Nosotros no apoyamos la guerra de Hitler
RELATADO POR FRANZ WOHLFAHRT
MI PADRE, Gregor Wohlfahrt, sirvió en el ejército austriaco durante la I Guerra Mundial (1914-1918) y luchó contra Italia. En total, murieron centenares de miles de austriacos e italianos. Los horrores de aquel conflicto cambiaron por completo su opinión de la religión y la guerra.
Al ver a sacerdotes austriacos bendecir a las tropas y enterarse de que en el bando opuesto los sacerdotes italianos hacían lo mismo, mi padre preguntaba: “¿Por qué se insta a los soldados católicos a matar a otros católicos? ¿Deben los cristianos luchar entre sí?”. Los sacerdotes no tenían respuestas satisfactorias.
Respuestas a las preguntas de mi padre
Una vez acabada la guerra, mi padre se casó y se estableció en las montañas de Austria, cerca de la frontera con Italia y Yugoslavia. Allí nací yo en 1920, el primogénito de seis hijos. Cuando tenía 6 años, nos mudamos unos kilómetros más hacia el este, a St. Martin, junto a la turística ciudad de Pörtschach.
En aquella población, unos ministros de los testigos de Jehová (llamados entonces Estudiantes de la Biblia) visitaron a mis padres. En 1929 les dejaron el folleto Prosperidad Segura, el cual contestó muchas de las preguntas de mi padre. Mostraba con la Biblia que un gobernante invisible llamado Diablo y Satanás controlaba el mundo (Juan 12:31; 2 Corintios 4:4; Revelación 12:9), y su influencia en la religión, la política y el comercio era la causa de los horrores que él había visto durante la I Guerra Mundial. Por fin había encontrado las respuestas que tanto había buscado.
Ministerio celoso
Mi padre encargó varias publicaciones de la Sociedad Watch Tower Bible and Tract y empezó a distribuirlas entre sus parientes y luego de casa en casa. Pronto, Hans Stossier, un vecino de tan solo 20 años, se le unió en el ministerio de casa en casa. Poco después, cinco parientes nuestros también se hicieron Testigos: Franz (hermano de mi padre), su esposa, Anna, y, posteriormente, su hijo Anton; Maria (hermana de mi padre) y su marido, Hermann.
Esto provocó bastante revuelo en el pequeño pueblo de St. Martin. En la escuela, una estudiante le preguntó al maestro de Religión: “Padre Loigge, ¿quién es el nuevo dios Jehová que Wohlfahrt adora?”.
“No, no, niños —respondió el sacerdote—. No es un nuevo dios. Jehová es el Padre de Jesucristo. Si ellos están difundiendo el mensaje por amor a ese Dios, está muy bien que lo hagan.”
Recuerdo que muchas veces mi padre salía de casa a la una de la madrugada cargado con publicaciones bíblicas y un emparedado. Seis o siete horas después llegaba al punto más lejano de su territorio de predicación, cerca de la frontera italiana. Yo le acompañaba en los viajes más cortos.
A pesar de su ministerio público, mi padre no desatendía las necesidades espirituales de su propia familia. Cuando yo tenía unos 10 años, empezó a estudiar la Biblia todas las semanas con los seis hijos, utilizando el libro El Arpa de Dios. En otras ocasiones, la casa se llenaba de vecinos y familiares interesados en oír el mensaje. En poco tiempo se formó en el pueblo una congregación de 26 proclamadores del Reino.
Hitler asciende al poder
Hitler ascendió al poder en Alemania en el año 1933, y poco después empezó a endurecerse la persecución de los testigos de Jehová en ese país. En 1937 mi padre viajó a una asamblea en Praga (Checoslovaquia), en la que se advirtió a los asistentes de las pruebas que se avecinaban, de modo que a su regreso nos animó a todos a prepararnos para la persecución.
Mientras tanto, cuando cumplí 16 años, empecé a trabajar de aprendiz de pintor de brocha gorda. Vivía con un maestro pintor y asistía a una escuela de artes y oficios. Un sacerdote bastante mayor que había huido de Alemania para escapar del régimen nazi daba clases de religión en la escuela. Cuando los estudiantes le saludaron con un “Heil Hitler!”, mostró su desagrado y preguntó: “¿Qué pasa con nuestra fe?”.
Yo aproveché la oportunidad para preguntarle por qué los católicos usaban títulos como “Su Eminencia” y “Santo Padre”, ya que Jesús había dicho que todos sus seguidores eran hermanos. (Mateo 23:8-10.) El sacerdote reconoció que aquello no era correcto y que él mismo estaba en problemas por no querer inclinarse ante el obispo y besarle la mano. Entonces le pregunté: “¿Cómo se puede matar a compañeros de creencia católicos con la bendición de la Iglesia?”.
El sacerdote exclamó: “¡Esta es la más grande de las vergüenzas! No debería volver a suceder jamás. Somos cristianos, y la Iglesia no debería participar en la guerra”.
El 12 de marzo de 1938, Hitler entró sin resistencia en Austria y enseguida la anexionó a Alemania. Las iglesias se pusieron rápidamente de su parte. En menos de una semana, los seis obispos austriacos, incluido el cardenal Theodore Innitzer, firmaron una entusiasta “declaración solemne”, en la que decían que en las siguientes elecciones ‘era esencial y un deber cívico como alemanes que los obispos votaran por el Reich alemán’. (Véase la página 9.) Se organizó una gran recepción en Viena, y el cardenal Innitzer fue de los primeros en dar la bienvenida a Hitler con el saludo nazi. El cardenal ordenó a todas las iglesias de Austria que ondearan la bandera con la esvástica, tocaran las campanas y oraran por el dictador nazi.
En Austria, la situación política pareció cambiar de la noche a la mañana. Por todas partes aparecieron soldados de asalto con sus uniformes marrones y brazaletes con la esvástica. El sacerdote que antes había dicho que la Iglesia no debería participar en la guerra fue uno de los pocos clérigos que se negaron a decir “Heil Hitler!”. A la semana siguiente lo reemplazaron por otro sacerdote. Lo primero que hizo este al entrar en clase fue dar un taconazo, levantar el brazo en forma de saludo y decir: “Heil Hitler!”.
Presión para someter a la gente
Todos sufrimos la presión de los nazis. Cuando yo saludaba a la gente con un “Guten Tag” (buenos días) en lugar de “Heil Hitler”, se enfadaban. Me denunciaron a la Gestapo unas doce veces. En cierta ocasión, unos soldados de asalto le dijeron al pintor con el que vivía que me enviarían a un campo de concentración si no saludaba y me afiliaba a las Juventudes Hitlerianas. El pintor simpatizaba con los nazis y les pidió que fueran pacientes conmigo, pues estaba seguro de que con el tiempo cambiaría. Les explicó que no quería perderme porque era un buen trabajador.
Tras la toma del poder nazi, había grandes marchas hasta bien entrada la noche, y la gente gritaba consignas fanáticamente. Las emisoras de radio emitían todos los días discursos de Hitler, Goebbels y otros. La sumisión de la Iglesia Católica a Hitler era cada vez mayor, y los sacerdotes acostumbraban a orar por Hitler y bendecirlo.
Mi padre me recordó la necesidad de adoptar una postura firme y dedicar mi vida a Jehová y bautizarme. También me habló de Maria Stossier, la hermana menor de nuestro vecino Hans, que se había puesto de parte de la verdad bíblica. Maria y yo nos habíamos prometido en matrimonio, y mi padre me instó a que fuese una fuente de ánimo espiritual para ella. Su hermano Hans nos bautizó a los dos en agosto de 1939.
La integridad ejemplar de mi padre
Al día siguiente llamaron a mi padre para el servicio militar. Aunque de todos modos lo hubieran declarado no apto por su mala salud a consecuencia de las penurias que había sufrido durante la I Guerra Mundial, dijo a los entrevistadores que, en su calidad de cristiano, no volvería jamás a pelear en una guerra como lo había hecho cuando era católico. Por este comentario lo detuvieron para indagar más.
Una semana después, cuando Alemania invadió Polonia, dando así comienzo la II Guerra Mundial, se lo llevaron a Viena. Mientras lo tenían allí detenido, el alcalde de nuestro distrito escribió diciendo que mi padre era el responsable de que otros Testigos hubiesen rehusado apoyar a Hitler y que, por lo tanto, debía ser ejecutado. Como resultado, lo enviaron a Berlín, y poco después lo sentenciaron a morir decapitado. Permaneció encadenado día y noche en la cárcel de Moabit.
Entretanto le escribí a mi padre en nombre de la familia y le dije que estábamos determinados a seguir su fiel ejemplo. Aunque no era un hombre emocional, percibimos cómo se sentía cuando vimos la última carta que nos escribió manchada de lágrimas. Estaba muy feliz de que entendiéramos su postura. Nos escribió palabras alentadoras, mencionándonos a cada uno por nombre e instándonos a mantenernos fieles. Su esperanza en la resurrección era firme.
Junto con él, había unos veinticuatro Testigos más recluidos en la prisión de Moabit. Algunos oficiales de alta graduación de Hitler trataron de persuadirlos infructuosamente para que renegaran de su fe. En diciembre de 1939 fueron ejecutados unos veinticinco Testigos. Cuando mi madre se enteró de que habían ajusticiado a mi padre, dijo que estaba muy agradecida a Jehová por haberle dado a él las fuerzas necesarias para permanecer fiel hasta la muerte.
Empiezan mis pruebas
Unas semanas después me llamaron para trabajar, pero enseguida me percaté de que el trabajo consistía esencialmente en recibir instrucción militar. Expliqué que no serviría en el ejército, pero que estaba dispuesto a desempeñar otro trabajo. Sin embargo, cuando me negué a cantar las canciones de combate nazis, los oficiales se enfurecieron.
A la mañana siguiente me presenté vestido de civil en lugar de llevar el uniforme militar que nos habían entregado. El oficial a cargo dijo que no tenía más remedio que encerrarme en el calabozo. Allí subsistí a base de pan y agua. Posteriormente me dijeron que se iba a celebrar una ceremonia de saludo a la bandera y que me fusilarían si me negaba a participar.
En el campamento de instrucción había 300 reclutas y los oficiales militares. Me ordenaron que desfilara ante los oficiales y la bandera de la esvástica e hiciera el saludo hitleriano. Sacando fuerzas espirituales del relato bíblico de los tres hebreos, me limité a decir “Guten Tag” (buenos días) al pasar. (Daniel 3:1-30.) Me ordenaron que volviera a desfilar. Esta vez no dije nada; solo sonreí.
Los cuatro oficiales que me llevaron de vuelta al calabozo dijeron que estaban temblando porque pensaban que me iban a fusilar. “¿Cómo es posible —preguntaron— que tú estuvieras sonriendo y nosotros tan nerviosos?” Dijeron que habrían deseado tener mi valor.
Unos días después llegó al campamento el Dr. Almendinger, un oficial de alta graduación procedente del cuartel general de Hitler, en Berlín. Me ordenaron presentarme ante él. Me explicó que las leyes eran mucho más severas. “No tienes ni idea de lo que te espera”, dijo.
“Por supuesto que sí —respondí—. A mi padre lo decapitaron por la misma razón hace solo unas semanas.” Quedó estupefacto y no dijo nada más.
Más adelante llegó de Berlín otro alto oficial, y de nuevo intentaron hacerme cambiar de opinión. Tras oír mis razones para no quebrantar las leyes de Dios, me tomó de la mano, y con los ojos anegados en lágrimas, dijo: “¡Quiero salvarte la vida!”. Los oficiales que presenciaron la escena quedaron sumamente conmovidos. Me devolvieron al calabozo, donde pasé un total de treinta y tres días.
Proceso y encarcelamiento
En abril de 1940 me trasladaron a una cárcel de la ciudad de Fürstenfeld. A los pocos días recibí la visita de mi novia, Maria, y mi hermano Gregor. Él solo era un año y medio menor que yo, y había adoptado una actitud firme a favor de la verdad de la Biblia en la escuela. Recuerdo que instaba a nuestros hermanos menores a estar preparados para la persecución diciendo que solo había un camino: servir a Jehová. Aquella preciada hora que pasamos animándonos el uno al otro fue la última vez que lo vi con vida. Posteriormente, en la ciudad de Graz me sentenciaron a cinco años de trabajos forzados.
En el otoño de 1940 me metieron en un tren con destino a un campo de trabajos forzados en Checoslovaquia, pero me retuvieron en Viena y me encerraron en prisión. Allí las condiciones eran horribles. No solo pasé hambre, sino que durante las noches me picaban enormes insectos que me dejaban heridas sangrantes en la piel y un terrible escozor. Por razones que entonces desconocía, me devolvieron a la cárcel de Graz.
Mi caso había despertado interés porque la Gestapo decía que los testigos de Jehová eran mártires fanáticos que deseaban la sentencia de muerte para recibir una recompensa celestial. Por esa causa tuve la magnífica oportunidad de hablar durante dos días a un profesor y ocho estudiantes de la Universidad de Graz y explicarles que solo 144.000 personas serían llevadas al cielo para gobernar con Cristo. (Revelación 14:1-3.) Dije que mi esperanza era gozar de una vida eterna en condiciones paradisíacas en la Tierra. (Salmo 37:29; Revelación 21:3, 4.)
Tras dos días de interrogatorio, el profesor dijo: “He llegado a la conclusión de que tienes los pies en el suelo. No deseas morir ni ir al cielo”. Expresó que lamentaba la persecución de que estaban siendo objeto los testigos de Jehová y me deseó lo mejor.
A principios de 1941 me encontré en un tren con destino al campo de trabajos forzados de Rollwald, en Alemania.
La dura vida del campo
Rollwald, donde había 5.000 prisioneros, estaba ubicado entre las ciudades de Frankfurt y Darmstadt. El día empezaba a las cinco de la mañana con la señal de pasar lista, un proceso que se dilataba por unas dos horas, pues los oficiales actualizaban la lista de prisioneros con mucha calma. Se nos exigía mantenernos en pie sin movernos, y muchos prisioneros recibían fuertes palizas por no permanecer totalmente inmóviles.
El desayuno consistía en pan hecho de harina, serrín y patatas, a menudo podridas. A continuación íbamos a una ciénaga a abrir zanjas para desecar el terreno a fin de usarlo con fines agrícolas. Después de trabajar en ella todo el día sin calzado adecuado, se nos hinchaban los pies como esponjas. Un día se me pusieron como si estuviesen gangrenados y temí que tuvieran que amputármelos.
Al mediodía nos servían allí mismo un brebaje experimental al que llamaban sopa. Llevaba algo de nabo o col y a veces contenía los cadáveres molidos de animales enfermos. Notábamos una sensación de ardor en la boca y la garganta, y a muchos nos salieron enormes diviesos. Por la noche recibíamos más “sopa”. Muchos prisioneros perdieron los dientes; pero como a mí me habían enseñado la importancia de utilizarlos, masticaba trocitos de madera de pino o ramitas de avellano y nunca los perdí.
Me mantuve espiritualmente fuerte
Con el objeto de quebrantar mi fe, los guardas me aislaron para que no tuviera contacto con otros Testigos. Puesto que no contaba con publicaciones bíblicas, recordaba textos que había memorizado, como Proverbios 3:5, 6, que nos insta a ‘confiar en Jehová con todo nuestro corazón’, y 1 Corintios 10:13, donde se promete que Jehová no ‘dejará que seamos tentados más allá de lo que podamos soportar’. Repasar mentalmente pasajes como esos y buscar el apoyo de Jehová en oración me fortaleció.
A veces logré ver a algún Testigo que estaba en tránsito de un campo a otro. Si no teníamos la oportunidad de hablar, nos animábamos el uno al otro a mantenernos firmes haciendo una señal con la cabeza o levantando el puño. De vez en cuando recibía cartas de Maria y de mi madre. En una me enteré de la muerte de mi querido hermano Gregor, y en otra, hacia el final de la guerra, de que Hans Stossier, el hermano de Maria, había sido ejecutado.
Posteriormente transfirieron a nuestro campo a un prisionero que había conocido a Gregor en la cárcel de Moabit, en Berlín. Me contó detalles de lo sucedido. Habían sentenciado a Gregor a morir en la guillotina, pero, a fin de quebrantar su integridad, prolongaron cuatro meses el acostumbrado período de espera previo a la ejecución. Durante ese tiempo ejercieron todo tipo de presión para hacerlo transigir: lo encadenaron de pies y manos, y apenas le daban de comer. Pese a todo, jamás titubeó. Se mantuvo fiel hasta el día de su muerte, el 14 de marzo de 1942. Aunque apenado por el relato, me fortaleció para permanecer fiel a Jehová pasara lo que pasara.
Con el tiempo también me enteré de que a mis hermanos menores, Kristian y Willibald, y a mis hermanas menores, Ida y Anni, se les había llevado a un convento utilizado como correccional en la ciudad alemana de Landau. Recibieron fuertes palizas por negarse a pronunciar el saludo hitleriano.
Oportunidades de dar testimonio
La mayoría de los que vivían conmigo en los barracones eran prisioneros políticos y delincuentes. Solía pasar bastante tiempo por las noches dándoles testimonio. Uno era un sacerdote católico de Kapfenberg llamado Johann List. Estaba recluido porque había hablado a sus feligreses de cosas que había oído en una emisora de radio británica llamada British Broadcasting.
Johann lo pasó muy mal porque no estaba acostumbrado al trabajo físico duro. Era un hombre agradable, y yo le ayudaba a cumplir con su cuota de trabajo para que no lo castigaran. Me comentó que le avergonzaba estar recluido por razones políticas y no por adherirse a los principios cristianos. “Tú estás sufriendo por ser cristiano”, me dijo. Cuando lo pusieron en libertad, aproximadamente un año después, prometió visitar a mi madre y a mi novia, lo cual hizo.
Mi vida en el campo mejora
A finales de 1943 llegó al campo un nuevo comandante, llamado Karl Stumpf, un hombre alto y de pelo canoso que empezó a mejorar las condiciones de vida del campo. Tocó el turno de pintar su casa, y al saber que yo era pintor, me dio el trabajo. Aquella fue la primera vez que me asignaron un trabajo fuera de la ciénaga.
La esposa del comandante era incapaz de comprender por qué me habían encerrado, aunque su marido le explicó que estaba allí debido a mi fe como testigo de Jehová. Al verme tan delgado, se apiadó de mí y me dio de comer. Buscó más trabajos para mí a fin de que pudiera recuperar fuerzas.
Cuando a finales de 1943 se empezó a llamar a los prisioneros del campo para luchar en el frente, mi buena relación con el comandante Stumpf me salvó. Le expliqué que prefería la muerte antes de ser culpable de derramamiento de sangre por participar en la guerra. Pese a que mi postura de neutralidad lo puso en una situación difícil, logró mantener mi nombre fuera de la lista.
Los últimos días de la guerra
Durante enero y febrero de 1945, aviones estadounidenses en vuelo rasante nos animaban dejando caer octavillas que anunciaban el fin inminente del conflicto. El comandante Stumpf, que me había salvado la vida, me proporcionó ropa de civil y me ofreció su casa para esconderme. Al salir del campo, vi un tremendo caos. Había niños con ropa militar y el rostro empapado de lágrimas que huían de los norteamericanos. Temiendo encontrarme con oficiales de las SS a los que extrañara verme sin un arma, decidí regresar al campo.
Poco después el campo estaba totalmente rodeado por las tropas estadounidenses, y el 24 de marzo de 1945 las autoridades se rindieron ondeando banderas blancas. ¡Qué sorpresa me llevé al enterarme de que en los anexos del campo había otros Testigos a los que el comandante Stumpf también había salvado de la ejecución! ¡Qué encuentro tan gozoso fue aquel! Cuando encarcelaron al comandante Stumpf, muchos de nosotros abordamos a los oficiales estadounidenses y testificamos verbalmente y por escrito a su favor. Como resultado, lo pusieron en libertad a los tres días.
Para mi asombro, fui el primero de los aproximadamente cinco mil prisioneros que dejaron salir en libertad. Tras cinco años de reclusión, me parecía estar soñando. Con lágrimas de alegría di gracias a Jehová en oración por haberme conservado la vida. Alemania no se rindió hasta el 7 de mayo de 1945, unas seis semanas después.
Una vez libre, me puse inmediatamente en contacto con otros Testigos de la zona. Se organizó un grupo de estudio de la Biblia, y durante las siguientes semanas pasé muchas horas dando testimonio a las personas que vivían en las inmediaciones del campo. También conseguí un empleo de pintor.
De nuevo en casa
En julio me pude comprar una motocicleta y emprendí mi largo y fatigoso viaje a casa. Me tomó varios días llegar debido a que habían volado muchos de los puentes que había en la carretera. Cuando finalmente llegué a St. Martin, subí por el camino y vi a Maria cosechando trigo. Al reconocerme, corrió a mi encuentro. Pueden imaginarse lo felices que nos sentimos. Mi madre soltó su guadaña y también corrió a mi encuentro. Hoy, cuarenta y nueve años después, a la edad de 96 años y ciega, mi madre todavía tiene la mente despierta y continúa siendo una fiel testigo de Jehová.
Maria y yo nos casamos en octubre de 1945, y todos estos años hemos disfrutado de servir juntos a Jehová. Se nos ha bendecido con tres hijas, un hijo y seis nietos, todos ellos siervos celosos de Jehová. Con el paso de los años he tenido la satisfacción de ayudar a muchas personas a ponerse de parte de la verdad bíblica.
Valor para aguantar
Muchas veces me han preguntado cómo pude encararme a la muerte sin temor siendo tan joven. Pueden tener la certeza de que si uno está determinado a mantenerse leal, Jehová Dios concede las fuerzas necesarias para aguantar. Uno aprende muy deprisa a confiar plenamente en él por medio de la oración. Y saber que otros, entre ellos mi propio padre y mi hermano, habían aguantado fielmente hasta la muerte, también me sirvió de ayuda para mantener mi lealtad.
No fue solo en Europa donde el pueblo de Jehová rehusó tomar partido en la guerra. Recuerdo que en los juicios de Nuremberg, en 1946, durante el interrogatorio de uno de los oficiales de alta graduación de Hitler sobre la persecución de los testigos de Jehová en los campos de concentración, sacó del bolsillo un recorte de prensa que decía que miles de testigos de Jehová de Estados Unidos habían estado recluidos en cárceles del país debido a su neutralidad durante la II Guerra Mundial.
En efecto, los cristianos verdaderos siguen valerosamente el ejemplo de Jesucristo, quien mantuvo su lealtad a Dios hasta exhalar el último aliento. Hasta el día de hoy sigo recordando a menudo a los catorce miembros de nuestra pequeña congregación de St. Martin que durante los años treinta y cuarenta rehusaron, por amor a Dios y al prójimo, apoyar la guerra de Hitler, una postura que les costó la vida. ¡Qué magnífica reunión habrá cuando se les resucite para disfrutar de la vida para siempre jamás en el nuevo mundo de Dios!
[Fotografía en la página 8]
Mi padre
[Fotografías en la página 9]
Abajo y a la izquierda: el cardenal Innitzer votando a favor del Reich alemán
A la derecha: la “declaración solemne” en la que seis obispos declaran que es un ‘deber nacional votar por el Reich alemán’
[Reconocimiento]
UPI/Bettmann
[Fotografía en la página 10]
Maria y yo nos comprometimos en 1939
[Fotografía en la página 13]
Nuestra familia. De izquierda a derecha: Gregor (decapitado), Anni, Franz, Willibald, Ida, Gregor (mi padre, decapitado), Barbara (mi madre) y Kristian
[Fotografía en la página 15]
Maria y yo en la actualidad