Los genes, el ADN y usted
MÍRESE bien en el espejo. Observe el color de los ojos, la textura del cabello, la tonalidad de la tez y la forma general del cuerpo. Piense en los talentos que posee. ¿Por qué tendrá ese físico en particular? ¿A qué se deberán sus características y habilidades? En la actualidad se está despejando este enigma gracias a las investigaciones que se centran en la genética (el estudio de la herencia biológica) y en los efectos del medio ambiente en el organismo.
“¿La genética? Ay, no —quizás diga usted—. Me parece un tema muy científico que escapa a mi comprensión.” Pero ¿acaso no le ha dicho nunca a nadie que tiene los ojos verdes de su padre y el cabello pelirrojo y las pecas de su madre? Pues ya conoce un principio fundamental de la genética: los rasgos físicos se transmiten de padres a hijos. Además, este hecho puede resultar un buen punto de partida para determinar si nuestra existencia es fruto de la evolución o de la creación. Para empezar, veamos de qué manera es todo ser humano portador del legado de muchas generaciones.
Según ciertos cálculos, el cuerpo está formado por cien billones de células (minúsculas unidades vivas). Cada una tiene un núcleo que contiene miles de genes, unidades de la herencia que controlan la célula y definen algunas de nuestras características personales. Hay muchos genes que determinan el tipo de sangre que tenemos; otros, la textura del cabello, el color de los ojos y así por el estilo. Así pues, cada célula lleva dentro de sí un plano o código en miniatura, formado por genes, que contiene las instrucciones necesarias para construir, reparar y mantener en funcionamiento el organismo (véase la ilustración de la pág. 5). ¿Será posible que todo esto haya surgido por accidente?
Cómo se fue resolviendo el misterio
En el siglo IV antes de nuestra era, Aristóteles planteó una hipótesis que se aceptó por más de mil años: los caracteres biológicos se heredaban a través de la sangre. Esta teoría influyó mucho en la mentalidad del momento, al grado que en español aún hablamos de líneas de sangre y de parientes consanguíneos.
En el siglo XVII se descubrieron los óvulos y los espermatozoides, aunque no se llegó a entender bien cuáles eran sus funciones. Hasta hubo quien señaló que la célula masculina o la femenina portaba desde el principio una criatura diminuta totalmente formada. Sin embargo, las investigaciones del siglo XVIII revelaron que el espermatozoide se une al óvulo para formar un embrión. Con todo, aún tenía que presentarse una explicación exacta de la herencia.
El esclarecimiento no se produjo sino hasta 1866, cuando un monje austriaco, Gregor Mendel, publicó la primera teoría correcta de la herencia. Gracias a sus experimentos con guisantes, descubrió lo que denominó “rasgos hereditarios discretos” ocultos en las células sexuales, y afirmó que estos transmitían los caracteres a la descendencia. En la actualidad llamamos genes a estos “rasgos hereditarios discretos”.
Para el año 1910 se descubrió que los genes se hallan en los cromosomas, estructuras celulares formadas principalmente por proteína y ADN (ácido desoxirribonucleico). Como los científicos ya conocían el importante cometido que desempeñaban las proteínas en otras funciones celulares, supusieron por años que las proteínas cromosómicas transmitían información genética. Más tarde, en 1944, los investigadores presentaron la primera prueba de que los genes no se componían de proteína, sino de ADN.
En 1953, cuando James Watson y Francis Crick descubrieron la estructura química del ADN (las hebras de moléculas dispuestas en espiral), la solución del misterio de la vida avanzó sustancialmente.