JEHÚ
(probablemente: “Jehová Es Él”).
Hijo de Jehosafat (no el rey Jehosafat de Judá) y nieto de Nimsí. (2 Rey. 9:14.) Jehú gobernó como rey de Israel desde aproximadamente 905 hasta 876 a. E.C. Durante el reinado del rey Acab de Israel, Elías el profeta había huido al monte Horeb para escapar de la muerte a manos de Jezabel, la esposa de Acab. Dios le mandó a Elías que regresase y ungiese a tres hombres: a Eliseo como sucesor de Elías, a Hazael como rey de Siria y a Jehú como rey de Israel. (1 Rey. 19:15, 16.) Elías ungió a Eliseo (o le nombró); sin embargo, la unción de Jehú quedó para que la llevase a cabo Eliseo, el sucesor de Elías.
¿Fue debido a dilación por parte de Elías el que se dejara la unción de Jehú a Eliseo? No; poco después de darle el mandato a Elías, Jehová le dijo que la calamidad sobre la casa de Acab (calamidad que tendría que ser ejecutada por Jehú) no vendría en los días de Acab, sino en los días del hijo de Acab. (1 Rey. 21:27-29.) Así, es evidente que la demora se debió a la guía de Jehová y no a negligencia por parte de Elías. Jehová planeó la unción para el momento más oportuno, cuando se dieran las circunstancias para que Jehú pudiese cumplir inmediatamente con el propósito de dicha unción. Y, en armonía con su personalidad decisiva y dinámica, Jehú no perdió ni un momento, sino que actuó rápidamente.
Y llegó la ocasión propicia: era un tiempo de guerra. Acab había muerto y su hijo Jehoram estaba gobernando. El ejército de Israel se hallaba reunido en Ramot-galaad, vigilando las fuerzas de Hazael, el rey de Siria. Jehú estaba allí como uno de los comandantes militares. (2 Rey. 8:28; 9:14.) Unos trece años antes, él y Bidqar, su adjutor, como soldados del ejército de Acab habían presenciado la sentencia de Elías contra Acab al profetizar que Jehová ‘le pagaría en la porción de terreno que le pertenecía a Nabot’. Esta porción de terreno había sido tomada por Acab después que su esposa Jezabel provocara el asesinato de Nabot. (1 Rey. 21:11-19; 2 Rey. 9:24-26.)
Mientras las fuerzas militares de Israel vigilaban en Ramot-galaad, el rey Jehoram de Israel estaba en Jezreel recuperándose de las heridas que había recibido a manos de los sirios en Ramá. El rey de Judá, Ocozías, también estaba allí. Él era sobrino de Jehoram, pues su madre, Atalía, era hermana de Jehoram de Israel e hija de Acab y Jezabel. El rey Ocozías había venido a Jezreel para visitar a su tío enfermo Jehoram. (2 Rey. 8:25, 26, 28, 29.)
LA UNCIÓN DE JEHÚ
Eliseo llamó a su servidor, uno de los hijos de los profetas, diciéndole que tomase un frasco de aceite, que fuera al campamento israelita en Ramot-galaad, que ungiera allí a Jehú y que huyera. El servidor de Eliseo obedeció, llamando a Jehú aparte de los otros oficiales, a una casa, donde lo ungió y le declaró su comisión de destruir a toda la casa de Acab. Entonces el servidor huyó, tal como Eliseo había mandado. (2 Rey. 9:1-10.)
Al salir de la casa, Jehú intentó disimular la seriedad del asunto, como si el profeta no hubiera dicho nada de importancia. Pero los hombres vieron por su apariencia y su proceder que algo significativo había ocurrido. Al ser apremiado, Jehú reveló que había sido ungido como rey de Israel, y ante esta impresionante declaración, el ejército inmediatamente le proclamó rey. (2 Rey. 9:11-14.)
DESTRUCCIÓN DE LA CASA DE ACAB
Habiendo dado órdenes para que el asunto no se diera a conocer en Jezreel, Jehú cabalgó a toda velocidad hacia esa ciudad. (2 Rey. 9:15, 16.) Los mensajeros mandados desde Jezreel por Jehoram para inquirir: “¿Hay paz?”, fueron enviados a la retaguardia de los hombres de Jehú. A medida que se acercaba la “oleada en masa” de los jinetes y carros de Jehú, la manera de conducir el carro, “con locura”, le identificó a los ojos del atalaya que estaba en la torre. Jehoram, hijo de Acab, sospechó y salió en su carro de guerra, llegando hasta Jehú en el terreno de Nabot. Jehú le disparó una flecha y, recordando la profecía de Elías, mandó a su adjutor, Bidqar, que arrojara su cuerpo en el campo de Nabot. Después, Jehú continuó hasta la ciudad de Jezreel. Al parecer Ocozías, nieto de Acab, que había salido de la ciudad con Jehoram, intentó volver a su propia capital, Jerusalén, pero sólo llegó hasta Samaria y se escondió allí. Más tarde, fue capturado y llevado a la presencia de Jehú, cerca del pueblo de Ibleam, no lejos de Jezreel. Jehú ordenó a sus hombres que lo matasen en su carro de guerra. Estos lo hirieron mortalmente en camino a Gur, cerca de Ibleam, pero logró escapar y huyó a Meguidó, donde murió. Entonces fue llevado a Jerusalén, donde fue enterrado. (2 Rey. 9:17-28; 2 Cró. 22:6-9.)
Cuando Jehú llegó a Jezreel, Jezabel, la viuda de Acab, gritó: “¿Le fue bien a Zimrí, el que mató a su señor?”. (Véase 1 Reyes 16:8-20.) Pero Jehú, impasible ante esta amenaza indirecta, pidió a los oficiales de la corte que la arrojasen abajo. Ellos obedecieron. Su sangre salpicó el muro y Jehú la pisoteó bajo sus caballos. La siguiente declaración concisa del relato puede ayudar a conocer mejor la personalidad de Jehú: “Después de eso pasó adentro y comió y bebió”; luego, mandó que la enterrasen. Mientras tanto, Jezabel había sido comida por los perros, y esa circunstancia le recordó a Jehú la expresión profética de Elías en cuanto a la forma de su ejecución. (2 Rey. 9:30-37; 1 Rey. 21:23.)
Jehú no se demoró en cumplir su misión. Desafió a los hombres de Samaria a poner a uno de los setenta hijos de Acab sobre el trono y pelear, pero ellos, por temor, expresaron lealtad a Jehú. Él, con intrepidez, puso su lealtad a prueba al decir: “Si ustedes me pertenecen [...] tomen las cabezas de los hombres que son hijos de su señor y vengan a mí mañana a esta hora, a Jezreel”. Al día siguiente, llegaron mensajeros llevando las setenta cabezas en cestas, y Jehú mandó que se pusieran en dos montones, junto a la puerta de Jezreel, hasta la mañana. Después, Jehú mató a todos los hombres distinguidos y a sus conocidos y a los sacerdotes de Acab, degollando a los hermanos del rey Ocozías de Judá, el nieto de Acab, en total cuarenta y dos hombres. De esta manera, dio muerte a todos los hijos de Jehoram de Judá, el esposo de Atalía, la hija de la inicua Jezabel. (2 Rey. 10:1-14.)
Se habían dado importantes pasos para limpiar a Israel de la adoración de Baal, pero Jehú todavía tenía mucho que hacer, y se ocupó de ello con una prontitud y un celo que le eran característicos. Al dirigirse a Samaria, se encontró con Jehonadab, un recabita (los descendientes de este hombre más tarde fueron encomiados por Jehová mediante el profeta Jeremías debido a su fidelidad). (Jer. 35:1-16.) Jehonadab se puso del lado de Jehú en su lucha contra el baalismo y se fue con él para ayudarle. Todos los que quedaban de Acab en Samaria, es decir, de algún modo relacionados con él, fueron destruidos. (2 Rey. 10:15-17.)
SE ANIQUILA A LOS ADORADORES DE BAAL
Acto seguido, con el pretexto de convocar una gran reunión para adorar al dios Baal, Jehú consiguió que todos los adoradores de ese dios que había en Israel se reunieran en la casa de Baal. Tras comprobar que no había adoradores de Jehová presentes, Jehú les mandó a sus hombres que dieran muerte a todos los que estaban en la casa. Posteriormente, destruyeron las columnas sagradas de Baal y demolieron la casa, manteniéndola aparte para excusado, y así se usó hasta el día de Jeremías, el escritor del relato del libro de Reyes. El registro dice: “Así exterminó Jehú a Baal de Israel”. (2 Rey. 10:18-28.) Sin embargo, más adelante la adoración de Baal de nuevo fue causa de problemas, tanto para Israel como para Judá. (2 Rey. 17:16; 2 Cró. 28:2; Jer. 32:29.)
Probablemente para distinguir el reino de diez tribus de Israel del reino de Judá, con el templo de Jehová en Jerusalén, el rey Jehú permitió que continuase la adoración de becerros en Israel, con sus centros en Dan y Betel. “Y Jehú mismo no puso cuidado en andar en la ley de Jehová el Dios de Israel con todo su corazón. No se apartó de los pecados de Jeroboán, con que él hizo pecar a Israel.” (2 Rey. 10:29, 31.)
No obstante, debido al trabajo celoso y concienzudo de Jehú en erradicar el baalismo y en ejecutar los juicios de Jehová sobre la casa de Acab, Jehová le recompensó con la promesa de que sus hijos, a lo largo de cuatro generaciones, se sentarían sobre el trono de Israel. Esto se cumplió en los descendientes de Jehú: Jehoacaz, Jehoás, Jeroboán II y Zacarías, cuya gobernación terminó al ser asesinado en 791 a. E.C. Por lo tanto, la dinastía de Jehú reinó sobre Israel por unos ciento catorce años. (2 Rey. 10:30; 13:1, 10; 14:23; 15:8-12.)
CULPA DE SANGRE SOBRE LA CASA DE JEHÚ
Sin embargo, después del día de Jehú, Jehová dijo por medio del profeta Oseas: “De aquí a poco tiempo tengo que pedir cuentas por los actos de derramamiento de sangre de Jezreel a la casa de Jehú, y tengo que hacer que el regir real de la casa de Israel cese”. (Ose. 1:4.) Esta culpa de sangre sobre la casa de Jehú no podía atribuirse a la comisión de destruir la casa de Acab que llevó a cabo Jehú, pues Dios aprobó precisamente esta acción. La culpa tampoco pudo deberse a haber ejecutado a Ocozías de Judá y a sus hermanos, ya que por medio de las relaciones familiares de estos (el matrimonio de Jehoram de Judá, el hijo del rey Jehosafat, con Atalía, la hija de Acab y Jezabel) el linaje real de Judá se contaminó con la inicua casa de Omrí. Más bien, la clave del asunto parece radicar en que Jehú permitió que continuase la adoración de becerros en Israel y no anduvo en la ley de Jehová con todo su corazón.
El poder del reino de Israel fue quebrantado cuando cayó la casa de Jehú, ya que el reino sólo duró unos cincuenta años más. Únicamente Menahem, quien derribó a Salum, el asesino de Zacarías, tuvo un hijo que le sucedió en el trono. Este hijo, Peqahías, fue asesinado, al igual que su asesino y sucesor Péqah. Hosea, el último rey de Israel, fue llevado en cautiverio al rey de Asiria. (2 Rey. 15:10, 13-30; 17:4.)
Durante s u historia, el pecado fundamental de Israel fue el practicar la adoración de becerros. Este proceder le condujo a la nación a apartase de Jehová, con el consecuente deterioro. De manera que la culpa por el “derramamiento de sangre de Jezreel” era una de las cosas, junto con el asesinato, robo, adulterio y otros crímenes, que en realidad se originaron de la adoración falsa, a la cual los gobernantes permitieron que el pueblo se entregara. (Ose. 4:2.) Finalmente, Dios tenía que “hacer que el regir real de la casa de Israel [cesara]”. (Ose. 1:4.)
SIRIA Y ASIRIA HOSTIGAN A ISRAEL
Debido a que no se volvió completamente a Jehová y no anduvo en sus caminos, Jehú tuvo que encararse a las dificultades que le originó Hazael, el rey de Siria, durante todos los días de su reinado. Hazael fue conquistando palmo a palmo el territorio dominado por Israel al otro lado del Jordán. (2 Rey. 10:32, 33; Amós 1:3, 4.) Al mismo tiempo, aumentó la amenaza asiria contra la existencia de Israel.
INSCRIPCIONES ASIRIAS NOMBRAN A JEHÚ
En inscripciones del rey de Asiria Salmanasar III, este alega haber recibido tributo de Jehú. La inscripción dice: “El tributo de Jehú (iaúa), hijo de Omrí (huumri); recibí de él plata, oro, un tazón saplu de oro, una vasija de oro de base puntiaguda, vasos de oro, cubos de oro, estaño, un bastón de rey, (y) puruhtu de madera [el significado de esta última palabra no se conoce]”. (En realidad, Jehú no era hijo de Omrí. Pero desde el tiempo de Omrí, a veces se usaba esta expresión para designar a los reyes de Israel, sin duda debido al valor de Omrí y a su obra de edificación en Samaria, [la cual] continuó siendo la capital de Israel hasta la caída de aquel reino de diez tribus ante Asiria.)
En el llamado Obelisco Negro hay, junto a la mencionada inscripción, una representación pictórica probablemente de un emisario de Jehú inclinándose ante Salmanasar y ofreciendo tributo. Algunos comentaristas opinan que esta es la primera representación pictórica de israelitas que se conoce. (Véase la ilustración de la página 159.) Sin embargo, no podemos estar absolutamente seguros de la veracidad de la declaración de Salmanasar. Tampoco se puede confiar en que la figura sea una representación exacta de un israelita, pues estas naciones puede que hayan representado a sus enemigos con apariencia indeseable, de manera similar a como los dibujos o cuadros de la actualidad describen a las personas de una nación enemiga como débiles, grotescas u odiosas.