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ARREPENTIMIENTO

La palabra española “arrepentimiento” significa “sentir pesar, contrición o compunción, por haber hecho o haber dejado de hacer alguna cosa”. También entraña la idea de “cambiar de actitud con respecto a cierta acción, conducta, etc. del pasado (o a algo que se pretendía hacer), por pesar o descontento”. En muchos textos esta es la idea de la palabra hebrea na·jám. El término na·jám puede significar “sentir pesar”, “estar de duelo” o “arrepentirse” (Éxo. 13:17; Gén. 38:12; Job 42:6), aunque con igual frecuencia significa “consolarse” (Gén. 5:29; 37:35; 50:21), “liberarse” o “desembarazarse (como de los enemigos de uno)”. (Isa. 1:24.) Sea que se refiera a sentir pesar o a sentir consuelo, el término hebreo implica un cambio en la actitud mental o el sentir de la persona.

En griego se usan dos verbos en conexión con el arrepentimiento: me·ta·no·é·o y me·ta·mé·lo·mai. El primero se compone de me·tá, “después”, y no·é·o (relacionado con nous, “mente”, “disposición” o “consciencia moral”), que significa “percibir”, “notar”, “captar”, “reconocer” o “entender”. Por consiguiente, me·ta·no·é·o significa literalmente “saber después” (en contraste con “saber de antemano”) y se refiere a un cambio en la manera de pensar, la actitud o el propósito de uno. Por otro lado, me·ta·mé·lo·mai, viene de mé·lo, que significa “importar” o “tener interés en”. El prefijo me·tá (“después”) le da al verbo el sentido de “sentir pesar” (Mat. 21:30; 2 Cor. 7:8), o “arrepentirse”.

Por lo tanto, me·ta·no·é·o recalca el punto de vista o disposición que se ha cambiado, haber rechazado el proceder o la acción del pasado como algo indeseable (Rev. 2:5; 3:3), mientras que me·ta·mé·lo·mai subraya el sentimiento de pesar experimentado por la persona. (Mat. 21:30.) El Theological Dictionary of the New Testament (vol. IV, pág. 629) dice: “Por lo tanto, cuando el Nuevo Testamento separa los significados de [estos términos], muestra un claro discernimiento de la naturaleza incambiable de ambos conceptos. En contraste, el uso helenístico acercó el significado de las dos palabras”. Comentando en cuanto a las formas nominales (pág. 628), dice: “Junto a μετάνοια [me·tá·noi·a], ‘el cambio de voluntad’, está μετάμελος [me·tá·me·los; o, me·ta·mé·lei·a], ‘remordimiento’, por el cual el hombre sufre el dolor de acusarse a sí mismo”.

ARREPENTIMIENTO HUMANO POR LOS PECADOS

Lo que hace que el arrepentimiento sea necesario es el pecado, el no cumplir con los justos requisitos de Dios. (1 Juan 5:17.) Ya que toda la humanidad fue vendida al pecado por Adán, todos sus descendientes han tenido la necesidad de arrepentirse. (Sal. 51:5; Rom. 3:23; 5:12.) Como se muestra en el artículo RECONCILIACIÓN, el arrepentimiento (seguido de la conversión) es un requisito previo para la reconciliación con Dios.

El arrepentimiento puede ser que afecte el entero proceder de vida de una persona, es decir, un derrotero que haya sido contrario al propósito y voluntad de Dios y, por lo tanto, haya estado en armonía con el mundo controlado por el adversario de Dios. (1 Ped. 4:3; 1 Juan 2:15-17; 5:19.) O quizás solo afecte un aspecto en particular de la vida, una práctica mala que estropea y mancha un derrotero que de otra manera sería aceptable; puede que simplemente se sienta debido a un solo acto de mala conducta o hasta por una tendencia, una inclinación o actitud incorrecta. (Sal. 141:3, 4; Pro. 6:16-19; Sant. 2:9; 4:13-17; 1 Juan 2:1.) Por consiguiente, el arrepentimiento puede ser motivado por un entero derrotero de vida o por faltas específicas.

De manera similar, una persona puede desviarse de la justicia mucho o poco, y el grado de pesar lógicamente estará en proporción al grado de desviación. Los israelitas fueron “a lo profundo en su sublevación” contra Jehová, y se estaban “pudriendo” en sus transgresiones. (Isa. 31:6; 64:5, 6; Eze. 33:10.) Por otro lado, el apóstol Pablo aconseja que cuando un “hombre dé algún paso en falso antes que se dé cuenta de ello”, los que tengan las debidas cualidades espirituales “traten de reajustar a tal hombre con espíritu de apacibilidad”. (Gál. 6:1.) Ya que Jehová tiene misericordia de las debilidades carnales de sus siervos, estos no necesitan estar en una constante condición de remordimiento debido a los errores que cometen por su imperfección inherente. (Sal. 103:8-14; 130:3.) Si andan concienzudamente en los caminos de Dios, pueden sentirse gozosos. (Fili. 4:4-6; 1 Juan 3:19-22.)

Entre los que necesitan arrepentimiento puede que estén los que ya han disfrutado de una relación favorable con Dios pero que se han desviado y han sufrido la pérdida de su favor y bendición. (1 Ped. 2:25.) Israel estaba en una relación de pacto con Dios; eran un “pueblo santo”, escogido de entre todas las naciones (Deu. 7:6; Éxo. 19:5, 6); los cristianos también llegaron a estar en una posición justa ante Dios por medio del nuevo pacto mediado por Cristo. (1 Cor. 11:25; 1 Ped. 2:9, 10.) En el caso de aquellos que se desviaron, el arrepentimiento les conducía a la restauración de su buena relación con Dios y a los consiguientes beneficios y bendiciones que les vendrían de esa relación. (Jer. 15:19-21; Sant. 4:8-10.) Para los que no han disfrutado previamente de tal relación con Dios, como los pueblos paganos de naciones no israelitas durante el tiempo en que estaba en vigor el pacto de Dios con Israel (Efe. 2:11, 12) y todas aquellas personas de cualesquier raza o nacionalidad que están fuera de la congregación cristiana, el arrepentimiento es un paso principal y esencial para llegar a estar en una posición justa delante de Dios, con vida eterna en mira. (Hech. 11:18; 17:30; 20:21.)

El arrepentimiento puede ser colectivo, así como individual. Por ejemplo: la predicación de Jonás hizo que toda la ciudad de Nínive se arrepintiese, desde el rey hasta “el menor de ellos”, pues a los ojos de Dios todos habían participado en hacer lo incorrecto. (Jon. 3:5-9; compárese con Jeremías 18:7, 8.) Cuando Esdras la incitó a ello, la entera congregación formada por los israelitas que regresaron del exilio reconoció su culpabilidad colectiva ante Dios y expresó arrepentimiento por medio de sus príncipes representantes. (Esd. 10:7-14; compárese con 2 Crónicas 29:1, 10; 30:1-15; 31:1, 2.) Asimismo, la congregación de Corinto expresó arrepentimiento por haber tolerado la presencia de alguien que practicaba males crasos. (Compárese con 2 Corintios 7:8-11; 1 Corintios 5:1-5.) Incluso los profetas Jeremías y Daniel no se eximieron completamente de culpabilidad cuando confesaron los males que había cometido Judá y que resultaron en su derrocamiento. (Lam. 3:40-42; Dan. 9:4, 5.)

Lo que requiere el verdadero arrepentimiento

El arrepentimiento envuelve tanto la mente como el corazón. Hay que reconocer lo malo del proceder o de la acción, y para ello se requiere aceptar como justas las normas y la voluntad de Dios. El ignorar (u olvidarse de) su voluntad y normas es una barrera para el arrepentimiento. (2 Rey. 22:10, 11, 18, 19; Jon. 1:1, 2; 4:11; Rom. 10:2, 3.) Por esta razón Jehová, en su misericordia, ha enviado a profetas y predicadores para llamar a las personas al arrepentimiento. (Jer. 7:13; 25:4-6; Mar. 1:14, 15; 6:12; Luc. 24:27.) Al hacer que se publiquen las buenas nuevas por medio de la congregación cristiana, y particularmente desde el tiempo de la conversión de Cornelio en adelante, Dios ha estado “diciéndole a la humanidad que todos en todas partes se arrepientan”. (Hech. 17:22, 23, 29-31; 13:38, 39.) La Palabra de Dios (tanto escrita como hablada) es el medio para ‘persuadirles’, para convencerles de lo justo del camino de Dios y de lo incorrecto de sus propios caminos. (Compárese con Lucas 16:30, 31; 1 Corintios 14:24, 25; Hebreos 4:12, 13.) La Ley de Dios es “perfecta, hace volver el alma”. (Sal. 19:7.)

El rey David habla de ‘enseñar a los transgresores los caminos de Dios para que se vuelvan a Él’ (Sal. 51:13), refiriéndose obviamente a sus compañeros israelitas. A Timoteo se le dijo que no pelease cuando tratase con los cristianos de las congregaciones a las que servía, sino que ‘instruyese con apacibilidad a los que no estuvieran favorablemente dispuestos’, ya que Dios quizás les diera ‘arrepentimiento que conduciría a un conocimiento exacto de la verdad, y recobraran el juicio fuera del lazo del Diablo’. (2 Tim. 2:23-26.) Por consiguiente, la llamada al arrepentimiento tanto se puede dar dentro de la congregación del pueblo de Dios como fuera de ella.

La persona debe ver que ha pecado contra Dios. (Sal. 51:3, 4; Jer. 3:25.) Esto puede ser bastante evidente cuando existe blasfemia pública contra el nombre de Dios, o adoración de otros dioses, como por medio de imágenes idolátricas. (Éxo. 20:2-7.) Pero hasta en lo que uno pudiera considerar como un “asunto privado” o algo entre él y otra persona, los males cometidos deben reconocerse como pecados contra Dios, como una falta de respeto a Jehová. (Compárese con 2 Samuel 12:7-14; Salmos 51:4; Lucas 15:21.) Hay que reconocer que incluso los males cometidos por ignorancia o por equivocación hacen que uno sea culpable ante el Gobernante Soberano, Jehová Dios. (Compárese con Levítico 5:17-19; Salmos 51:5, 6; 119:67; 1 Timoteo 1:13-16.)

Captar el sentido con el corazón

Si en su corazón una persona tiene fe y amor para con Dios, también sentirá un sincero pesar y tristeza por su mal proceder. El aprecio por la bondad y la grandeza de Dios hará que los transgresores sientan un profundo remordimiento por haber acarreado reproche a Su nombre. (Compárese con Job 42:1-6.) Por otra parte, el amor al prójimo les hará lamentar el daño que han hecho a otros, el mal ejemplo que han puesto y quizás hasta la manera en que han manchado la reputación del pueblo de Dios ante los de afuera. Dichos transgresores buscan el perdón porque desean honrar el nombre de Dios y trabajar para el bien de su prójimo. (1 Rey. 8:33, 34; Sal. 25:7-11; 51:11-15; Dan. 9:18, 19.) Con arrepentimiento, se sienten “quebrantados de corazón”, ‘aplastados y de espíritu humilde’ (Sal. 34:18; 51:17; Isa. 57:15), están ‘contritos de espíritu y tiemblan ante la palabra de Dios’ (Isa. 66:2), la cual hace un llamamiento hacia el arrepentimiento y, en realidad, ‘vienen retemblando a Jehová y a su bondad’. (Ose. 3:5.) Cuando David obró tontamente en lo relacionado con un censo, su “corazón [...] empezó a darle golpes”. (2 Sam. 24:10.)

Por consiguiente, es necesario que haya un rechazo definitivo, un odio de corazón y una gran repugnancia por el mal proceder. (Sal. 97:10; 101:3; 119:104; Rom. 12:9; compárese con Hebreos 1:9; Judas 23.) Esto es así porque “el temor de Jehová significa odiar lo malo”, lo cual incluye el ensalzamiento propio, el orgullo, el mal camino y la boca perversa. (Pro. 8:13; 4:24.) Junto con esto tiene que haber un amor por la justicia y una firme determinación de adherirse a partir de entonces a un proceder justo. Sin este odio por lo que es malo y un amor por la justicia, el arrepentimiento no tendría ninguna fuerza genuina que llevara a la verdadera conversión. Debido a esto el rey Rehoboam se humilló ante la expresión de la cólera de Jehová, pero después “hizo lo que era malo, porque no había establecido firmemente su corazón en buscar a Jehová”. (2 Cró. 12:12-14; compárese con Oseas 6:4-6.)

La tristeza de manera piadosa, no como la del mundo

El apóstol Pablo en su segunda carta a los Corintios se refiere a la “tristeza de manera piadosa” que estos expresaron como resultado de la reprensión que él les había dado en su primera carta. (2 Cor. 7:8-13.) Él había ‘sentido pesar’ (me·ta·mé·lo·mai) por haberles tenido que escribir con tanta severidad causándoles dolor, pero dejó de sentir pesar al ver que la tristeza que había producido su reprensión era de una clase piadosa, que llevaba a un arrepentimiento sincero (me·tá·noi·a) de su actitud y proceder incorrecto. Él sabía que el dolor que les había causado estaba obrando para su bien y no les haría ningún “daño”. La tristeza que conducía al arrepentimiento no era algo por lo que ellos tuvieran que sentir pesar, pues les mantenía en el camino de la salvación, evitando que reincidieran o apostataran, y les daba la esperanza de vida eterna. Él contrasta esta tristeza con “la tristeza del mundo [que] produce muerte”. Esta última no se deriva de la fe y del amor que se le tiene a Dios y a la justicia. La tristeza del mundo, la cual nace del fracaso, la decepción, la pérdida, el castigo por el mal y la vergüenza (compárese con Proverbios 5:3-14, 22, 23; 25:8-10), suele ir acompañada de amargura, resentimiento y envidia, o bien produce estas cosas, y no conduce a beneficio duradero alguno, ni a mejoras ni a una esperanza genuina. (Compárese con Proverbios 1:24-32; 1 Tesalonicenses 4:13, 14.) La tristeza del mundo se lamenta por las consecuencias desagradables del pecado, pero no por el pecado en sí ni por el reproche que este trae sobre Dios. (Isa. 65:13-15; Jer. 6:13-15, 22-26; Rev. 18:9-11, 15, 17-19; contrástese con Ezequiel 9:4.)

Esaú desplegó la clase de tristeza del mundo cuando supo que su hermano Jacob había recibido la bendición de primogénito (derecho que Esaú había vendido desdeñosamente a Jacob). (Gén. 25:29-34.) Esaú clamó “de una manera extremadamente fuerte y amarga”, buscando con lágrimas “arrepentimiento” (me·tá·noi·a), pero no su propio arrepentimiento sino un “cambio de parecer” de su padre. (Gén. 27:34; Heb. 12:17, Kingdom Interlinear Translation of the Greek Scriptures.) Él sintió lo que había perdido, no la actitud materialista que le hizo ‘despreciar la primogenitura’. (Gén. 25:34.)

Después de haber traicionado a Jesús, Judas “sintió remordimiento [me·ta·mé·lo·mai]”, intentó devolver el soborno que había concertado, y después se suicidó colgándose. (Mat. 27:3-5.) Por lo visto se sintió abrumado por la monstruosidad de su delito y probablemente también por la espantosa seguridad de que recibiría el juicio divino. (Compárese con Hebreos 10:26, 27, 31; Santiago 2:19.) Él sintió el remordimiento (me·tá·me·los o me·ta·mé·lei·a) que proviene de la culpabilidad, y hasta la desesperación, pero no hay nada que muestre que expresara la clase de tristeza piadosa que lleva al arrepentimiento (me·tá·noi·a). Para confesar su pecado no buscó a Dios sino a los líderes judíos, y probablemente les devolvió el dinero con la idea equivocada de que así podría paliar hasta cierto grado su delito. (Compárese con Santiago 5:3, 4; Ezequiel 7:19.) Al delito de traición y de contribuir a la muerte de un hombre inocente, añadió el de suicidio. Su proceder está en marcado contraste con el de Pedro, cuyo amargo llanto después de haber negado a su Señor procedía de un corazón quebrantado y, por lo tanto, llegó a ser restablecido. (Mat. 26:75; compárese con Lucas 22:31, 32.)

Por consiguiente, el pesar, el remordimiento y las lágrimas no son en sí mismos evidencias de arrepentimiento genuino; el motivo del corazón es el factor determinante. Oseas dice que Jehová denunció a Israel debido a que en su aflicción “no clamaron a [Él] por socorro con su corazón, aunque siguieron aullando en sus camas. A causa de su grano y vino dulce siguieron holgazaneando [...]. Y procedieron a regresar, no a nada más elevado [...]”. Su gemir por alivio en tiempo de calamidad estaba motivado por egoísmo y, si se les concedía alivio, no aprovechaban la oportunidad para mejorar su relación con Dios por medio de adherirse más estrechamente a sus elevadas normas (compárese con Isaías 55:8-11); eran como un “arco flojo” que nunca da en el blanco. (Ose. 7:14-16; compárese con Salmos 78:57; Santiago 4:3.) El ayuno, el llorar y el plañir eran apropiados, pero solo si los arrepentidos ‘rasgaban sus corazones’ y no simplemente sus prendas de vestir. (Joel 2:12, 13.)

La confesión del mal

La persona arrepentida se humilla y busca el rostro de Dios (2 Cró. 7:13, 14; 33:10-13; Sant. 4:6-10), suplicando su perdón. (Mat. 6:12.) No es como el fariseo santurrón de la ilustración de Jesús, sino como el recaudador de impuestos a quien Jesús describió golpeándose el pecho y diciendo: “Oh Dios, sé benévolo para conmigo, que soy pecador”. (Luc. 18:9-14.) El apóstol Juan dice: “Si hacemos la declaración: ‘No tenemos pecado’, a nosotros mismos nos estamos extraviando y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda injusticia”. (1 Juan 1:8, 9.) “El que encubre sus transgresiones no tendrá éxito, pero al que las confiesa y las deja se le mostrará misericordia.” (Pro. 28:13; compárese con Salmos 32:3-5; Josué 7:19-26; 1 Timoteo 5:24.)

Confesar los pecados los unos a los otros

Santiago aconseja: “Confiesen abiertamente sus pecados unos a otros y oren unos por otros, para que sean sanados”. (Sant. 5:16.) Esta confesión no significa que algún humano tenga que servir como “mediador” o “ayudante [“abogado”, NC]” para el hombre delante de Dios, ya que solo Cristo desempeña ese papel por virtud de su sacrificio propiciatorio. (1 Tim. 2:5, 6; 1 Juan 2:1, 2.) Por sí mismos, los humanos no pueden enderezar el mal que se haya cometido contra Dios, ni a favor suyo ni a favor de otros, ya que no pueden proporcionar la expiación necesaria. (Sal. 49:7, 8.) Sin embargo, los cristianos pueden ayudarse los unos a los otros, y aunque sus oraciones a favor de sus hermanos no afecten la manera en que Dios aplique la justicia (ya que solo el rescate de Cristo sirve para perdonar los pecados), sí pueden servir para pedir a Dios que Él dé la ayuda y la fuerza necesarias al que ha pecado y busca dicha ayuda. (Véase ORACIÓN [La respuesta a las oraciones].)

LA CONVERSIÓN: UN VOLVERSE

El arrepentimiento cambia el proceder incorrecto de la persona, hace que rechace ese mal camino y se determine a emprender un proceder correcto. Al arrepentimiento genuino le sigue la “conversión”. (Hech. 15:3.) Tanto en hebreo como en griego los verbos relacionados con la conversión (heb. schuv; gr. stré·fo; e·pi·stré·fo) significan simplemente “volver”, “volverse” o “retroceder”. (Gén. 18:10; Pro. 15:1; Jer. 18:4; Juan 21:20; Hech. 15:36.) Usados en sentido espiritual, pueden referirse a un apartarse de Dios (y por lo tanto volverse a un proceder pecaminoso [Núm. 14:43; Deu. 30:17]) o a un volverse a Dios de un mal camino anterior. (1 Rey. 8:33.)

La conversión implica más que una simple actitud o expresión verbal; debe haber “obras propias del arrepentimiento”. (Hech. 26:20; Mat. 3:8.) Hay que ‘buscar’ a Jehová, ‘inquirir’ de Él de manera activa con todo el corazón y el alma. (Deu. 4:29; 1 Rey. 8:48; Jer. 29:12-14.) Esto forzosamente significa buscar el favor de Dios por medio de ‘escuchar su voz’ según se expresa en su Palabra (Deu. 4:30; 30:2, 8), ‘mostrando perspicacia en su apego a la verdad’ por medio de un mejor entendimiento y aprecio de sus caminos y voluntad (Dan. 9:13), observando y ‘poniendo por obra’ sus mandamientos (Neh. 1:9; Deu. 30:10; 2 Rey. 23:24, 25), “guardando bondad amorosa y justicia” y “[esperando] en tu Dios constantemente” (Ose. 12:6), abandonando el uso de las imágenes religiosas o el idolatrar criaturas, para ‘dirigir su corazón inalterablemente a Jehová y servirle solo a Él’ (1 Sam. 7:3; Hech. 14:11-15; 1 Tes. 1:9, 10), andando en sus caminos y no en el camino de las naciones (Lev. 20:23) ni en el de uno mismo. (Isa. 55:6-8.) Las oraciones, los sacrificios, los ayunos y la observancia de fiestas sagradas carecen de sentido y de valor para Dios a menos que estén acompañados de buenas obras, se busque la justicia, se elimine la opresión y la violencia y se ejerza misericordia. (Isa. 1:10-19; 58:3-7; Jer. 18:11.)

Esto exige hacer “un corazón nuevo y un espíritu nuevo”. (Eze. 18:31.) El que una persona cambie sus motivos y su propósito en la vida resulta en otro estado de ánimo o disposición, en una fuerza moral nueva. El que cambia su proceder de vida desarrolla una “nueva personalidad que fue creada conforme a la voluntad de Dios en verdadera justicia y lealtad” (Efe. 4:17-24), libre de inmoralidad, de codicia y de habla y conducta violentas. (Col. 3:5-10; contrástese con Oseas 5:4-6.) Para estos, Dios hace que el espíritu de sabiduría “salga burbujeando”, dándoles a conocer sus palabras. (Pro. 1:23; compárese con 2 Timoteo 2:25.)

Por lo tanto el arrepentimiento genuino tiene un verdadero impacto, genera fuerza y motiva a la persona a ‘volverse’. Por consiguiente, Jesús pudo decir al cuerpo de cristianos de Laodicea: “Sé celoso y arrepiéntete”. (Rev. 3:19; compárese con 2:5; 3:2, 3.) También conlleva ‘gran solicitud, librarse de la culpa, temor piadoso, anhelo y corrección del abuso’ (2 Cor. 7:10, 11), mientras que la falta de interés por rectificar los males cometidos muestra una falta de arrepentimiento verdadero. (Compárese con Ezequiel 33:14, 15; Lucas 19:8.)

La expresión “hombre recién convertido”, “neófito” (Mod), significa literalmente en griego “recién plantado” o “recién crecido” (ne·ó·fy·tos). (1 Tim. 3:6.) A tal hombre no se le deberían asignar responsabilidades ministeriales en la congregación para que no “se hinche de orgullo y caiga en el juicio pronunciado contra el Diablo”.

“ARREPENTIMIENTO DE OBRAS MUERTAS”

Hebreos 6:1, 2 muestra que la doctrina fundamental que sirve de base para la madurez cristiana empieza con “arrepentimiento de obras muertas, y fe para con Dios”, seguida de la enseñanza acerca de bautismos, la imposición de las manos, la resurrección y el juicio eterno. Las “obras muertas” (una expresión que solo se repite en Hebreos 9:14) por lo visto no solo se refiere a obras pecaminosas de maldad, obras de la carne caída que llevan a una persona a la muerte (Rom. 8:6; Gál. 6:8), sino a todas las obras que en sí mismas están espiritualmente muertas, son vanas e infructíferas.

Esto incluiría obras de autojustificación, esfuerzos humanos por establecer su propia justicia aparte de Cristo Jesús y su sacrificio de rescate. Por lo tanto, la observancia formal de la Ley por parte de los líderes religiosos judíos y de otros resultaba ser “obras muertas” porque les faltaba el ingrediente vital de la fe. (Rom. 9:30-33; 10:2-4.) Por esta razón, cuando vino Cristo Jesús, el “Agente Principal” de Dios, “para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hech. 5:31-33; 10:43; 20:21), en lugar de arrepentirse, tropezaron. Así también, la observancia de la Ley, como si todavía estuviese en vigor después de que Cristo la hubo cumplido, resultaría ser “obras muertas”. (Gál. 2:16.) De manera similar, si la verdadera motivación no es el amor —el amor a Dios y al prójimo—, todas las obras que se hagan, y que de otra manera pudieran ser de valor, llegan a ser “obras muertas”. (1 Cor. 13:1-3.) El amor, a su vez, debe ser “en hecho y verdad”, en armonía con la voluntad y los caminos de Dios revelados por medio de su Palabra. (1 Juan 3:18; 5:2, 3; Mat. 7:21-23; 15:6-9; Heb. 4:12.) El que se vuelve a Dios en fe por medio de Cristo Jesús se arrepiente de todas las obras correctamente clasificadas como “obras muertas”, y después las evita, limpiando de este modo su conciencia. (Heb. 9:14.)

Excepto en el caso de Jesús, el bautismo (inmersión en agua) era un símbolo que Dios proveyó relacionado con el arrepentimiento, tanto por parte de los de la nación judía (que habían dejado de guardar el pacto que tenían con Dios mientras aún estaba en vigor) como por parte de las personas de las naciones que se habían ‘vuelto’ para rendir servicio sagrado a Dios. (Mat. 3:11; Hech. 2:38; 10:45-48; 13:23, 24; 19:4; véase BAUTISMO.)

LOS QUE NO SE ARREPIENTEN Y LOS QUE YA NO PUEDEN ARREPENTIRSE

La falta de verdadero arrepentimiento fue lo que llevó a Israel y Judá al exilio, lo que provocó las dos destrucciones de Jerusalén y finalmente el rechazo completo de la nación por parte de Dios. Cuando se les reprendió, no se volvieron a Dios sino que continuaron “volviéndose al proceder popular, como caballo que va lanzándose con ímpetu a la batalla”. (Jer. 8:4-6; 2 Rey. 17:12-23; 2 Cró. 36:11-21; Luc. 19:41-44; Mat. 21:33-43; 23:37, 38.) Debido a que en su corazón no deseaban arrepentirse y ‘volverse’, lo que oían y veían no producía ningún ‘entendimiento ni conocimiento’; había un “velo” sobre sus corazones. (Isa. 6:9, 10; 2 Cor. 3:12-18; 4:3, 4.) Los líderes religiosos y profetas infieles, así como las falsas profetisas, contribuyeron a ello respaldando al pueblo en su mal proceder. (Jer. 23:14; Eze. 13:17, 22, 23; Mat. 23:13, 15.) Las profecías cristianas predijeron que la futura acción divina de reprender y llamar al arrepentimiento a los hombres también sería rechazada por muchos. Las cosas que estos sufrirían solo les endurecería y amargaría hasta el punto de blasfemar contra Dios, aunque la causa y raíz de todos sus problemas y plagas fuera su propio rechazo de los caminos justos de Dios. (Rev. 9:20, 21; 16:9, 11.) Esas personas ‘acumulan ira para sí mismos en el día de la revelación del juicio de Dios’. (Rom. 2:5.)

Los que ya no pueden arrepentirse

Los que ‘voluntariosamente practican el pecado’ después de haber recibido el conocimiento exacto de la verdad ya no pueden arrepentirse, pues han rechazado el mismísimo propósito por el cual murió el Hijo de Dios y por consiguiente se han unido a las filas de los que le sentenciaron a muerte, de hecho, ‘fijando de nuevo al Hijo de Dios en el madero para sí mismos y exponiéndolo a vergüenza pública’. (Heb. 6:4-8; 10:26-29.) Por lo tanto, este proceder es una imperdonable “blasfemia contra el espíritu”, ya que es solamente por medio del espíritu de Dios que uno puede llegar al “conocimiento exacto de la verdad”. (Mat. 12:31, 32; Mar. 3:28, 29; Juan 16:13.) Les hubiera sido mejor “no haber conocido con exactitud la senda de la justicia que, después de haberla conocido con exactitud, apartarse del santo mandamiento que les fue entregado”. (2 Ped. 2:20-22.)

Ya que Adán y Eva eran criaturas perfectas, y ya que el mandato que Dios les había dado era explícito y ambos lo entendieron, es evidente que su pecado fue deliberado y no podía ser perdonado sobre la base de alguna debilidad humana o imperfección. Por consiguiente, las palabras que Dios después les dirigió a ellos no ofrecen ninguna invitación al arrepentimiento. (Gén. 3:16-24.) Así también sucedió con la criatura espíritu que les indujo a la rebelión. Su final y el final de las otras criaturas angélicas que se unieron a él será el de destrucción eterna. (Gén. 3:14, 15; Mat. 25:41.) Judas, aunque imperfecto, había vivido en estrecha asociación con el propio Hijo de Dios y sin embargo se volvió traidor; Jesús mismo se refirió a él como “el hijo de destrucción”. (Juan 17:12.) Al apóstata “hombre del desafuero” también se le llama “el hijo de la destrucción”. (2 Tes. 2:3; véanse ANTICRISTO; APOSTASÍA; HOMBRE DEL DESAFUERO.) Todos los clasificados como “cabras” figurativas en el tiempo en que Jesús juzgue como rey a la humanidad, también parten “al cortamiento eterno” y ya no se les extiende la oportunidad de arrepentirse. (Mat. 25:33, 41-46.)

EL ‘SENTIR PESAR’ Y EL ‘VOLVERSE’ EN EL CASO DE DIOS

La mayoría de los casos en los que se utiliza la palabra hebrea na·jám en el sentido de “sentir pesar” se refieren a Jehová Dios. Génesis 6:6, 7 declara que “Jehová sintió pesar por haber hecho a hombres en la tierra, y se sintió herido en el corazón”, pues la iniquidad de ellos era tan grande que Dios decidió borrarlos de la superficie del suelo por medio de un diluvio global. Esto no puede significar que Dios sintiera pesar en el sentido de que hubiera cometido un error en su obra de creación, pues “perfecta es su actividad”. (Deu. 32:4, 5.) El pesar es lo opuesto a la satisfacción y al regocijo. Por consiguiente, en el caso de Dios, ha de referirse a que Él sintió pesar por verse obligado después de haber creado a la humanidad a destruirla justificadamente debido a su mala conducta, exceptuando a Noé y su familia, pues Dios ‘no se deleita en la muerte de los inicuos’. (Eze. 33:11.)

Las normas justas de Dios permanecen constantes, estables, inmutables y sin la más mínima variación. (Mal. 3:6; Sant. 1:17.) Ninguna circunstancia puede hacer que cambie de opinión en cuanto a sus normas o que se aparte de ellas o las abandone. Sin embargo, la actitud y la reacción de sus criaturas inteligentes para con dichas normas perfectas y el modo en que Dios las aplica puede ser buena o mala. Si es buena, agrada a Dios, pero si es mala, le causa pesar. Por otra parte, la actitud de la criatura puede cambiar de buena a mala y viceversa, y como Dios no cambia sus normas, su complacencia (con las consecuentes bendiciones) puede convertirse en pesar (con la consecuente disciplina o castigo) y viceversa. Por lo tanto, sus juicios y decisiones no están sometidos al capricho, la inconstancia, la inestabilidad o el error. Nadie puede culpar a Dios de una conducta voluble o excéntrica. (Eze. 18:21-30; 33:7-20; compárese con Jeremías 18:3-10; Romanos 9:19-21.)

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