Cuarenta años proscritos por el comunismo
RELATADO POR JARMILA HÁLOVÁ
Fecha: 4 de febrero de 1952, pasada la medianoche. Lugar: nuestro apartamento de Praga (Checoslovaquia). Nos despertaron los timbrazos insistentes. Acto seguido, irrumpió la policía.
DESPUÉS de poner a mi padre, a mi madre, a mi hermano Pavel y a mí en habitaciones separadas, cada uno con un agente, la policía se lanzó a inspeccionarlo todo. Tras casi doce horas de registro, metieron en cajas las publicaciones que hallaron y las consignaron.
Luego, me mandaron subir a un automóvil y me pusieron unas gafas negras. Repuesta de la sorpresa, logré apartarlas un poco para ver a dónde me llevaban. Íbamos por calles conocidas, rumbo al infame Departamento de Seguridad del Estado.
Me sacaron del auto a empellones. Cuando me quitaron las gafas, estaba en un cuartucho, donde una mujer uniformada me ordenó desvestirme y ponerme unos pantalones gruesos de faena y una camisa de hombre. De allí me llevaron con los ojos vendados a través de lo que me pareció un sinfín de pasillos.
Finalmente, la vigilante se detuvo, abrió la puerta de hierro de una celda, me metió de un empujón y, tras desvendarme, cerró con llave. Me hallé frente a una mujer de unos cuarenta años, con la misma facha que yo, que no dejaba de mirarme. La situación me resultó un tanto jocosa y, por extraño que parezca, me eché a reír. Con 19 años, ignoraba lo que era estar encarcelada, de forma que tenía alto el ánimo. No tardé en descubrir aliviada que nadie más de mi familia estaba preso.
En aquellos años era arriesgado ser testigo de Jehová en mi país, que entonces se llamaba Checoslovaquia, pues dominaba el comunismo y las actividades de los Testigos eran clandestinas. ¿Por qué era mi familia parte activa de una organización ilegal?
Cómo nos hicimos Testigos
Mi padre era natural de Praga y profesaba con toda sinceridad la fe en que había sido criado: el protestantismo. En los años veinte, los estudios de medicina llevaron a Praga a una señorita de Besarabia —región que durante la infancia de esta joven formaba parte de Rusia— que acabaría siendo mi madre. Era judía, pero abrazó la religión de su esposo después de casarse, aunque no acababa de convencerla.
Durante la II Guerra Mundial, recluyeron a mi padre en un campo de trabajo y mi madre se salvó a duras penas del holocausto. Fueron años difíciles, pero salimos adelante. A mediados de 1947, dos años después de finalizar la guerra, empezamos a recibir La Atalaya, a la que nos había suscrito una hermana de mi padre que se había hecho testigo de Jehová. Mi madre fue la primera en leerla, y no tardó en darse cuenta de que contenía la verdad que andaba buscando.
Al principio no hablaba mucho del tema, pero cuando se enteró de que en Praga había un lugar donde se celebraban reuniones, empezó a asistir, y a los pocos meses, en la primavera de 1948, se bautizó en una asamblea de circuito de los testigos de Jehová. Tras esto nos invitó a acompañarla a las reuniones, a lo que mi padre accedió a regañadientes.
Comenzamos a reunirnos en un pequeño salón del centro de Praga. La actitud que teníamos mi padre y yo iba de la curiosidad a la desconfianza. Nos llamó la atención que mi madre ya tuviera nuevos amigos que presentarnos. Me impresionó que fueran tan entusiásticos y razonables y apreciaran tan manifiestamente la hermandad.
Como mi madre notó una buena reacción de parte nuestra, nos propuso invitar a los Testigos a casa a fin de dialogar. Para mi padre y para mí fue todo un golpe que nos indicaran con nuestra propia Biblia que no existen ni el alma inmortal ni la Trinidad. Se nos abrieron los ojos al aprender qué significaba pedir por la santificación del nombre de Dios y la venida de su Reino.
Al cabo de unas semanas mi padre invitó a casa a varios pastores de la iglesia y les dijo: “Hermanos, deseo analizar con ustedes varios puntos de las Escrituras”. Acto seguido, hizo una exposición metódica de las doctrinas de la iglesia y su carácter antibíblico. Los religiosos admitieron que había dicho la verdad. Entonces mi padre terminó diciendo: “Estoy decidido, y hablo por mi familia, a dejar la iglesia”.
Se prohíbe la predicación
El partido comunista asumió la dirección del país en febrero de 1948, poco antes de que mi padre y yo empezáramos a asistir a las reuniones. Puedo atestiguar que algunos de mis compañeros de escuela denunciaron a los profesores, y que estos se volvieron recelosos de los padres de alumnos. Todos desconfiaban unos de otros. Aun así, la obra de los testigos de Jehová apenas tuvo contratiempos al principio.
En nuestro caso, lo más relevante de 1948 fue la asamblea que celebramos los testigos de Jehová del 10 al 12 de septiembre en Praga, que contó con más de 2.800 asistentes. Unas semanas más tarde, el 29 de noviembre, la policía secreta invadió la sucursal y la clausuró. La ilegalización de la obra se produjo en abril del año siguiente.
Sin amedrentarnos por estas medidas, mi familia y yo asistimos en septiembre de 1949 a una reunión especial en el campo, a las afueras de Praga. Una semana después, nos bautizamos mi padre y yo. Aunque extremaba la cautela en la predicación, me detuvieron en febrero de 1952, como ya indiqué al principio.
Preguntas y más preguntas
Después de un buen número de interrogatorios, deduje que pasaría una larga temporada en la cárcel. Al parecer, los interrogadores creían que cuanto más tiempo estuviera ocioso el recluso, más dispuesto estaría a colaborar. Algo que contribuyó a que no perdiera la entereza fue que tenía muy grabado lo que me habían enseñado mis padres, quienes habían citado muchas veces el Salmo 90:12 para animarme a ‘contar mis días’, es decir, evaluarlos, ‘de tal manera que hiciera entrar un corazón de sabiduría’.
Así pues, recitaba mentalmente salmos enteros y otros pasajes de la Biblia que sabía de memoria. También meditaba en los artículos de La Atalaya que había estudiado antes de la encarcelación y cantaba para mis adentros cánticos del Reino. Además, durante los primeros meses pude hablar con los compañeros de celda. Repasaba además materias escolares, pues los exámenes finales habían tenido lugar hacía solo unos meses.
El tono de los interrogatorios me convenció de que en uno de los estudios bíblicos que yo había dirigido había estado infiltrado un delator, quien luego había dado parte de mis actividades en la predicación. Las autoridades pensaban que yo había mecanografiado las copias de las publicaciones bíblicas que confiscaron en casa, pero el verdadero autor era mi hermano, que solo tenía 15 años.
Cuando los interrogadores se convencieron de que no iba a delatar a nadie, trataron de persuadirme a apostatar. Hasta trajeron a un individuo a quien había conocido como superintendente de circuito de los testigos de Jehová, que, pese a estar preso, colaboraba con los comunistas en una campaña para que los prisioneros Testigos repudiaran la fe. ¡Pobre desdichado! Años más tarde, ya libre, murió alcoholizado.
Incomunicada
Tras siete meses de confinamiento, fui trasladada a otra cárcel, donde me incomunicaron. Como estaba sola, era dueña de mi tiempo. Recibía libros, previa solicitud, pero, desde luego, no de naturaleza espiritual. Por ello elaboré un programa que comprendía lecturas diversas y meditación en lo espiritual.
He de admitir que nunca me había sentido tan allegada a Jehová cuando oraba ni le había dado tanto valor a nuestra hermandad mundial. Todos los días imaginaba cómo estarían proclamándose las buenas nuevas en alguna región del mundo. Me veía participando en la obra, sí, hablando de la Biblia.
A pesar del sosiego, caí en una trampa. Como era una lectora ávida y ansiaba saber del mundo exterior, a veces me embebía tanto en la lectura que olvidaba la meditación espiritual. Cuando esto ocurría, me embargaba el remordimiento.
Una mañana me llevaron a la fiscalía. Tan solo hablaron de los resultados de interrogatorios anteriores. Salí decepcionada, pues el juicio aún no tenía fecha. Media hora más tarde, de vuelta en la celda, perdí la serenidad y rompí a llorar. ¿Por qué? ¿Serían las secuelas de tantas semanas de incomunicación?
No me tomó mucho tiempo descubrir el origen del problema. El día antes había quedado tan cautivada con la lectura que descuidé las actividades espirituales. Por ello, cuando me mandaron llamar de improviso, mi mente carecía de la orientación fervorosa de que precisaba. Al instante descargué la conciencia ante Jehová y resolví no descuidar nunca más lo espiritual.
Después del incidente, pensé erradicar la lectura, pero se me ocurrió una mejor idea: obligarme a leer en alemán. Durante la ocupación germana de la II Guerra Mundial, se impuso el aprendizaje de esta lengua en las escuelas. Sin embargo, las atrocidades nazis cometidas en Praga me hicieron rechazar todo lo alemán, incluido el idioma. Decidí aplicarme un correctivo: tenía que repasarlo. Aunque pretendía ser un castigo, terminó siendo una bendición. Me explicaré.
Conseguí las ediciones en alemán y checo de varias obras a fin de aprender traducción directa e inversa. Aparte de atenuar los efectos del aislamiento, este ejercicio acabaría siendo muy útil.
Reanudo la predicación tras la puesta en libertad
Por fin, al cabo de ocho meses de incomunicación, llegó el juicio. La sentencia fue de dos años de prisión por actividades subversivas, pero me pusieron en libertad, pues ya había cumplido quince meses y se había declarado una amnistía por la elección del nuevo presidente.
Durante el encarcelamiento había rogado a Dios que mi familia no se inquietara por mí. Al regresar comprobé que mis oraciones habían sido escuchadas. Como mi padre era médico, podía animar a muchos pacientes a estudiar la Biblia, de forma que mi madre tenía quince estudios semanales. Además, él dirigía un grupo de estudio de la revista La Atalaya y traducía algunas publicaciones de la Sociedad Watch Tower del alemán al checo para que las mecanografiara después mi hermano. Como era de esperar, me embebí en las actividades espirituales y no tardé en tener estudios bíblicos.
Nueva asignación
Una tarde lluviosa de noviembre de 1954 fui a abrir la puerta. Allí se hallaba, enfundado en un impermeable gris oscuro que estaba chorreando, Konstantin Paukert, uno de los hermanos que coordinaban la predicación. Normalmente venía a hablar con mi padre o con mi hermano Pavel, pero en esta ocasión me preguntó: “¿Podrías acompañarme un rato a dar un paseo?”.
Caminamos en silencio, a la vista de unos pocos viandantes. La tenue luz de las farolas se reflejaba en el negro y húmedo suelo. Konstantin miró a sus espaldas. No había nadie. “¿Podrías ayudarnos en un trabajo?”, preguntó de pronto. Asombrada, asentí con la cabeza. “Se trata de que busques un lugar donde traducir —prosiguió—, que no sea tu casa ni la de nadie fichado por la policía.”
Al cabo de unos días me hallé ante un escritorio, en el exiguo apartamento de una anciana pareja que apenas conocía. Eran pacientes de mi padre que llevaban poco tiempo estudiando la Biblia. Iba a serme útil el alemán que había refrescado en la prisión, pues las publicaciones tenían que traducirse de este idioma al checo.
Unas semanas después encarcelaron a varios cristianos que dirigían la obra, entre ellos el hermano Paukert. Aun así, la predicación no cesó. Mi madre y yo, entre otras mujeres, atendimos los grupos de estudio y el ministerio cristiano. Aunque mi hermano Pavel no era más que un adolescente, hizo de correo, distribuyendo las publicaciones e instrucciones de la organización por toda la sección checa del país.
Mi amado compañero
A finales de 1957, Jaroslav Hála, un Testigo detenido en 1952 que cumplía quince años de cárcel, salió de permiso para atender su salud. Pavel contactó con Jaroslav inmediatamente, quien no tardó en entregarse por entero a ayudar a los hermanos. Como conocía bien los idiomas implicados, asumió la mayor parte de la traducción.
A mediados de 1958, Jaroslav nos invitó a Pavel y a mí a dar un paseo vespertino, modo habitual de tratar asuntos de organización dado que el apartamento tenía micrófonos ocultos. Tras conversar aparte con Pavel, le pidió que nos esperara sentado en un parque, mientras los dos proseguíamos. Aunque empezó hablando de mis tareas, acabó preguntándome si, pese a su delicada salud e incierto futuro, deseaba ser su esposa.
Aquella proposición directa y franca de alguien a quien tanto apreciaba me dejó estupefacta, pero acepté sin dudarlo. Al comprometernos entré en relación directa con la madre de Jaroslav, una cristiana ungida que, junto con su marido, ya figuraba a finales de los años veinte entre los primeros Testigos de Praga. Ambos habían sido cautivos de los nazis durante la II Guerra Mundial, y el esposo había fallecido en una cárcel comunista en 1954.
Antes de casarnos, Jára —como le llamábamos— fue emplazado por las autoridades. Podía elegir entre operarse para remediar su pleuresía crónica —lo que en aquel tiempo hubiera conllevado una transfusión de sangre— o terminar la condena. Puesto que rechazó la intervención, tendría que pasar casi diez años más en prisión. Decidí esperarlo.
Ante las pruebas, valor
A principios de 1959, Jára volvió a prisión, y poco después nos escribió diciendo que estaba animado. Tras un largo período sin cartas suyas, recibimos una que nos cayó como un jarro de agua fría, pues en ella se traslucían pesares, penas y temores; indicio todo ello de que atravesaba una crisis nerviosa. “Tiene que haberlo escrito otro”, dijo su madre. Pero era su letra.
Le contestamos las dos, reiterándole nuestra confianza en Dios y animándolo. Pasaron muchas semanas y llegó otra carta, más intrigante aún. “No puede haberla escrito él”, volvió a decir su madre. Sin embargo, la manera de redactar era la suya, con sus expresiones. Además de no recibir más correspondencia suya, nos impidieron visitarlo.
A Jára, igualmente, le llegaron inquietantes cartas “nuestras”, en las que su madre le acusaba de abandonarla en la vejez, y yo afirmaba estar harta de tanto esperarlo. Nuevamente la letra y el estilo encajaban a la perfección. Al principio se preocupó como nosotras, pero pronto comprendió que no podían ser obra nuestra.
Cierto día vino a la puerta un individuo que se marchó a toda prisa tras entregarme un paquetito. Contenía decenas de papelillos de fumar en donde Jára, con letra diminuta, había copiado las cartas “nuestras” y algunas suyas que no habían pasado por la censura. Las sacó a escondidas un preso recién liberado que no era Testigo. ¡Cuánto agradecimos a Jehová aquel alivio! Nunca logramos averiguar quién había concebido aquel diabólico plan para quebrantar nuestra integridad.
Más adelante, la madre de Jára obtuvo permiso para visitarlo. Yo la acompañaba hasta la puerta de la prisión, donde veía el valor de esta señora, menuda y frágil, que, delante de los guardias, tomaba la mano de su hijo y le pasaba minúsculas copias fotográficas de las publicaciones. Sabía que si la descubrían habría represalias, sobre todo para él, pero confiaba en Jehová, pues entendía que la salud espiritual era lo primero.
En 1960 se decretó una amnistía general que benefició a la mayoría de los Testigos presos. Jára volvió a casa y a las pocas semanas ya éramos una feliz pareja de recién casados.
Nuevo estilo de vida
Jára fue asignado a cuidar de los intereses de la hermandad de todo el país sirviendo de superintendente viajante. En 1961 se le pidió que organizara el primer curso de la Escuela del Ministerio del Reino en la zona checa, escuela que en repetidas ocasiones tendría que dirigir.
Merced a los cambios políticos de 1968, las autoridades permitieron a algunos Testigos checoslovacos —pero no a Jára— asistir a la Asamblea Internacional de los Testigos de Jehová “Paz en la Tierra” celebrada en Nuremberg (Alemania). Con las diapositivas que hicimos en aquella extraordinaria asamblea, Jára tuvo el privilegio de presentar un programa para fortalecer la fe de los hermanos; muchos no se cansaban de verlo.
Poco imaginábamos que sería su última visita. A principios de 1970 empeoró mucho su salud. La inflamación crónica que había aprendido a tolerar afectó los riñones, y se produjo un fallo renal que le causó la muerte. Tenía 48 años.
Jehová me ayuda a salir adelante
Aunque había perdido a quien tanto quería, la organización de Dios me brindó su apoyo de inmediato al permitirme colaborar en la traducción de publicaciones bíblicas. Me parecía una carrera en la que había relevado a mi esposo. Tenía que proseguir con parte del trabajo que él había estado realizando.
Muchos Testigos servimos en la Europa Oriental durante más de cuarenta años de proscripción comunista. En 1989, la caída de la “Cortina de Hierro”, o “Telón de Acero”, supuso un giro radical. Mi sueño era tener una asamblea de los testigos de Jehová en el enorme Estadio Strahov de Praga, pero nunca creí que fuera a hacerse realidad. Aquella ilusión se materializó en agosto de 1991, cuando 74.000 personas se reunieron para adorar con gozo a Dios.
Checoslovaquia dejó de existir como tal en enero de 1993 al dividirse en dos países: la República Checa y Eslovaquia. ¡Qué alegría sentimos el 1 de septiembre de 1993, cuando el estado checo otorgó el reconocimiento oficial a los testigos de Jehová!
He aprendido con los años que Jehová no dejará de dispensarnos sus bendiciones si le permitimos que nos muestre cómo contar los días. (Salmo 90:12.) Siempre le pido a Dios que me enseñe a contar los que me queden por vivir en este sistema de cosas, a fin de formar parte de los siervos felices que disfrutarán de incontables días en el futuro.
[Fotografía en la página 19]
Mis padres
[Fotografía en la página 21]
Reunión clandestina de 1949 en el campo: 1. Mi hermano Pavel, 2. mi madre, 3. mi padre, 4. yo, 5. el hermano Hála
[Fotografía en la página 22]
Con Jára, mi esposo
[Fotografías en la página 23]
La madre de Jára y las publicaciones fotografiadas que le pasaba
[Fotografía en la página 24]
Trabajando en la actualidad en la sucursal de Praga