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  • Una nueva expresión de la gobernación de Dios
  • La sociedad posdiluviana primitiva y sus problemas
  • LA MANERA COMO DIOS EJERCIÓ PODER REAL PARA CON ABRAHÁN Y SUS DESCENDIENTES
  • La formación de la nación de Israel
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  • SE SOLICITA UN REY HUMANO
  • LA GOBERNACIÓN EJEMPLAR DE DAVID
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REINO DE DIOS

El medio o agencia que Dios usa para manifestar y ejercer su soberanía universal sobre sus criaturas. (Sal. 103:19.) Esa expresión se usa especialmente para denotar la soberanía de Dios por medio de una administración real encabezada por su Hijo, Cristo Jesús.

La palabra que se vierte “reino” en las Escrituras Griegas Cristianas es ba·si·léi·a, la cual significa: “un reino, dominio, la región o país gobernado por un rey; poder, autoridad, dominación, reinado regio; dignidad real, el título y honor de rey”. (The Analytical Greek Lexicon, pág. 67.) Marcos y Lucas utilizan con frecuencia la expresión “el reino de Dios”, y en el relato de Mateo aparece la expresión paralela “el reino de los cielos” unas treinta veces. (Compárese Marcos 10:23 y Lucas 18:24 con Mateo 19:23, 24.)

LA GOBERNACIÓN DE DIOS EN LA HISTORIA HUMANA PRIMITIVA

Las primeras criaturas humanas, Adán y Eva, conocían a Jehová como Dios, el Creador del cielo y de la Tierra. Ellos reconocían su autoridad, su derecho de emitir mandatos, de exigirles que realizaran ciertos deberes o que se abstuvieran de ciertos actos, de asignarles una zona para que residieran en ella y la cultivaran, así como de delegarles autoridad sobre otras criaturas. (Gén. 1:26-30; 2:15-17.) Si bien Adán tenía la capacidad de idear nuevas palabras (Gén. 2:19, 20), no hay ninguna evidencia de que él ideara el título “rey [mé·lekj]” para aplicarlo a su Dios y Creador, aunque Adán reconocía la autoridad suprema de Jehová.

Según se revela en los primeros capítulos de Génesis, la manera como Dios ejercía su soberanía para con el hombre en Edén era benévola, no indebidamente restrictiva. La relación entre Dios y el hombre exigía que este le obedeciera tal como un hijo hace con su padre. (Compárese con Lucas 3:38.) El hombre no tenía que cumplir un extenso código de leyes (compárese con 1 Timoteo 1:8-11); los requisitos de Dios eran sencillos y tenían un propósito. Tampoco hay nada que indique que Adán se viera sometido a una supervisión constante y crítica de todas sus acciones haciendo que se sintiera cohibido; al contrario, parece que Dios se comunicaba con el hombre perfecto a intervalos, según hubiera necesidad. (Gén., caps. 1-3.)

Una nueva expresión de la gobernación de Dios

La franca violación del mandato de Dios cometida por la primera pareja humana a instigación de uno de los hijos espíritus de Dios en realidad fue una rebelión contra la autoridad divina. (Gén. 3:17-19.) La posición adoptada por ese espíritu, el adversario de Dios (heb. sa·tán), desafió lo justo de la soberanía universal de Jehová; y esa cuestión surgida tenía que resolverse. Como la Tierra es el lugar donde se hizo surgir la cuestión, es apropiado que sea precisamente en la Tierra donde se resuelva. (Rev. 12:7-12.)

Al dictar juicio contra los primeros rebeldes, Jehová Dios pronunció una profecía en términos simbólicos, en la que expuso su propósito de usar una agencia, una “descendencia”, para quebrantar definitivamente las fuerzas rebeldes. (Gén. 3:15.) Por lo tanto, la gobernación de Jehová, la expresión de su soberanía, asumiría un nuevo aspecto en respuesta a la insurrección que había surgido. La revelación progresiva de los “secretos sagrados del reino” (Mat. 13:11) mostró que este nuevo aspecto abarcaría la formación de un gobierno subsidiario, un cuerpo de gobernantes encabezado por un dirigente diputado. La promesa de la “descendencia” halla su cumplimiento en el reino de Cristo Jesús en unión con sus asociados escogidos. (Rev. 17:14.) Desde el tiempo de la promesa edénica en adelante, el desarrollo progresivo del propósito de Dios de producir esta “descendencia” real llega a ser un tema básico de la Biblia y una clave para entender las acciones de Jehová para con sus siervos y para con la humanidad en general.

Aunque la Tierra se había convertido en un foco de rebelión, Jehová no renunció a su dominio sobre ella. El diluvio global probó que el poder y la capacidad de Dios para hacer cumplir su voluntad sobre la Tierra, al igual que en cualquier otra parte del universo, seguía en pie. Durante la época prediluviana Él también demostró que seguía dispuesto a guiar y dirigir las acciones de las personas que le buscaban, como Abel, Enoc y Noé. El caso particular de Noé ilustra cómo ejerce Dios su dominio para con un súbdito terrestre de buena voluntad, dándole mandatos y orientación, protegiendo y bendiciendo tanto a él como a su familia, así como manifestando su control sobre las otras creaciones de la Tierra, tanto animales terrestres como aves. (Gén. 6:9-7:16.) Jehová hizo patente que no permitiría que la sociedad humana apartada de Él corrompiera la Tierra para siempre; que Él no se restringiría de ejecutar su juicio justo contra los malhechores de la manera y en el momento que viese conveniente. Además, Dios demostró su poder soberano de controlar la atmósfera y los elementos de la Tierra. (Gén. 6:3, 5-7; 7:17-8:22.)

La sociedad posdiluviana primitiva y sus problemas

Después del Diluvio, la estructura básica de la sociedad humana era un sistema patriarcal, el cual proporcionaba cierta medida de estabilidad y orden. La humanidad tenía que “[llenar] la tierra”, lo cual no simplemente hacía necesaria la procreación sino también la constante extensión de la zona de habitación humana por todo el globo. (Gén. 9:1, 7.) Estos factores en sí mismos razonablemente limitarían cualquier problema social, pues por lo general los mantendría dentro del círculo de la familia, de modo que raramente surgiría la fricción que con frecuencia se desarrolla cuando la población es densa y las condiciones atestadas. Sin embargo, el proyecto no autorizado de Babel requería lo contrario, que la gente se concentrara, que evitaran ser “esparcidos por toda la superficie de la tierra”. (Gén. 11:1-4.) Además, Nemrod se apartó del sistema patriarcal y estableció el primer “reino” (heb. mam·la·kjáh). Él era un cusita del linaje familiar de Cam, e invadió parte del territorio semita, la tierra de Asur (o Asiria), edificando allí ciudades como parte de su dominio. (Gén. 10:8-12.)

Al confundir el lenguaje humano Dios disolvió la concentración de gente que se había formado en las llanuras de Sinar, pero el modelo de gobernación que Nemrod empezó fue generalmente imitado en las zonas a las que emigraron las diversas familias de la humanidad. En los días de Abrahán (c. 2018-1843 a. E.C.) existían reinos desde Mesopotamia (en Asia) hasta Egipto (en África), donde al rey se le llamaba “faraón” en lugar de Mé·lekj. Pero estas gobernaciones reales no produjeron seguridad. Los reyes pronto empezaron a formar alianzas militares, emprendiendo extensas campañas de agresión, saqueando y secuestrando. (Gén. 14:1-12.) En algunas ciudades los extraños corrían el peligro de ser atacados por homosexuales. (Gén. 19:4-9.)

LA MANERA COMO DIOS EJERCIÓ PODER REAL PARA CON ABRAHÁN Y SUS DESCENDIENTES

Ciertamente, aquellas personas que recurrían a Jehová Dios como su Cabeza también tenían sus problemas y fricciones personales. Sin embargo fueron ayudadas a resolver estos problemas (o a aguantarlos) de una manera que se conformara con las normas justas de Dios y sin caer en la degradación. Recibieron protección y fortaleza divinas. (Gén. 13:5-11; 14:18-24; 19:15-24; 21:9-13, 22-33; Sal. 105:7-15.)

Los patriarcas fieles no se vincularon a ninguna de las ciudades-estado o reinos de Canaán o de otros países. En lugar de buscar seguridad en alguna ciudad bajo el gobierno político de un rey humano, vivieron en tiendas como forasteros, “extraños y residentes temporales en la tierra”, esperando con fe “la ciudad que tiene fundamentos verdaderos, cuyo edificador y hacedor es Dios”. Aceptaron a Dios como su Gobernante y esperaban su futura agencia celestial para gobernar la Tierra, fundada sólidamente en su autoridad y voluntad soberanas, aunque en aquel entonces la realización de esta esperanza todavía estaba “lejos”. (Heb. 11:8-10, 13-16.) Por eso, una vez ungido por Dios para ser rey, Jesús pudo decir: “Abrahán [...] se regocijó mucho por la expectativa de ver mi día, y lo vio y se regocijó”. (Juan 8:56.)

Al establecer un pacto con Abrahán (Gén. 12:1-3; 22:15-18), Jehová dio otro paso en el desarrollo de su promesa concerniente a la “descendencia” del Reino. (Gén. 3:15.) A este respecto, Él predijo que de Abrahán (Abrán) y su esposa ‘saldrían reyes’. (Gén. 17:1-6, 15, 16.) Aunque los descendientes de Esaú, el nieto de Abrahán, establecieron territorios dominados por jeques y también reinos, fue a Jacob, el otro nieto de Abrahán, a quien se le repitió la promesa profética de Dios de que de su descendencia saldrían reyes. (Gén. 35:11, 12; 36:9, 15-43.)

La formación de la nación de Israel

Siglos más tarde, al debido tiempo (Gén. 15:13-16), Jehová Dios actuó a favor de los descendientes de Jacob, que ya ascendían a millones, protegiéndoles del genocidio que pretendía llevar a cabo el gobierno egipcio (Éxo. 1:15-22) y finalmente libertándoles de la dura esclavitud al régimen de Egipto. (Éxo. 2:23-25.) El mandato que Dios dio al faraón mediante sus agentes, Moisés y Aarón, fue rechazado por el gobernante egipcio como si proviniese de una fuente que no tenía autoridad sobre los asuntos egipcios. El faraón rehusó repetidas veces reconocer la soberanía de Jehová, y eso acarreó las manifestaciones de poder divino en forma de plagas (Éxo., caps. 7-12) con las que Dios probó que su dominio sobre los elementos de la Tierra y sobre las criaturas era superior al de cualquier rey terrestre. (Éxo. 9:13-16.) Este despliegue de poder soberano llegó a su punto culminante cuando destruyó a las fuerzas del faraón de una manera que ninguno de los jactanciosos reyes guerreros de las naciones jamás hubiera podido igualar. (Éxo. 14:26-31.) Con buena base, Moisés y los israelitas cantaron: “Jehová reinará hasta tiempo indefinido, aun para siempre”. (Éxo. 15:1-19.)

Después, Jehová mostró su dominio sobre la Tierra, las vitales reservas de agua y también sobre las aves, así como su aptitud para proteger y sostener a la nación incluso en alrededores áridos y hostiles. (Éxo. 15:22-17:15.) Habiendo hecho todo esto, Dios se dirigió al pueblo liberado y les dijo que si obedecían su autoridad y su pacto, podrían llegar a ser su propiedad especial entre todos los otros pueblos, “porque toda la tierra me pertenece a mí”. Por consiguiente, podrían llegar a ser “un reino de sacerdotes y una nación santa”. (Éxo. 19:3-6.) Cuando ellos demostraron ser súbditos dispuestos de su soberanía, Jehová actuó como Legislador regio, dándoles decretos reales recogidos en un gran cuerpo de leyes, con lo cual hubo, además, una evidencia enérgica e inspiradora de temor de su poder y gloria. (Éxo. 19:7-24:18.) El tabernáculo o tienda de reunión, y especialmente el Arca, simbolizaba la presencia del Cabeza invisible y celestial del Estado. (Éxo. 25:8, 21, 22; 33:7-11; compárese con Revelación 21:3.) Aunque Moisés y otros hombres nombrados, guiados por la ley de Dios, juzgaron la mayoría de los casos, en ciertas ocasiones Jehová intervino personalmente para expresar su juicio y aplicar sanciones contra los que quebrantaban la Ley. (Éxo. 18:13-16, 24-26; 32:25-35.) Los sacerdotes ordenados actuaban para mantener buenas relaciones entre la nación y su Gobernante celestial, ayudando al pueblo en sus esfuerzos por conformarse a las elevadas normas del pacto de la Ley. De este modo, el gobierno establecido sobre Israel era una verdadera “teocracia”. (Deu. 33:2, 5.)

Como Dios y Creador, con derecho de dominio supremo sobre toda la Tierra, y como “Juez de toda la tierra” (Gén. 18:25), Jehová había asignado la tierra de Canaán a la descendencia de Abrahán. (Gén. 12:5-7; 15:17-21.) Al ser Él la autoridad suprema, ordenó a los israelitas que llevasen a cabo a la fuerza la expropiación del territorio poseído por los cananeos, los cuales estaban bajo condenación, y que ejecutasen la sentencia de muerte que Dios había dictado contra ellos. (Deu. 9:1-5.)

El período de los jueces

Durante tres siglos y medio, después que los israelitas conquistaran los muchos reinos de Canaán, Jehová Dios fue el único rey de la nación. En diversos períodos hubo jueces escogidos por Dios que dirigieron a la nación o a partes de ella tanto en las batallas como en tiempos de paz. Cuando el juez Gedeón derrotó a Madián, hubo una petición popular para que se convirtiese en el gobernante de la nación, pero él, reconociendo a Jehová como el verdadero gobernante, rehusó aceptar ese puesto. (Jue. 8:22, 23.) Su ambicioso hijo Abimélec estableció un corto reinado sobre una pequeña parte de la nación, aunque aquello le acarreó su propio desastre. (Jue. 9:1, 6, 22, 53-56.)

SE SOLICITA UN REY HUMANO

Casi cuatrocientos años después del éxodo y más de ochocientos desde que Dios hiciese un pacto con Abrahán, los israelitas solicitaron un rey humano para que les acaudillara, al igual que las otras naciones que tenían monarcas humanos. Con esa solicitud estaban rechazando la propia gobernación real de Jehová sobre ellos. (1 Sam. 8:4-8.) Es cierto que el pueblo estaba esperando que Dios estableciera un reino en consonancia con las promesas dadas a Abrahán y a Jacob. Además, tenían más razón para tal esperanza debido a la profecía que en su lecho de muerte Jacob pronunció sobre Judá (Gén. 49:8-10), así como por las palabras que Jehová había dirigido a Israel después del éxodo (Éxo. 19:3-6), o los términos del pacto de la Ley (Deu. 17:14, 15), e incluso debido a parte del mensaje que Dios hizo que pronunciase el profeta Balaam. (Núm. 24:2-7, 17.) Ana, la madre de Samuel y mujer de fe, expresó esta esperanza en oración. (1 Sam. 2:7-10.) Sin embargo, Jehová no había revelado completamente su “secreto sagrado” concerniente al Reino; no había indicado cuándo llegaría su tiempo debido para establecerlo, ni la estructura y los componentes de aquel gobierno, ni tampoco si sería terrenal o celestial. Por consiguiente, fue un acto atrevido por parte del pueblo exigir entonces un rey humano.

Probablemente la amenaza de agresión por parte de los filisteos y los ammonitas contribuyó al deseo de los israelitas de tener un comandante en jefe real y visible. De ese modo manifestaron falta de fe en que Dios podía protegerlos, guiarlos y proveerles lo necesario, como nación y como individuos. (1 Sam. 8:4-8.) Aunque el motivo del pueblo era incorrecto, Jehová accedió a su petición. Sin embargo, no lo hizo principalmente por ellos, sino para cumplir el buen propósito que Él tenía con respecto a la revelación progresiva del “secreto sagrado” acerca de su futuro reino en manos de la “descendencia”. Además, la gobernación real humana iba a resultar en problemas y gastos para Israel, y Jehová expuso esos hechos al pueblo. (1 Sam. 8:9-22.)

Los reyes que Jehová nombrara habrían de servir como agentes terrestres de Dios, sin disminuir en lo más mínimo la propia soberanía de Jehová sobre la nación. En realidad, el trono era de Jehová, y ellos se sentaban sobre él como reyes diputados. (1 Cró. 29:23.) Jehová mandó que se ungiera al primer rey, Saúl (1 Sam. 9:15-17), y al mismo tiempo expuso la falta de fe que había desplegado la nación. (1 Sam. 10:17-25.)

LA GOBERNACIÓN EJEMPLAR DE DAVID

La falta de respeto que el benjamita Saúl demostró por la superioridad de las disposiciones y la autoridad de la “Excelencia de Israel” le acarreó la desaprobación divina y resultó en que su linaje familiar perdiera el trono. (1 Sam. 13:10-14; 15:17-29; 1 Cró. 10:13, 14.) Con la gobernación de su sucesor, David, de la tribu de Judá, se cumplió otro rasgo de la profecía de Jacob en su lecho de muerte. (Gén. 49:8-10.) Aunque por debilidad humana cometió errores, la gobernación de David fue ejemplar debido a su sincera devoción a Jehová Dios y su humilde sumisión a la autoridad divina. (Sal. 51:1-4; 1 Sam. 24:10-14; compárese con 1 Reyes 11:4; 15:11-14.)

Cuando el arca del pacto, que simbolizaba la presencia de Jehová, fue llevada a la capital Jerusalén, David cantó: “Regocíjense los cielos, y esté gozosa la tierra, y digan entre las naciones: ‘¡Jehová mismo ha llegado a ser rey!’”. (1 Cró. 16:1, 7, 23-31.) Esto ilustra el hecho de que aunque la gobernación de Jehová data del principio de la creación, Él puede hacer expresiones específicas de su gobernación o establecer ciertas agencias para representarle, lo cual permite que se hable de Él como Aquel que en cierta ocasión en particular ‘llega a ser rey’.

El pacto para un reino

Jehová hizo un pacto con David para un reino que sería establecido eternamente en su linaje familiar. (2 Sam. 7:12-16; 1 Cró. 17:11-14.) Este pacto relacionado con la dinastía davídica supuso otro eslabón en el desarrollo de la promesa edénica de Dios en cuanto a su reino por medio de la predicha “descendencia” (Gén. 3:15), y suministró más detalles para identificar aquella “descendencia” cuando llegara. (Compárese con Isaías 9:6, 7; 1 Pedro 1:11.) Los reyes nombrados por Dios eran ungidos para su puesto, por lo que les aplicaba el término “mesías”, que significa “ungido”. (1 Sam. 16:1; Sal. 132:13, 17.) De modo que el reino terrestre que Jehová estableció sobre Israel sirvió como un tipo o una representación a pequeña escala del venidero reino del Mesías Jesucristo, el “hijo de David”. (Mat. 1:1.)

OCASO Y FIN DE LOS REINOS ISRAELITAS

No obstante, la gobernación real humana no solucionó los problemas de Israel. Las condiciones que existían al final de tan solo tres reinados y al comienzo del cuarto, produjeron un profundo descontento que hizo que la nación se sublevase y acabase dividiéndose (997 a. E.C.). De ello resultó un reino septentrional y otro meridional. Sin embargo, el pacto de Jehová con David continuó en vigor con los reyes del reino meridional de Judá. Con el transcurso de los siglos, Judá apenas tuvo reyes fieles, y en el reino septentrional de Israel ni siquiera hubo uno que lo fuera. El reino septentrional tuvo una historia de idolatría, intriga y asesinatos, donde a menudo los reyes se sucedían unos a otros tras cortos reinados. El pueblo sufrió injusticia y opresión. Unos 250 años después de su formación, Jehová permitió que el rey de Asiria aplastase al reino septentrional debido a su proceder de rebelión contra Dios (740 a. E.C.). (Ose. 4:1, 2; Amós 2:6-8.)

Aunque el reino de Judá disfrutaba de mayor estabilidad debido a la dinastía davídica, con el tiempo sobrepasó al reino septentrional en su corrupción moral, a pesar de los esfuerzos que hicieron algunos reyes temerosos de Dios, como Ezequías y Josías, para contrarrestar la inclinación hacia la idolatría y el rechazo de la palabra y autoridad de Jehová. (Isa. 1:1-4; Eze. 23:1-4, 11.) La injusticia social, la tiranía, la avaricia, la falta de honradez, el soborno, la perversión sexual, los asaltos violentos y el derramamiento de sangre, así como la hipocresía religiosa que convirtió el templo de Dios en una “cueva de salteadores”, fueron prácticas que los profetas de Jehová censuraron en sus mensajes de advertencia expresados tanto a gobernantes como al pueblo. (Isa. 1:15-17, 21-23; 3:14, 15; Jer. 5:1, 2, 7, 8, 26-28, 31; 6:6, 7; 7:8-11.) Ni el apoyo de los sacerdotes apóstatas ni ninguna alianza política con otras naciones podía evitar el venidero desplome de aquel reino infiel. (Jer. 6:13-15; 37:7-10.) Jerusalén, su capital, fue destruida, y Judá fue asolada por los babilonios en 607 a. E.C. (2 Rey. 25:1-26.)

La posición regia de Jehová permanece intachable

La destrucción de los reinos de Israel y Judá no desacreditó la manera de gobernar propia de Jehová Dios, ni tampoco indicó debilidad por su parte. Durante toda la historia de la nación israelita, Jehová hizo patente que lo que Él quería era que le sirvieran y obedecieran de buena gana. (Deu. 10:12-21; 30:6, 15-20; Isa. 1:18-20; Eze. 18:25-32.) Él instruyó, reprendió, disciplinó, advirtió y castigó; pero no usó su poder para obligar al rey o al pueblo a seguir un proceder justo. Las malas condiciones que se desarrollaron, el sufrimiento que experimentaron y el desastre que les acaeció, todo fue por su propia culpa, porque obstinadamente endurecieron su corazón e insistieron en seguir un proceder independiente que perjudicaba tontamente sus propios intereses. (Lam. 1:8, 9; Neh. 9:26-31, 34-37; Isa. 1:2-7; Jer. 8:5-9; Ose. 7:10, 11.)

Jehová exhibió su poder soberano al mantener restringidas a Asiria y Babilonia, potencias agresivas y rapaces, hasta su debido tiempo, incluso maniobrándolas para que actuasen en cumplimiento de sus profecías. (Eze. 21:18-23; Isa. 10:5-7.) Cuando Jehová finalmente dejó de proteger a la nación, lo hizo como expresión de su justo juicio como Gobernante Soberano. (Jer. 35:17.) La desolación de Israel y Judá no acaeció como una espantosa sorpresa para los siervos obedientes de Dios, los cuales habían sido advertidos de antemano por sus profecías. El degradar a gobernantes altivos ensalzó la “espléndida superioridad” de Jehová. (Isa. 2:1, 10-17.) Sin embargo, más importante aún, Jehová había demostrado que podía proteger y conservar con vida a las personas que recurrían a Él como su Rey, aunque se hallasen en medio de condiciones de hambre, enfermedad y matanza indiscriminada, y fueran perseguidas por los que odiaban la justicia. (Jer. 34:17-21; 20:10, 11; 35:18, 19; 36:26; 37:18-21; 38:7-13; 39:11-40:5.)

Al último rey de Israel se le advirtió que le sería removida la corona, la cual representaba la gobernación real para la que había sido ungido como el representante real de Jehová. Aquella gobernación real de hombres ungidos del linaje de David dejaría de existir “hasta que venga aquel que tiene el derecho legal, y tengo que dar esto a él”. (Eze. 21:25-27.) Por lo tanto, el reino típico, ahora en ruinas, cesó de funcionar, dirigiéndose de nuevo la atención hacia adelante, hacia la venidera “descendencia”, el Mesías.

VISIONES DEL REINO DE DIOS EN LOS DÍAS DE DANIEL

En su totalidad, la profecía de Daniel subraya enfáticamente el tema de la Soberanía Universal de Dios, aclarando más el propósito de Jehová. Hallándose exiliado en la capital de la potencia mundial que derrocó a Judá, Daniel fue usado por Dios para revelar el significado de una visión que tuvo el monarca babilonio, con la que se predecía la marcha de las potencias mundiales y su destrucción final por un reino eterno establecido por el propio Jehová. Nabucodonosor, el conquistador de Jerusalén, se sintió motivado a postrarse y rendir homenaje al exiliado Daniel y a reconocer al Dios de Daniel como “un Señor de reyes”, actitud que debió asombrar a su corte real. (Dan. 2:36-47.) Mediante la visión del ‘árbol cortado’ que Nabucodonosor vio en un sueño, Jehová hizo saber de nuevo de manera contundente que “el Altísimo es Gobernante en el reino de la humanidad, y que a quien él quiere darlo lo da, y coloca sobre él aun al de más humilde condición de la humanidad”. (Dan., cap. 4.) Por el cumplimiento de la parte del sueño que tenía que ver con él, el gobernante imperial Nabucodonosor tuvo que reconocer una vez más que el Dios de Daniel es “el Rey de los cielos”, Aquel que “está haciendo conforme a su propia voluntad entre el ejército de los cielos y los habitantes de la tierra. Y no existe nadie que pueda detener su mano o que pueda decirle: ‘¿Qué has estado haciendo?’”. (Dan. 4:34-37.)

Hacia el final de la dominación internacional de Babilonia, Daniel vio visiones proféticas de sucesivos imperios con características bestiales; vio también el majestuoso tribunal celestial de Jehová en sesión, juzgando a las potencias del mundo y decretando que no son merecedoras de gobernar, y contempló a “alguien como un hijo del hombre [...] [a quien] fueron dados gobernación y dignidad y reino, para que los pueblos, grupos nacionales y lenguajes todos le sirvieran aun a él”, en su “gobernación de duración indefinida que no pasará”. Vio también la guerra librada por la última potencia mundial contra “los santos”, lo cual exigía que fuese aniquilada y que se diera “el reino y la gobernación y la grandeza de los reinos bajo todos los cielos [...] al pueblo que son los santos del Supremo”, los santos de Jehová Dios. (Dan., caps. 7, 8.) Por lo tanto, llegó a ser evidente que la prometida “descendencia” consistiría en un cuerpo gubernamental que no solo tendría un cabeza regio, el “hijo del hombre”, sino que también contaría con gobernantes asociados, los “santos del Supremo”.

EXPRESIONES DEL PODER REGIO DE DIOS HACIA BABILONIA Y MEDO-PERSIA

El inexorable decreto de Dios contra la poderosa Babilonia fue llevado a cabo súbita e inesperadamente; sus días estaban contados y habían llegado a su fin. (Dan. 5:17-30.) Durante el subsiguiente gobierno medopersa, Jehová reveló más detalles en cuanto al reino mesiánico que indicaban el tiempo en que aparecería el Mesías, y predecían que sería “cortado” y también que habría una segunda destrucción de la ciudad de Jerusalén y su lugar santo. (Dan. 9:1, 24-27; véase SETENTA SEMANAS.) Tal como había hecho anteriormente durante la gobernación de Babilonia, Jehová Dios volvió a demostrar que podía proteger a los que reconocían su soberanía, a pesar de la cólera oficial y de la amenaza de muerte, exhibiendo su poder tanto sobre los elementos naturales como sobre las bestias salvajes. (Dan. 3:13-29; 6:12-27.) Él hizo que las puertas de Babilonia se abrieran de par en par al tiempo previsto, permitiendo que su pueblo en pacto con Él tuviese la libertad de regresar a su propia tierra y reedificar la ciudad de Jerusalén y la casa de Dios que había estado allí. (2 Cró. 36:20-23.) Debido a ese acto de liberación de su pueblo, a Sión se le podría hacer el anuncio: “¡Tu Dios ha llegado a ser rey!”. (Isa. 52:7-11.) Después, a medida que Jehová inducía a los diversos reyes persas a cooperar con el cumplimiento de su voluntad soberana, se frustraron diversas conspiraciones contra su pueblo, y se vencieron las acusaciones falsas de oficiales subordinados así como los decretos gubernamentales adversos. (Esd., caps. 4-7; Neh., caps. 2, 4, 6; Est., caps. 3-9.)

Por lo tanto, durante miles de años el propósito inmutable e irresistible de Jehová Dios siguió hacia adelante. Sin importar los giros que tomaron los acontecimientos de la Tierra, Él siempre demostró estar al mando de la situación, en posición ventajosa frente a la oposición humana y demoníaca. No permitió que nada interfiriera con el desarrollo progresivo y perfecto de su propósito o de su voluntad. La historia de la nación de Israel, además de servir para formar tipos proféticos y predicciones de los tratos futuros de Dios con los hombres, también ilustró que si no hay un reconocimiento y una sumisión de todo corazón a la jefatura divina, no puede haber armonía, paz y felicidad duraderas. Los israelitas disfrutaban de los beneficios de tener en común cosas tales como la raza, la ascendencia, el lenguaje y el país. También se encaraban a enemigos comunes. Pero solo tenían unidad, fuerza, justicia y disfrute genuino de la vida cuando adoraban y servían a Jehová Dios con lealtad y fe. Cuando sus lazos con Jehová Dios se debilitaban, la nación rápidamente degeneraba.

EL REINO DE DIOS ‘SE ACERCA’

Puesto que el Mesías tenía que ser un descendiente de Abrahán, Isaac y Jacob, un miembro de la tribu de Judá, y un “hijo de David”, era necesario que naciera como humano; según se declaró en la profecía de Daniel, tenía que ser un “hijo del hombre”. Cuando “llegó el límite cabal del tiempo”, Jehová Dios envió a su Hijo, quien nació de una mujer y cumplió todos los requisitos legales para heredar el “trono de David su padre”. (Gál. 4:4; Luc. 1:26-33; véase GENEALOGÍA DE JESUCRISTO.) Seis meses antes de su nacimiento, nació Juan, quien llegó a ser el “Bautista” y actuó como precursor de Jesús. (Luc. 1:13-17, 36.) Las expresiones de los padres de Juan y de Jesús indicaron que vivían con la ansiosa expectativa de contemplar actos de gobernación por parte de Dios. (Luc. 1:41-55, 68-79.) Cuando Jesús nació, las palabras pronunciadas por la delegación angélica que fue enviada para anunciar el significado de aquel acontecimiento también señalaron a actos gloriosos de Dios. (Luc. 2:9-14.) Igualmente, Simeón y Ana expresaron en el templo su esperanza de que hubiera salvación y liberación. (Luc. 2:25-38.) Tanto el registro bíblico como el seglar revelan que entre los judíos prevalecía un sentimiento general de expectativa en cuanto a que la venida del Mesías se estaba acercando. Sin embargo, el interés principal de muchos de ellos era conseguir libertad del pesado yugo de dominación romana. (Véase MESÍAS.)

Juan tenía la comisión de ‘volver los corazones’ de las personas a Jehová, a sus pactos, al “privilegio de rendirle servicio sagrado sin temor, con lealtad y justicia”, alistando así para Jehová “un pueblo preparado”. (Luc. 1:16, 17, 72-75.) Dijo sin ambages a las personas: que se estaban encarando a un tiempo de juicio por parte de Dios, que “el reino de los cielos se ha acercado”, por lo que era urgente que se arrepintieran y dejaran su proceder de desobediencia para cumplir la voluntad y la ley de Dios. Esto volvió a enfatizar la norma de Jehová de solo tener súbditos bien dispuestos, personas que reconocieran y apreciaran la justicia de sus caminos y sus leyes. (Mat. 3:1, 2, 7-12.)

La venida del Mesías tuvo lugar cuando Jesús se presentó a Juan para bautizarse y fue ungido por el espíritu santo de Dios. (Mat. 3:13-17.) De esta manera, llegó a ser el Rey nombrado, aquel que fue reconocido por el tribunal de Jehová como el que tenía el “derecho legal” al trono de David, un derecho que nadie había tenido en los últimos seis siglos. Pero además, Jehová introdujo a su Hijo aprobado en un pacto para un reino celestial, reino en el cual Jesús sería Rey y Sacerdote a la manera del Melquisedec de la antigua Salem. (Sal. 110:1-4; Luc. 22:29; Heb. 5:4-6; 7:1-3; 8:1; véase PACTO.) Como la prometida ‘descendencia de Abrahán’, este Rey-Sacerdote celestial sería el Agente Principal de Dios para bendecir a personas de todas las naciones. (Gén. 22:15-18; Gál. 3:14; Hech. 3:15.)

Después de unos cuarenta días en el desierto de Judá, el principal oponente de la soberanía de Jehová se enfrentó con Jesús, que para entonces ya se había bautizado. Ese adversario espíritu le presentó a Jesús argumentos sutiles con el propósito de inducirle a cometer actos que violaran la voluntad y la palabra expresada de Jehová. Satanás incluso ofreció dar al ungido Jesús dominio sobre todos los reinos de la Tierra sin necesidad de luchar ni de sufrir por su parte, a cambio de que le rindiese un acto de adoración. Cuando Jesús rehusó, reconociendo a Jehová como el único Soberano verdadero de quien procede con todo derecho la autoridad, y a quien debe dirigirse la adoración, el adversario de Dios empezó a elaborar otros planes a modo de estrategia de guerra contra el Representante de Jehová, valiéndose en diversas ocasiones de agentes humanos, como hizo mucho tiempo antes en el caso de Job. (Job 1:8-18; Mat. 4:1-11; Luc. 4:1-13; compárese con Revelación 13:1, 2.)

En qué sentido estaba el Reino ‘en medio de ellos’

Confiando en que Jehová tenía el poder de protegerle y de concederle éxito, Jesús emprendió su ministerio público, anunciando al pueblo que estaba en pacto con Jehová que “el tiempo señalado se ha cumplido”, lo cual significaba que el reino de Dios estaba cerca. (Mar. 1:14.) Para determinar en qué sentido estaba “cerca” el Reino, pueden considerarse las palabras que dirigió a ciertos fariseos: “El reino de Dios está en medio de ustedes”. (Luc. 17:21.) Aunque algunos comentaristas citan frecuentemente estas palabras como un ejemplo del ‘misticismo’ o ‘introversión’ de Jesús, esta interpretación se basa principalmente en la expresión “dentro de vosotros” con la que algunas traducciones vierten esta cita (NBE, NC). Sin embargo, la Biblia Cantera-Iglesias dice: “El reino de Dios está entre vosotros”, y en su nota al pie de la página comenta: “ENTRE VOSOTROS (no ‘dentro de vosotros’, ‘en vuestro interior’): en la persona de Jesús, presente entre los fariseos”. Asimismo, la Biblia de Jerusalén la vierte por “ya está entre vosotros”, y en una nota al pie de la página dice: “También se traduce ‘dentro de vosotros’, lo que no parece estar directamente indicado en el contexto”. (Véase también Besson.) Ya que “reino [ba·si·léi·a]” puede hacer alusión a “dignidad real”, es evidente que Jesús se refería a que él, el representante real de Dios, el ungido por Dios para ejercer la gobernación real, estaba en medio de ellos. Él no solo estaba presente en esta capacidad, sino que también tenía autoridad para realizar obras que manifestaban el poder regio de Dios y preparar candidatos para que ocuparan puestos dentro de su venidero gobierno del Reino. A eso se refería la ‘proximidad’ del Reino; era un tiempo en el que se daban unas circunstancias muy especiales.

Un verdadero gobierno con poder y autoridad

Los discípulos de Jesús entendieron que el Reino era un verdadero gobierno de Dios, aunque no comprendieron el alcance de su dominio. Natanael le dijo a Jesús: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”. (Juan 1:49.) Ellos conocían las cosas que se habían predicho en cuanto a los “santos” en la profecía de Daniel. (Dan. 7:18, 27.) Jesús prometió claramente a sus apóstoles que ellos ocuparían “tronos”. (Mat. 19:28.) Santiago y Juan buscaron ciertas posiciones privilegiadas en el gobierno mesiánico, y Jesús reconoció que las habría, pero que el asignarlas dependía de su Padre, el Gobernante Soberano. (Mat. 20:20-23; Mar. 10:35-40.) Así, aunque sus discípulos creyeron erróneamente que la gobernación regia del Mesías se circunscribía a la Tierra, y específicamente al Israel carnal, hasta el día de la ascensión del resucitado Jesús (Hech. 1:6), ellos entendieron correctamente que se trataba de un verdadero gobierno. (Compárese con Mateo 21:5; Marcos 11:7-10.)

El Representante real de Jehová demostró visiblemente de muchas maneras el poder regio de Dios para con su creación terrestre. Por medio del espíritu o fuerza activa de Dios, su Hijo ejerció control sobre el viento y el mar, sobre la vegetación, sobre los peces y hasta sobre las substancias alimenticias, haciendo que se multiplicasen. Estas obras poderosas hicieron que sus discípulos desarrollaran un profundo respeto por la autoridad depositada en él. (Mat. 14:23-33; Mar. 4:36-41; 11:12-14, 20-23; Luc. 5:4-11; Juan 6:5-15.) Su manera de ejercer el poder de Dios sobre los cuerpos humanos, sanando afecciones como la ceguera y la lepra, y devolviendo la vida a los muertos, aún causaba una impresión más profunda. (Mat. 9:35; 20:30-34; Luc. 5:12, 13; 7:11-17; Juan 11:39-47.) Ya que los sacerdotes divinamente autorizados generalmente no creían en él, Jesús les envió a los leprosos sanados “para testimonio a ellos”. (Luc. 5:14; 17:14.) Por último, Jesús mostró el poder de Dios sobre los espíritus sobrehumanos. Los demonios reconocían la autoridad conferida a Jesús, y, en lugar de exponerse a una prueba decisiva del poder que le respaldaba, acataban sus órdenes de libertar a las personas que tenían poseídas. (Mat. 8:28-32; 9:32, 33; compárese con Santiago 2:19.) Ya que este poder para expulsar demonios procedía del espíritu de Dios, esto significaba que el reino de Dios realmente había “alcanzado” a sus oyentes. (Mat. 12:25-29; compárese con Lucas 9:42, 43.)

LA ENTRADA EN EL REINO

Jesús enfatizó el período especial de circunstancias favorables que había llegado, y de su precursor, Juan, dijo: “Entre los nacidos de mujer no ha sido levantado uno mayor que Juan el Bautista; mas el que sea de los menores en el reino de los cielos es mayor que él. Pero desde los días de Juan el Bautista hasta ahora el reino de los cielos es la meta hacia la cual se adelantan con ardor [bi·á·ze·tai] los hombres, y los que se adelantan con ardor [bi·a·stái] se asen de él. [Compárese con Versión Moderna, Ricciardi-Hurault, también nota al pie de la página de Bover-Cantera.] Porque todos, los Profetas y la Ley, profetizaron hasta Juan”. (Mat. 11:10-13.) Por lo tanto, los días del ministerio de Juan, que pronto terminarían con su ejecución, señalaron la conclusión de un período y el comienzo de otro. En cuanto al verbo griego bi·á·zo, que se usa en este texto, W. E. Vine dice que expresa “el interés especial que tiene el ejecutor de la acción en lo que está haciendo”. (Diccionario Expositivo de Palabras del Nuevo Testamento, tomo 2, pág. 71.) Concerniente a Mateo 11:12, el erudito alemán Heinrich Meyer dice: “Así se describe ese esfuerzo y ese luchar ansioso e irresistible a favor del reino Mesiánico que se acerca [...]. Tan ansioso y enérgico (ya no calmado y expectante) es el interés con respecto al reino. Los βιασταί son, por consiguiente, creyentes [no enemigos agresores] que luchan duramente por poseerlo”. (Meyer’s Commentary, Mateo, pág. 225.)

Por consiguiente, el ser miembro del reino de Dios no sería algo fácil de conseguir, como el acercarse a una ciudad abierta en la que no hubiese nada o muy poco que dificultase la entrada. Al contrario, el Soberano Jehová Dios había colocado barreras para excluir a cualquiera que no fuese merecedor. (Compárese con Juan 6:44; 1 Corintios 6:9-11; Gálatas 5:19-21; Efesios 5:5.) Los que entraran deberían recorrer un camino estrecho, pasar por una puerta angosta, seguir pidiendo, seguir buscando, seguir tocando, y entonces se les abriría el camino. (Mat. 7:7, 8, 13, 14; compárese con 2 Pedro 1:10, 11.) Figurativamente quizás tendrían que perder un ojo o una mano para conseguir entrar. (Mar. 9:43-47.) El Reino no sería una plutocracia en la cual alguien pudiera comprar el favor del Rey; sería difícil que un rico (gr. plóu·si·os) entrase. (Luc. 18:24, 25.) No sería ninguna aristocracia mundana; el tener una posición prominente entre los hombres no contaría. (Mat. 23:1, 2, 6-12, 33; Luc. 16:14-16.) Los que aparentemente fuesen “primeros”, con unos antecedentes y un registro religioso impresionantes, serían los “últimos”, y los ‘últimos serían los primeros’ en recibir los benditos privilegios relacionados con ese reino. (Mat. 19:30-20:16.) Los fariseos hipócritas, hombres prominentes que confiaban en su posición ventajosa, verían entrar en el Reino antes que ellos a las que habían sido rameras y a los que habían sido recaudadores, pero que habían reformado su conducta. (Mat. 21:31, 32; 23:13.) Aunque llamaran a Jesús “Señor, Señor”, todos aquellos hipócritas que no respetasen la palabra y la voluntad de Dios revelada por medio de Jesús serían rechazados con las palabras: “¡Nunca los conocí! Apártense de mí, obreros del desafuero”. (Mat. 7:15-23.)

Conseguirían entrar los que pusieran los intereses materiales en segundo lugar y buscaran primero el Reino y la justicia de Dios. (Mat. 6:31-34.) Al igual que Cristo Jesús, el Rey ungido de Dios, estas personas amarían la justicia y odiarían el desafuero. (Heb. 1:8, 9.) Los que llegaran a ser miembros en perspectiva del Reino serían personas de inclinación espiritual, misericordiosas, de corazón puro, pacíficas, aunque objeto de vituperio y persecución por parte de los hombres. (Mat. 5:3-10; Luc. 6:23.) El “yugo” que Jesús ofreció a tales personas significaba sumisión a su autoridad regia. Pero para los que fuesen “de genio apacible y [humildes] de corazón” como lo era el Rey, el yugo era suave y la carga ligera. (Mat. 11:28-30; compárese con 1 Reyes 12:12-14; Jeremías 27:1-7.) Esto debió tener un efecto conmovedor en sus oyentes, pues les aseguraba que su gobernación no tendría ninguna de las cualidades indeseables que habían mostrado muchos gobernantes anteriores, tanto israelitas como no israelitas. Les dio razón para creer que su gobierno no resultaría en impuestos opresivos, servidumbre forzada o cualquier otra forma de explotación. (Compárese con 1 Samuel 8:10-18; Deuteronomio 17:15-17, 20; Efesios 5:5.) Como mostraron las palabras posteriores de Jesús, el Cabeza del venidero gobierno del Reino, no solo demostraría su abnegación hasta el punto de dar la vida por su pueblo, sino que todos los que estuvieran asociados con él en ese gobierno también procurarían servir a otros más bien que ser servidos. (Mat. 20:25-28; véase JESUCRISTO [Sus obras y cualidades personales].)

La sumisión de buena gana es fundamental

El propio Jesús sentía el más profundo respeto por la voluntad y la autoridad soberana de su Padre. (Juan 5:30; 6:38; Mat. 26:39.) Mientras el pacto de la Ley estaba en vigor, los seguidores judíos de Jesús tenían que practicar y recomendar a otros la obediencia a dicho pacto; a cualquiera que tomase un proceder opuesto, Jesús lo rechazaría de su reino. No obstante, este respeto y obediencia debía proceder del corazón, y no había de consistir solo en una observancia parcial o formal de la Ley enfocada en los actos en sí específicos que esta requería, sino en obedecer sus principios básicos, como la justicia, la misericordia y la fidelidad. (Mat. 5:17-20; 23:23, 24.) Al escriba que reconoció la posición singular de Jehová y que dijo que el “amarlo con todo el corazón y con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y esto de amar al prójimo como a uno mismo, vale mucho más que todos los holocaustos y sacrificios”, Jesús le dijo: “No estás lejos del reino de Dios”. (Mar. 12:28-34.) Por lo tanto, en todos los aspectos, Jesús hizo patente que Jehová Dios solo busca a súbditos dispuestos, los cuales prefieren Sus caminos justos y desean fervientemente vivir bajo su autoridad soberana.

La relación de pacto

En su última noche con sus discípulos, Jesús habló de un “nuevo pacto” con sus seguidores como resultado de su sacrificio de rescate (Luc. 22:19, 20; compárese con 12:32), pacto en el que él serviría como Mediador entre el Soberano Jehová y ellos. (1 Tim. 2:5; Heb. 12:24.) Además, Jesús hizo un pacto personal con sus seguidores “para un reino”, para que pudieran participar con él de sus privilegios reales. (Luc. 22:28-30.)

La gobernación del Reino desde el Pentecostés en adelante

Con la ascensión de Jesús al cielo, cuarenta días después de su resurrección, sus discípulos empezaron a comprender la naturaleza celestial de su Reino. Diez días después, en el Pentecostés del año 33 E.C., tuvieron evidencia de que él había sido “ensalzado a la diestra de Dios”, cuando derramó espíritu santo sobre ellos, facultándoles para servir como sus testigos y embajadores de su Reino. (Luc. 24:46-52; Hech. 1:8, 9; 2:1-4, 29-33; 2 Cor. 5:20.) De esta manera el “nuevo pacto” entró en vigor, y ellos se convirtieron en el núcleo de una nueva “nación santa”, el Israel espiritual. (1 Ped. 2:9, 10; Gál. 6:16; Heb. 12: 22-24.) Ya que ahora Cristo estaba sentado a la diestra de su Padre y era el Cabeza de su congregación, es evidente que su gobernación regia sobre ella entró en vigor a partir del Pentecostés de 33 E.C. (Efe. 5:23; Heb. 1:3; Fili. 2:9-11.) Es por eso que el apóstol pudo escribir más tarde: “[Dios] nos libró de la autoridad de la oscuridad y nos transfirió al reino del Hijo de su amor”. (Col. 1:13; compárese con Lucas 22:53.)

Sin embargo, con respecto a los que no se sometieran de buena gana, todavía no era el momento para que Cristo Jesús tomase acción, sino que tenía que sentarse “a la diestra de Dios, esperando desde entonces hasta que se coloque a sus enemigos como banquillo para sus pies”. (Heb. 10:12, 13; Hech. 2:34-36; compárese con Hebreos 2:8.) Jesús había predicho que habría un intervalo de tiempo entre su ascensión al cielo y el tiempo en que juzgaría tanto a los súbditos aprobados como a los opositores. Él se asemejó a si mismo a un hombre “de noble nacimiento” que “viajó a una tierra distante para conseguir para sí poder real y volver”. Entonces recompensaría a sus siervos fieles, y daría muerte a los que fuesen enemigos de su gobernación del Reino. (Luc. 19:11-27.)

EL REINO ASUME SU PLENO PODER

Escribiendo a finales del primer siglo de la era común, el apóstol Juan también vio de antemano por medio de una revelación divina el tiempo futuro en el que Jehová Dios, mediante su Hijo, manifestaría de un modo concreto su gobernación; de manera que, como en el tiempo en que David llevó el Arca a Jerusalén, podría decirse que Jehová ‘había tomado su gran poder y había empezado a reinar’. La razón era que ahora su Rey Diputado, su hijo, gobernaría en una fase especial, más extensa, y el “reino del mundo [sería] el reino de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará para siempre jamás”. La llegada de este tiempo significaría que ahora Jesucristo tomaría las medidas necesarias para desarraigar tanto del cielo como de la Tierra la oposición a la soberanía de Dios. (Rev. 11:15.)

La acción inicial ocurre en la región celestial; Satanás y sus demonios son derrotados y arrojados al ámbito terrestre. Como resultado, se hace la siguiente proclamación: “Ahora han acontecido la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo”. (Rev. 12:1-10.) Durante el corto período de tiempo que le queda, este principal adversario, Satanás, continúa cumpliendo la profecía de Génesis 3:15 al guerrear contra “los restantes” de la “descendencia” de la mujer, los “santos” en vías de gobernar con Cristo. (Rev. 12:13-17; compárese con 13:4-7; Dan. 7:21-27.) No obstante, los “justos decretos” de Jehová se hacen manifiestos, y sus expresiones de juicio caen como plagas sobre los que se oponen a Él, resultando en la destrucción de la mística Babilonia la Grande, la perseguidora más acérrima de los siervos de Dios en la Tierra. (Rev. 15:4; 16:1-19:6.) Después, el reino de Dios, con Cristo Jesús como Gobernante ungido, envía sus ejércitos celestiales contra los gobernantes de todos los reinos terrestres y sus ejércitos para luchar la batalla de Armagedón, en la que estos últimos son destruidos. (Rev. 16:14-16; 19:11-21.) Esta es la respuesta a la petición que se le hace a Dios: “Venga tu reino. Efectúese tu voluntad, como en el cielo, también sobre la tierra”. (Mat. 6:10.) Posteriormente, Satanás es abismado y empieza un período de mil años en el cual Cristo Jesús y sus asociados gobiernan como reyes y sacerdotes sobre los habitantes de la Tierra. (Rev. 20:1, 6.)

El apóstol Pablo también describe la gobernación de Cristo durante su presencia. Después de resucitar a sus seguidores de la muerte, Cristo procede a reducir “a nada todo gobierno y toda autoridad y poder” (refiriéndose lógicamente a todo gobierno, autoridad y poder en oposición a la voluntad soberana de Dios). Más tarde, él “entrega el reino a su Dios y Padre”, y se somete a “Aquel que le sujetó todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas para con todos”. (1 Cor. 15:21-28.)

Sin embargo, después de esto, hay una prueba final de integridad y devoción de todos esos súbditos terrestres. El adversario de Dios es liberado del abismo. Los que se dejen seducir por él lo harán por la misma cuestión que surgió en Edén: lo justo de la soberanía de Dios. Esto se desprende por el hecho de que atacan el “campamento de los santos y la ciudad amada”. Como esa cuestión ha sido zanjada judicialmente y el caso ha sido cerrado por el Tribunal del cielo, ya no se permitirá otra rebelión prolongada. Los que no permanezcan leales al lado de Dios no podrán apelar a Cristo Jesús como un ‘ayudante propiciatorio’, sino que Jehová Dios será “todas las cosas” para ellos. No habrá ninguna apelación o mediación posible. Todos los rebeldes, espíritus y humanos, recibirán la sentencia divina de destrucción en la “muerte segunda”. (Rev. 20:7-15.)

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