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FIESTA

(heb. jagh, del verbo que denota forma o movimiento circular; “celebrar una fiesta o festividad periódica; bailar en círculos; celebrar una fiesta de tales características; danzas”; moh·ʽédh, “un tiempo o lugar determinado de asamblea”).

Las fiestas formaban parte integrante de la adoración verdadera de Dios, y habían sido prescritas por Jehová para su pueblo escogido Israel por mano de Moisés.

Las fiestas y otros días especiales podrían bosquejarse de la siguiente manera:

I. Anteriores al destierro.

A. Celebraciones anuales.

1. Pascua: 14 de Abib (Nisán).

2. Fiesta de las tortas no fermentadas: 15-21 de Abib (Nisán).

3. Fiesta de la siega, semanas o Pentecostés: 6 de Siván.

4. Año Nuevo, fiesta de las trompetas: 1 de Etanim (Tisri).

5. Día de Expiación: 10 de Etanim (Tisri).

6. Fiesta de las cabañas: 15-21 de Etanim (Tisri), con un sábado en el día 22.

B. Celebraciones periódicas.

1. Sábado semanal.

2. Luna nueva.

3. Año sabático (cada siete años).

4. Año del Jubileo (cada cincuenta años).

II. Posteriores al destierro.

A. Fiesta de la dedicación: 25 de Kislev.

B. Purim: 14, 15 de Adar.

(Nisán corresponde a parte de marzo y a parte de abril del calendario gregoriano; Etanim (Tisri), a septiembre-octubre; Kislev, a noviembre-diciembre y Adar a febrero-marzo.)

LAS TRES GRANDES FIESTAS

Las tres fiestas principales, llamadas a veces “fiestas de peregrinación” debido a que para ese tiempo todos los varones se congregaban en Jerusalén, se celebraban en tiempos fijos y eran designadas con la palabra hebrea moh·ʽédh: “fiestas periódicas”. (Lev. 23:2, 4.) No obstante, la palabra que suele emplearse al referirse exclusivamente a las tres grandes fiestas es jagh, que da a entender no solo que el acontecimiento tiene carácter periódico, sino también que es una ocasión de gran regocijo. Estas tres grandes fiestas son:

1) La fiesta de las tortas no fermentadas. (Éxo. 23:15.) Esta fiesta comenzaba el día después de la Pascua y se extendía del 15 al 21 de Abib (o Nisán). La Pascua se celebraba el 14 de Nisán y en realidad era una fiesta aparte; sin embargo, al estar tan próxima a la fiesta de las tortas no fermentadas, se solía hablar de ambas como la Pascua. (Mat. 26:17; Mar. 14:12; Luc. 22:7.)

2) La fiesta de la siega, de las semanas o, como se la llamó más tarde, Pentecostés, la cual se celebraba en el quincuagésimo día después del 16 de Nisán, es decir, el 6 de Siván. (Éxo. 23:16a; 34:22a.)

3) La fiesta de la recolección (los tabernáculos o las cabañas). Transcurría del 15 al 21 del séptimo mes, Etanim (o Tisri), y el día 22 se celebraba una asamblea solemne. (Lev. 23:34-36.)

Jehová había fijado el tiempo, el lugar y la manera en que habrían de celebrarse estas fiestas. Como indica la expresión “fiestas periódicas de Jehová”, estas observancias estaban asociadas con diversos períodos del calendario del año sagrado: el comienzo de la primavera, el fin de la primavera, y el otoño. ¡Cuán significativo fue esto, dado que, en aquel tiempo, las primicias del campo y de las viñas traían gran gozo y felicidad a los habitantes de Palestina, los cuales daban el reconocimiento por todo ello a Jehová, el Proveedor generoso de todas las cosas buenas!

OBSERVANCIAS COMUNES A LAS TRES FIESTAS

El pacto de la Ley exigía que, con motivo de las tres grandes fiestas anuales, todos los hombres se presentasen cada año “delante de Jehová tu Dios en el lugar que él escoja”. (Deu. 16:16.) El lugar que finalmente fue escogido como sede de las fiestas fue Jerusalén. No se enunciaba ninguna pena específica para el individuo que no asistiera, salvo para la Pascua, en cuyo caso el no asistir se castigaba con la pena de muerte. (Núm. 9:9-13.) No obstante, el desatender cualquiera de las leyes de Dios, entre las que estaban las fiestas y los sábados, traería juicio y aflicción a la nación. (Deu. 28: 58-62.) La Pascua habría de celebrarse el 14 de Nisán o, bajo ciertas circunstancias, un mes más tarde.

A pesar de que las mujeres -a diferencia de los hombres- no estaban bajo obligación de asistir a las fiestas anuales, aun así hay ejemplos de algunas que acudieron, como Ana, la madre de Samuel (1 Sam. 1:7), y María, la madre de Jesús. (Luc. 2:41.) Las mujeres israelitas que amaban a Jehová asistían a tales fiestas siempre que les era posible. De hecho, no solo los padres de Jesús acudían regularmente; también se indica que sus parientes y conocidos iban con ellos. (Luc. 2:44. )

Jehová prometió: “Nadie deseará tu tierra mientras estés subiendo para ver el rostro de Jehová tu Dios tres veces al año”. (Éxo. 34:24.) A pesar de que no quedaba ningún hombre para proteger las ciudades y la tierra, lo cierto es que antes de la destrucción de Jerusalén en 70 E.C. ninguna nación extranjera subió jamás para tomar la tierra de los judíos durante sus fiestas. No obstante, en el año 50 E.C., es decir, después de que la nación judía hubiese rechazado a Cristo, Cestio Galo mató a cincuenta personas en Lida durante la fiesta de los tabernáculos. Además, en ciertas ocasiones se descuidó tanto la adoración de Jehová como la observancia de las fiestas, especialmente durante los reinados de los reyes infieles.

Ninguno de los varones que asistiese a las fiestas habría de presentarse con las manos vacías, sino más bien con un don “en proporción con la bendición de Jehová tu Dios que él te haya dado”. (Deu. 16:16, 17.) Asimismo, habrían de comer y compartir con los levitas en Jerusalén la ‘segunda’ décima parte —en contraste con la que se daba para mantener a los levitas (Núm. 18:26, 27)— del grano, el vino y el aceite del año en curso, así como de los primogénitos del rebaño y de la vacada. No obstante, en caso de que el viaje hasta el lugar de la fiesta fuese demasiado largo, la Ley estipulaba que tales bienes podían cambiarse por dinero para costear los gastos. (Deu. 14:22-27.) Estas ocasiones eran oportunidades para demostrar la lealtad a Jehová y tenían que celebrarse con alegría, alegría que habría de extenderse hasta al residente forastero, al huérfano de padre y a la viuda. (Deu. 16:11, 14.) En el caso de los residentes forasteros, por supuesto los varones tenían que ser adoradores circuncisos de Jehová. (Éxo. 12:48, 49.) Además de las ofrendas diarias, siempre se ofrecían sacrificios especiales, y mientras se hacían las ofrendas quemadas y los sacrificios de comunión, se tocaban las trompetas. (Núm. 10:10.)

En el transcurso de estas fiestas, algunos días eran asambleas solemnes o convocaciones santas, es decir, sábados, y como sucedía en el caso de los sábados semanales, era necesario dejar completamente el trabajo y las tareas cotidianas. Pero a diferencia del sábado semanal, se podía trabajar en los preparativos para la observancia de la fiesta, como por ejemplo la preparación del alimento, lo cual no estaba permitido en los días sabáticos normales. (Éxo. 12:16.) En este aspecto hay una distinción entre las “convocaciones santas” de las fiestas y los sábados regulares semanales (y el sábado del día décimo del séptimo mes, el Día de Expiación, que era un tiempo de ayuno). En estos días no se permitía hacer ningún trabajo, ni siquiera encender un fuego “en ninguna de sus moradas”. (Compárese Levítico 23:3 y 26-32 con los versículos 7, 8, 21, 24, 25, 35, 36 y con Éxodo 35:2, 3.)

LA IMPORTANCIA DE LAS FIESTAS EN LA VIDA DE ISRAEL

Las fiestas desempeñaban un papel muy importante en la vida de la nación israelita. Cuando aún estaban cautivos en Egipto, Moisés le dijo al faraón la razón por la que exigía que se dejara a los israelitas y a su ganado salir de Egipto: “Tenemos una fiesta para Jehová”. (Éxo. 10:9.) Posteriormente, el pacto de la Ley incorporó muchas instrucciones detalladas concernientes a la observancia de las fiestas. (Éxo. 34:18-24; Lev. 23:1-44; Deu. 16:1-17.) En conformidad con los mandamientos de Dios, los sábados de las fiestas ayudaban a todos los asistentes a concentrar su atención en la palabra de Dios y a no estar tan envueltos en sus asuntos personales que se olvidaran del aspecto espiritual —el más importante— de su vida diaria. Los sábados de las fiestas también servían para recordarles que eran un pueblo para el nombre de Jehová. Al viajar a los lugares de reunión para las fiestas y al regreso, tendrían muchas oportunidades para hablar acerca de la bondad de su Dios y de las bendiciones que estaban disfrutando tanto diariamente como en temporadas específicas. Las fiestas les brindaban el tiempo y la oportunidad de meditar, asociarse y considerar la ley de Jehová. Estas fiestas ampliaban su conocimiento de la tierra que les había sido dada por Dios, aumentaban el entendimiento y el amor entre ellos y promovían la unidad y la adoración limpia. Se convertían en acontecimientos felices. Los asistentes se embebían de los pensamientos y los caminos de Dios, y todos los que participaban con sinceridad recibían una rica bendición espiritual. Puede servir de ejemplo la bendición que recibieron los miles de asistentes que estuvieron presentes en la fiesta del Pentecostés en Jerusalén en el año 33 E.C. (Hech. 2:1-47.)

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