La música, las drogas y el alcohol eran mi vida
SOY un indio americano. Papá, que murió hace cuatro años, era chippewa, de Sugar Island (Michigan, E.U.A.). Mi madre es de Ontario (Canadá), de las naciones indias ottawa y ojibwa. Por parte de mi padre pertenezco a la tribu de Sault Sainte Marie de los indios chippewas. Debido a la influencia de la misión católica y los internados, se nos crió en el seno del catolicismo lo que suponía ir a misa todos los domingos.
Mi niñez en la reserva india fue sencilla y feliz. A mis ojos infantiles, los veranos parecían largos, lentos y apacibles. Vivíamos en una zona apartada, sin agua corriente ni baños en casa, así que nos bañábamos en el lago o en una tina de lavar. Jugábamos al aire libre. Nuestros juguetes eran los caballos, el ganado y otros animales de la granja. En aquel tiempo deseaba que todo el mundo fuera así para siempre.
Los desafíos de crecer
Cuando crecí y fui a la escuela pública, mis visitas a la reserva fueron infrecuentes. La escuela, los deportes y la música comenzaron a ocuparme la mayor parte del tiempo. Mi adolescencia transcurrió durante los años sesenta, cuyo espíritu me moldeó. Cuando cumplí 13 años, las drogas y el alcohol formaban parte integral de mi vida. Como estaba de moda rebelarse contra la sociedad, yo odiaba todo lo que representaba el orden establecido. No podía entender por qué las personas se trataban con crueldad unas a otras.
Más o menos por aquel entonces conseguí mi primera guitarra. Nuestra familia tenía dotes para la música. Mi padre tocaba el piano y bailaba claqué, y sus hermanos también eran aficionados a la música. Así que cuando papá y mis tíos se juntaban, tocábamos gigas y bailábamos contradanzas hasta altas horas de la madrugada. Me encantaban aquellas ocasiones. Enseguida aprendí a tocar la guitarra y entré a formar parte de un conjunto de rock and roll. Actuábamos en bailes escolares y en otros espectáculos. De ahí pasamos a las barras y los clubes nocturnos, lo que naturalmente significaba más alcohol y drogas. La marihuana y las metanfetaminas formaban parte de mi modo de vivir.
Servicio militar en Vietnam
A los 19 años ya estaba casado y esperaba el nacimiento de mi primer hijo. A esa misma edad, me reclutaron para servir en la Infantería de Marina de Estados Unidos. Todo aquello constituía una presión demasiado fuerte para mí. A fin de poder soportarla, me pasaba las veinticuatro horas del día colocado con las drogas y el alcohol.
Me destinaron al campo de instrucción del Marine Corps Recruit Depot (Depósito de Reclutas del Cuerpo de Infantería de Marina), de San Diego (California), y luego al Campamento Pendleton para recibir instrucción de infantería superior. Llegué a ser un especialista en comunicaciones militares. Finalizaba entonces el año 1969. Pero todavía faltaba la verdadera prueba: el servicio en Vietnam. Así que con 19 años, a los pocos meses de acabar la secundaria, me encontraba pisando la tierra roja de Vietnam. Al igual que a muchos indios americanos, el patriotismo me había movido a servir en el ejército a pesar de las injusticias que, como parte de una minoría, habíamos sufrido a manos de la sociedad.
Mi primer destino fue en la Primera Brigada Aérea de la Infantería de Marina, en las afueras de Da Nang. Unos cincuenta hombres, en realidad muchachos, estábamos encargados de mantener los sistemas de comunicaciones del campamento militar. Cubríamos un área que iba desde la zona desmilitarizada entre Vietnam del Norte y Vietnam del Sur hasta unos 80 kilómetros al sur de Da Nang.
Muchísimos refugiados llegaban a Da Nang, y por todas partes aparecían de la noche a la mañana míseros barrios de chabolas. También había gran cantidad de orfanatos. Me causó una honda impresión ver a los niños pequeños, muchos de ellos lisiados. Encontraba extraño que casi todos fueran chicas o niños pequeños. Enseguida supe la razón. Los niños mayores de 11 años estaban peleando en la guerra. Tiempo después conocí a un joven soldado vietnamita, al que pregunté cuántos años tenía. “Catorce”, me contestó. Ya había estado en combate por tres años. Aquello me dejó atónito. Me recordó a mi hermano de 14 años, con la diferencia de que la preocupación de él no era matar, sino la Liga de Béisbol Infantil.
Durante mi servicio en la Infantería de Marina, comencé a hacerme preguntas que necesitaban respuestas. Una noche fui a la iglesia del campamento. El capellán católico dio un sermón sobre Jesús, la paz y el amor. Me entraron ganas de gritar. Su sermón iba en contra de todo lo que estaba ocurriendo allí. Después de la ceremonia religiosa le pregunté cómo justificaba ser cristiano y al mismo tiempo pelear en una guerra. ¿Cuál fue su respuesta? “Bueno, soldado, así es como nosotros luchamos por el Señor.” Salí diciendo para mis adentros que no quería volver a tener nada que ver con la Iglesia.
Cuando finalizó mi período de servicio, me di cuenta de que tenía suerte de estar vivo; pero había sufrido mucho mental y moralmente. Escuchar, ver y oler la guerra y la muerte todos los días me dejó una profunda impresión en la mente y el corazón, todavía jóvenes. Aunque ya han pasado más de veinticinco años, los recuerdos siguen tan vivos como si todo hubiera ocurrido ayer mismo.
Lucho por adaptarme a la vida civil
Cuando volví a casa, me entregué de lleno a mi carrera musical. Mi vida personal era un desastre: estaba casado y tenía un hijo, pero seguía consumiendo gran cantidad de drogas y alcohol. La relación entre mi esposa y yo se puso tirante, y acabamos divorciándonos. Ese fue probablemente el peor momento de mi vida. Me aislé de la gente, y encontré la tranquilidad en la naturaleza, pescando en lugares remotos de Minnesota y el Alto Michigan.
En 1974 me mudé a Nashville (Tennessee) con el objeto de dar un impulso a mi carrera musical como guitarrista y cantante. Toqué en muchos clubes nocturnos, siempre con la esperanza de ser alguien en el mundo de la música. Pero este era un reto difícil, pues había muchos guitarristas con talento y todos querían llegar a ser famosos.
Pues bien, justo cuando llegó el momento en que los asuntos empezaban de verdad a irme bien y veía la posibilidad de conseguir el éxito profesional, ocurrió un incidente que me impactó.
Un modo de vida peligroso
Fui a visitar a un viejo conocido con el que había traficado con drogas. Me recibió en la puerta con una escopeta del calibre 12. Llevaba enyesado parte del cuerpo y un alambre le sujetaba la boca porque tenía una mandíbula fracturada. Entre dientes me dijo lo que ocurría. Sin que yo lo supiera, él estaba relacionado con un cártel de drogas de Nashville. Parece ser que había desaparecido una gran cantidad de cocaína, y los capos de la droga lo acusaban a él. Enviaron a unos matones a golpearlo. Le dijeron que devolviera la cocaína o pagara los 20.000 dólares que costaba en la calle. No solo lo habían amenazado a él, sino que su esposa y su hijo estaban en peligro. Me dijo que yo no estaría seguro si me veían con él y que quizá debería irme. Comprendí lo que quería decir y me marché.
Este incidente me hizo temer un poco por mi vida. Sin darme cuenta, había llegado a formar parte de un mundo violento. La mayoría de mis conocidos del mundo de la música y las drogas llevaban un arma. Yo había estado a punto de comprarme un revólver del calibre 38 para mi protección. Me di cuenta de que cuanto más cerca estuviera de ser alguien en la industria de la música, mayor sería el precio que tendría que pagar. Así que decidí marcharme de Nashville, y empecé a hacer planes para ir a Brasil a estudiar la música latinoamericana.
Muchas preguntas y pocas respuestas
A pesar de mis experiencias negativas con la religión, sentía un intenso deseo de adorar a Dios. Además, aún tenía preguntas sin responder. Así que empecé a buscar la verdad. Frecuenté varios grupos religiosos no confesionales, pero seguía insatisfecho. Recuerdo que en una iglesia a la que asistí en Minnesota, el pastor acortó el sermón porque ese día jugaba el equipo de fútbol americano de los Minnesota Vikings. Nos animó a todos a ir a casa y pedir en oración la victoria de los Vikings. Me levanté y me marché. Esa idea banal que relaciona a Dios con actividades deportivas superficiales sigue molestándome hasta el día de hoy.
Mientras trabajaba en Duluth (Minnesota), un amigo dejó en mi apartamento una revista La Atalaya. Leí su estudio del capítulo 24 de Mateo, y encontré convincente todo lo que decía. Me hizo pensar: ‘¿Quiénes son estos testigos de Jehová? ¿Quién es Jehová?’. No conseguí las respuestas hasta 1975. Ese mismo amigo me dejó el libro La verdad que lleva a vida eternaa y la Biblia.
Leí el libro aquella noche. Al final del primer capítulo, sabía que había encontrado la verdad. Fue como si me hubieran quitado una venda de los ojos. Acabé el libro, y al día siguiente crucé la calle y fui a la casa de unos Testigos vecinos para pedirles que estudiaran la Biblia conmigo.
Abandoné mis planes de viajar a Brasil y comencé a asistir a las reuniones en el Salón del Reino. Con la ayuda de Jehová dejé de golpe las drogas y el alcohol, y así me libré de esa adicción tras doce años de esclavitud a ella. A los pocos meses ya predicaba de casa en casa.
Sin embargo, se presentó un problema al que debía hacer frente. Nunca había tenido un trabajo estable, y detestaba la idea de sujetarme a un horario. Pero entonces tenía que hacerme una persona responsable, pues Debi había vuelto a mi vida. Habíamos salido juntos tiempo atrás, pero ella se había ido a la universidad para estudiar magisterio y yo iba a ser músico. Pues bien, ella también aceptó la verdad bíblica, y de nuevo nos sentimos atraídos. Nos casamos y luego nos bautizamos como Testigos en Sault Sainte Marie (Ontario, Canadá), en 1976. Con el tiempo tuvimos cuatro hijos: tres niños y una niña.
Con el fin de mantener a mi familia, abrí una tienda de música y me puse a enseñar jazz improvisado y guitarra. También dirigía un pequeño estudio de grabación y de vez en cuando tocaba en clubes nocturnos. Entonces, sorprendentemente, se me presentaron oportunidades de volver a la primera línea de la música profesional. Tres veces me pidieron que tocara como acompañante en las grabaciones de famosos artistas. Entonces apareció la gran oportunidad, en realidad, la tercera en dos años. Me ofrecieron ir a Los Ángeles (California) y tocar con un grupo de jazz muy conocido. Pero yo sabía que eso significaría volver a los viajes frecuentes, los conciertos y las sesiones de grabación. Pensé en la oferta por unos cinco segundos y contesté con respeto: “No, gracias”. Solo recordar mi anterior vida de drogas y alcohol, y el peligro que suponían los matones, hizo que me diera cuenta de que sencillamente no valía la pena. Mi nueva vida cristiana con mi esposa y mis hijos significaba mucho más para mí.
Durante varios años trabajé de ingeniero de emisiones de programas educativos y documentales para la televisión pública. Actualmente coordino la comunicación por vídeo con la reserva hopi para una universidad del norte de Arizona.
Regreso con mi pueblo
Han pasado veinte años desde que me dediqué a Jehová Dios. También llevo veinte años felizmente casado. Tanto Debi, como nuestro hijo Dylan, de 19 años, y nuestra hija, Leslie, de 16, son ministros de tiempo completo. De hecho, Dylan sirve actualmente en el complejo que tiene la Sociedad Watchtower en Wallkill (Nueva York), dedicado a imprenta y granja. Nuestros dos hijos menores, Casey, de 12 años, y Marshall, de 14, se dedicaron a Jehová y se bautizaron recientemente.
Hace tres años aceptamos la invitación de mudarnos a un lugar que tenía más necesidad de predicadores, y vinimos a Keams Canyon (Arizona) para servir a los indios navajos y hopis. Aquí soy anciano en la congregación. Es un placer volver a vivir con los indios americanos. Debido al contraste entre la cultura y las condiciones de este lugar y de las típicas zonas residenciales americanas, nos da la sensación de estar en la obra misional. Dejamos una casa grande y cómoda y ahora vivimos seis personas en una casa móvil, que es mucho más pequeña. Aquí la vida es más dura. Muchos hogares no tienen instalación de agua; solo cuentan con baños fuera de la casa. Hay familias que viajan kilómetros en invierno simplemente para conseguir madera y carbón. El agua se saca de pozos comunales. Muchas de las carreteras no son más que caminos de tierra, y no aparecen en los mapas. Cuando era niño y vivía en la reserva, estaba acostumbrado a todas esas circunstancias. Ahora, mi familia y yo comprendemos cuánto trabajo y energías requiere sencillamente hacer las labores necesarias del día.
Aunque los indios tienen su propia jurisdicción en las reservas, se enfrentan a las mismas dificultades que todos los gobiernos: conflictos internos, favoritismo, falta de recursos, malversación de fondos e incluso corrupción de funcionarios y dirigentes. Los indios se encaran a los azotes del alcoholismo, el consumo de drogas, el desempleo, la violencia doméstica y los problemas matrimoniales y familiares. Algunos todavía culpan al hombre blanco de su situación actual, pero a este le afectan las mismas plagas. De todas formas, muchos indios americanos están respondiendo a la obra de educación bíblica de los testigos de Jehová a pesar de la presión de la familia, los amigos y los miembros del mismo clan. Se dan cuenta de que la amistad con Dios merece cualquier sacrificio. Muchos viajan más de 120 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta para asistir a las reuniones cristianas. Nos encanta compartir las buenas nuevas del Reino de Dios con los navajos y los hopis.
Anhelo el día en que el gobierno de Jehová ‘cause la ruina de los que están arruinando la tierra’ y toda la humanidad obediente viva junta en paz y armonía como una familia unida. Entonces la vida será como yo quería que fuera cuando era aquel niño chippewa de Canadá. (Revelación [Apocalipsis] 11:18; 21:1-4.)—Relatado por Burton McKerchie.
[Nota]
a Editado por Watchtower Bible and Tract Society of New York, Inc.; ya no se imprime.
[Ilustración de la página 13]
Buscaba respuestas a mis preguntas sobre Dios
[Ilustraciones de la página 15]
Arriba: Mi familia y, a la izquierda, un amigo navajo
Abajo: Nuestra casa móvil cerca del Salón del Reino