lugares. Por lo tanto, la pregunta que nos hacíamos era: ¿cómo respondería aquella gente norteña al mensaje del Reino? No tardamos mucho en averiguarlo. Casi todas las personas que conocimos aceptaron publicaciones bíblicas. De hecho, solo en un promedio de tres hogares de los aproximadamente cuarenta y cinco que visitaba a diario, me decían: “No me interesa”.
Cuando comenzamos a llamar a las puertas el primer día, un joven llegó corriendo hasta la casa que estábamos visitando y nos dijo: “No llamen. Solo tienen que entrar. Eso es lo que hacemos todos aquí”. Así que seguimos su consejo. Abríamos tímidamente la puerta de la casa, llegábamos a una segunda puerta, que por lo general estaba abierta, y llamábamos a quien hubiera en el interior. Al principio las personas, en su mayoría inuits, sospechaban de nosotros. Pero sonreíamos de forma amistosa, nos identificábamos de inmediato y les enseñábamos las bellas ilustraciones de Mi libro de historias bíblicas, calmando enseguida sus temores y despertando su interés. Les atraía la lámina del niño jugando con el león y la idea de que llegaría un día en que incluso los osos polares serían mansos y pacíficos y el alimento no sería tan caro.
Después de visitar todos los hogares del pueblo, pasamos seis días acampados en el Parque Nacional Auyuittuq, un paraíso de nieve, hielo, glaciares, picos rocosos y cascadas.
Cuando nuestro aeroplano despegó de Pangnirtung y sobrevoló el fiordo girando hacia el sur, agradecimos a Jehová la oportunidad que habíamos tenido de visitar ese territorio aislado. Todavía nos acordamos de los amistosos inuits que fueron tan receptivos a la verdad bíblica en la tierra que nunca se derrite.—Contribuido.
[Fotografías en las páginas 16, 17]
Algodoncillo silvestre. El pico Thor (al fondo), en la isla Baffin, se eleva 1.500 metros sobre el nivel del valle
Extrema derecha: Para cruzar un río congelado hay que afianzar bien los pies
Inferior derecha: Barcas atracadas con marea baja en Pangnirtung
Derecha: Niña inuit abraza su valioso libro de “Historias bíblicas”