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¡Despertad! 1994
g94 8/9 págs. 16-20

Adiestrado para matar, ahora soy portador de vida

“Un grupo terrorista retiene a varios rehenes en una casa del norte de Israel.”

ESCUCHÉ la noticia por radio mientras acampaba a orillas del mar de Galilea durante un permiso de fin de semana del ejército israelí. Sabía muy bien lo que esas palabras significaban: por ser oficial de una unidad especializada en misiones antiterroristas, tendría que estar en el comando encargado de asaltar la casa, matar a los terroristas y poner en libertad a los rehenes. Sin vacilar, subí de un salto a mi automóvil y me dirigí al lugar de los hechos tan rápido como pude.

Dado que los oficiales del ejército israelí van siempre a la vanguardia, sabía que sería de los primeros en habérselas con los terroristas, pero no me arredraba ante la idea de morir o ser herido. Llegué justo cuando mis compañeros habían terminado la operación, que resultó en la muerte de los cinco terroristas y la liberación de los rehenes. Lamenté no haber participado en aquella acción.

¿Por qué me sentí así? Porque era ultranacionalista y deseaba probar el amor que le tenía a mi patria. Ahora bien, ¿cómo es que ingresé en esta unidad antiterrorista?

Nací en Tiberíades (Israel) en 1958, en el seno de una familia sumamente nacionalista. Creía que mi país siempre tenía razón. Por eso, al incorporarme a la milicia, en 1977, me alisté como voluntario para servir en la unidad combatiente más profesional del ejército israelí. Solo un número muy reducido de aspirantes es admitido en este difícil curso de adiestramiento, y de entre los pocos graduados, solamente dos son escogidos para alcanzar el grado de oficiales. Yo fui uno de ellos.

A decir verdad, mi triunfo reflejaba la devoción que sentía por mi país. Tenía razón sobrada para estar orgulloso de mí mismo. Después de todo, era oficial de una unidad de combate especial y hacía cosas que el hombre de la calle raras veces ve, ni siquiera en el cine. Sin embargo, el éxito, la fama y el sigilo iban acompañados de un vacío espiritual que creció hasta hacerme comprender que debía haber algo más en la vida. Así que, al cabo de más de cuatro años dificultosos, abandoné el ejército y me fui a correr mundo.

Por qué me marché de Israel

Mis viajes por el mundo terminaron en Tailandia al conocer a mi futura esposa, Kunlaya, que por entonces estudiaba Arte en la Universidad de Bangkok. Aunque ninguno de los dos había pensado en casarse, el amor fue más fuerte de lo que nos imaginábamos. Kunlaya abandonó su carrera, yo dejé de viajar y decidimos compartir nuestras vidas juntos. ¿Dónde? En Israel, por supuesto. “Debo ayudar a proteger a mi pueblo”, le dije.

Puesto que en Israel los judíos solo se pueden casar con judíos, sabía que Kunlaya tendría que renunciar al budismo y acogerse al judaísmo, a lo que accedió de buena gana. En cambio, los religiosos judíos encargados de autorizar la conversión no quisieron aceptarla. Todos a cuantos acudimos por ayuda nos dieron la misma respuesta negativa: “Un hombre como usted debería buscarse una buena muchacha judía en vez de casarse con esta gentil”. Kunlaya no solo era gentil, sino también de otra raza.

Después de intentarlo por seis meses, recibimos finalmente la invitación de un tribunal religioso para acudir a una entrevista con tres rabinos que decidirían sobre la conversión de Kunlaya. Fui amonestado por querer casarme con una gentil y me dijeron que la enviara de vuelta a su hogar. Uno de ellos hasta sugirió que la hiciera mi esclava. Nuestra solicitud fue denegada.

Tal fue mi indignación que, dejándolos con la palabra en la boca, tomé a Kunlaya de la mano y abandoné la sala, diciéndoles que ella nunca sería judía aun si se lo permitieran y que yo ya no deseaba ser uno de ellos. ‘De cualquier modo, una religión que trata así a la gente no vale la pena’, pensé para mis adentros. Mi decisión llevó a que se redoblaran los esfuerzos por apartarnos el uno del otro. Incluso mis queridos padres se involucraron en el asunto movidos por su gran religiosidad y la presión a la que se nos sometió para que Kunlaya y yo nos separáramos.

En el ínterin había comenzado la guerra en el Líbano entre las fuerzas israelíes y las guerrillas palestinas. Como era de esperar, me llamaron a filas, y mientras me jugaba el cuello por mi país en el corazón del territorio enemigo, a Kunlaya le quitaron el pasaporte y le ordenaron salir de Israel. Se trataba de un nuevo intento de separarnos. Mi amor patrio murió en el mismo instante en que supe lo que había ocurrido. Por vez primera empecé a entender el verdadero significado del nacionalismo. Había estado dispuesto a sacrificar tanto en interés de mi país, y ahora ni siquiera me permitían casarme con la mujer a la que amaba. Estaba muy dolido y me sentía traicionado. Por lo que a mí tocaba, deshacerse de Kunlaya equivalía a deshacerse de mí. En efecto, luchar por obtener su residencia era luchar por conseguir mi propio derecho a vivir en Israel, algo que no estaba dispuesto a hacer.

No tuvimos más remedio que volar al extranjero para casarnos, después de lo cual regresamos a fin de ultimar los detalles de nuestra partida. Emigramos en noviembre de 1983, no sin antes hacer las paces con mis padres. Siempre había considerado la hipocresía religiosa como la mayor causa de nuestros problemas, pero lo cierto es que nunca antes había estado tan apartado de la religión.

Descubro la verdad del Mesías

Kunlaya y yo nos llevamos una gran sorpresa al enterarnos de que no podíamos residir en su país en virtud de una ley de inmigración vigente. Nos vimos precisados a buscar un tercer país donde vivir. Tuvimos nuestro primer hijo en Australia, y aun así no pudimos quedarnos allí. Seguimos saltando de un sitio a otro. Habían transcurrido casi dos años, y poco a poco fuimos perdiendo las esperanzas de encontrar un lugar donde establecernos. En octubre de 1985 llegamos a Nueva Zelanda. ‘Una parada más’, pensamos, mientras pedíamos que algún automovilista nos llevara en dirección norte con nuestro bebé de once meses. ¡Qué equivocados estábamos!

Cierta noche, un matrimonio muy amable nos invitó a comer a su casa. Habiendo oído nuestra historia, la esposa se ofreció a ayudarnos con nuestra solicitud para obtener la residencia. Al día siguiente, antes de despedirnos, me regaló un librito titulado El Nuevo Testamento (Escrituras Griegas). “Léalo —me dijo—. Lo escribieron los judíos.” Lo guardé en la maleta y le prometí que le echaría una ojeada. No tenía la menor idea de lo que trataba, pues los judíos por lo general no leen literatura cristiana. Posteriormente compramos un auto viejo, que convertimos en nuestro hogar, y nos dirigimos hacia el sur.

En uno de los altos que hicimos recordé la promesa que había hecho. Saqué el libro y empecé a leerlo. Ahí estaba yo aprendiendo del hombre a quien la fe judía me había enseñado a tener aversión, incluso a detestar. Me sorprendió leer que Jesús había pasado la mayor parte de su vida donde yo había pasado casi toda la mía: en las inmediaciones del mar de Galilea; pero más me sorprendieron las cosas que decía. Nunca antes había oído a nadie hablar como él.

Traté de hallarle algún defecto, pero no pude. Por el contrario, me fascinaron sus enseñanzas, y cuanto más leía, tanto más me extrañaba que los judíos me hubieran mentido acerca de él. Empecé a ver que, aun no habiendo sido una persona religiosa, la religión y el nacionalismo me habían lavado el cerebro. Me preguntaba por qué lo odiaban tanto los judíos.

Mi pregunta quedó contestada en parte cuando llegué al capítulo 23 de Mateo. Salté de la silla al leer que Jesús había puesto al descubierto valerosamente la hipocresía y la conducta aviesa de los jefes religiosos judíos de su tiempo. ‘Nada ha cambiado —pensé—. Esas mismas palabras de Jesús son aplicables del todo a los jefes religiosos judíos de ahora. Lo he visto y lo he experimentado en carne propia.’ No podía menos que sentir profundo respeto por este hombre que decía la verdad con tanta intrepidez. Si bien no andaba buscando otra religión, tampoco podía pasar por alto la fuerza de la doctrina de Jesús.

Oigo el nombre Jehová

Para cuando llegamos a Milford Sound, en los fiordos de la Isla del Sur de Nueva Zelanda, había leído aproximadamente la mitad de las Escrituras Griegas. Nos estacionamos junto a otro auto, cerca del cual estaba sentada una mujer de origen asiático con quien mi esposa trabó conversación. Cuando llegó su esposo, que era británico, y le referimos brevemente nuestra historia, este nos dijo que en el futuro cercano Dios iba a destruir a los gobiernos actuales y hacer que su gobierno rigiera sobre un mundo justo. A pesar de lo bonitas que me parecieron sus palabras, pensé: ‘Este hombre está soñando’.

El hombre siguió hablando de la hipocresía religiosa y las doctrinas falsas de las iglesias de la cristiandad. Entonces su esposa dijo: “Somos testigos de Jehová”. De inmediato pensé: ‘¿Qué hacen estos gentiles con el Dios de los judíos? ¡Y con ese nombre Jehová!’. Conocía el nombre, pero era la primera vez que lo oía, pues a los judíos les está vedado pronunciarlo. Antes de partir, la pareja nos dio su dirección y algunas publicaciones bíblicas. Poco nos imaginábamos que aquel encuentro transformaría nuestras vidas.

Encuentro la verdad

Dos semanas después fuimos a Christchurch, donde nos permitieron quedarnos a ayudar en una granja de ovejas que pertenecía a varios miembros de la Iglesia pentecostal. Allí terminé de leer las Escrituras Griegas, y volví a empezar su lectura. Me fijé en lo obvia que era la existencia de Dios para Jesús. Por primera vez en la vida me pregunté si realmente existía Dios, y empecé a buscar la respuesta. Conseguí una Biblia completa en mi propio idioma, el hebreo, y la leí para seguir aprendiendo de Jehová, aquel que se autodenomina el Dios Altísimo.

Mi esposa y yo nos dimos cuenta enseguida de que las doctrinas que nos habían enseñado los dueños de la granja eran incompatibles con lo que decía nuestra Biblia, como también lo era su comportamiento. De hecho, llegó un momento en que estábamos tan molestos por la manera como nos trataban, que le escribí una carta a la señora que nos había regalado las Escrituras Griegas y se lo conté todo. “Hasta el momento, me parece a mí, Dios nos ha mostrado cuál es el ‘cristianismo’ falso, y si en realidad él existe, ahora nos mostrará cuál es el verdadero.” Le escribí sin saber cuánta razón tenía. Entonces recordé a los dos Testigos que nos habían hablado de la hipocresía de las iglesias, y decidimos encontrarnos con ellos otra vez.

A los pocos días, aquella pareja hizo que otros dos testigos de Jehová que vivían cerca de nosotros nos visitaran. Fuimos invitados a cenar a su casa, donde hablamos de la Biblia, y nos encantó lo que escuchamos. Al día siguiente volvieron a invitarnos, y conversamos por largo tiempo. Lo que nos mostraron en la Biblia tenía tanto sentido que mi esposa y yo tuvimos la impresión de que habíamos descubierto algo maravilloso, que habíamos hallado la verdad.

Apenas conciliamos el sueño aquella noche. Sabíamos que a partir de entonces nuestra vida ya no sería la misma. Comencé a leer el libro Usted puede vivir para siempre en el paraíso en la Tierra, editado por los Testigos, y conforme avanzaba en mi lectura, sentía que me estaban quitando una venda de los ojos. Ya entendía el propósito de la vida, la razón por la que se colocó al hombre en la Tierra, el porqué de la muerte, a qué se debe que Dios permita tanto sufrimiento y cómo los sucesos mundiales cumplen las profecías bíblicas. Pedí prestados cuantos libros de los Testigos pude, y pasé horas enteras leyéndolos. Me di cuenta fácilmente de la falsedad del dogma de la Trinidad, el infierno y la inmortalidad del alma. Me cautivaban la lógica y la fuerza del razonamiento bíblico que empleaban las publicaciones.

Comparo Biblias y creyentes

Los dueños de la granja procuraron disuadirnos de estudiar con los testigos de Jehová. “Tienen una Biblia diferente, una traducción falsa”, nos dijeron. “Pues tendré que comprobarlo”, respondí. Les pedí prestadas varias traducciones de la Biblia y obtuve un ejemplar de la Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras, todas las cuales cotejé con una Biblia hebrea. Me emocionó descubrir que la Traducción del Nuevo Mundo era la más exacta y fidedigna, lo que acrecentó mi confianza en las publicaciones de la Sociedad Watch Tower Bible and Tract.

La primera vez que acudimos a una reunión en el Salón del Reino, no entendimos todo lo que se dijo, pero no nos costó trabajo comprender el sobresaliente amor que nos mostró la congregación. Nos impresionó que se mencionara el nombre Jehová con tanta asiduidad. “Jehová, Jehová”, me repetí a mí mismo una y otra vez de camino a casa. “No es solo ‘Dios’, es ‘Jehová Dios’”, le dije a mi esposa.

Acabamos mudándonos a Christchurch con el propósito de relacionarnos más con los testigos de Jehová y asistir a todas las reuniones. El libro La vida... ¿cómo se presentó aquí? ¿Por evolución, o por creación? disipó cualquier duda mía acerca de la existencia de Dios y de que él fuera el Creador.

Encontramos hermanos palestinos

Tras comunicarnos con la sucursal de los testigos de Jehová de Israel, recibimos algunas cartas de los hermanos de aquel lugar. Una de ellas, procedente de un palestino que vivía en Cisjordania, decía en el saludo: “Mi hermano Rami”. Aquello me pareció increíble. Los palestinos eran mis enemigos, y allí había uno de ellos llamándome “mi hermano”. Comencé a apreciar el amor y la unidad singulares que existen entre los testigos de Jehová de todo el mundo. Leí que durante la II Guerra Mundial los testigos de Jehová de Alemania fueron recluidos en campos de concentración, martirizados y ejecutados por negarse a pelear contra sus hermanos espirituales de otras naciones. Esto era verdaderamente lo que esperaba de los auténticos seguidores de Jesús. (Juan 13:34, 35; 1 Juan 3:16.)

Continuamos progresando en nuestro estudio, y, mientras tanto, la oficina de inmigración de Nueva Zelanda nos concedió muy amablemente la residencia, lo que acrecentó nuestra felicidad. Ya podíamos echar raíces y adorar a Jehová en uno de los países más hermosos de la Tierra.

Mis padres reconocen la verdad

Como es lógico, tan pronto como aprendimos las magníficas verdades de la Biblia, empecé a relatárselas a mis padres por carta. Ellos ya habían expresado el deseo de venir a visitarnos. “He encontrado algo que vale más que todo el dinero del mundo”, les dije, aumentando así su expectación. En cuanto llegaron a Nueva Zelanda, a finales de 1987, les hablamos de la verdad bíblica. Mi padre creyó que me había vuelto loco por creer en Jesús, y trató con insistencia de probar que yo estaba equivocado. Teníamos discusiones casi a diario. Pero con el tiempo estas se tornaron en conversaciones, y las conversaciones, en un estudio bíblico. El amor sincero que les mostraron los testigos los ayudó a percibir la belleza y la lógica de la verdad.

¡Qué feliz estaba de ver a mis padres librarse de las cadenas de la religión falsa y, más tarde, del nacionalismo! Luego de una estancia de cuatro meses, regresaron a su pueblo natal, en las riberas del mar de Galilea, llevando consigo la verdad. Allí prosiguieron el estudio con dos Testigos de la congregación más cercana, que quedaba a unos 65 kilómetros de distancia. En breve empezaron a hablar a otras personas de Jehová y su Palabra, y pocos días antes de que estallara la guerra del Golfo Pérsico, simbolizaron su dedicación a Jehová.

Entretanto, mi esposa y yo llegamos a formar parte de la familia mundial de los testigos de Jehová simbolizando públicamente nuestra dedicación a Jehová Dios en junio de 1988. Estaba convencido de que en mi caso solo había una manera de servir a Jehová: siendo ministro de tiempo completo. Así que me valí de la primera oportunidad que tuve para comenzar dicho servicio. Nunca olvidaré lo mucho que estuve dispuesto a sacrificar por mi país, incluso mi propia vida. ¡Cuánto más debería estar dispuesto a hacer por Jehová Dios, que, estoy seguro, nunca me defraudará! (Hebreos 6:10.)

Damos las gracias a Jehová por la extraordinaria esperanza que nos ha dado de ver pronto el planeta Tierra transformado en un bello hogar para los verdaderos amantes de la justicia, un hogar libre del nacionalismo y la religión falsa, y, por ende, libre de la guerra, el sufrimiento y la injusticia. (Salmo 46:8, 9.)—Relatado por Rami Oved.

[Fotografía en la página 18]

Rami Oved con su familia en la actualidad

[Mapa/Fotografía en la página 17]

(Para ver el texto en su formato original, consulte la publicación)

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