HIJOS
Para que la raza humana se multiplicase, el Creador, Jehová, le dio la capacidad de engendrar hijos, quienes a su vez llegarían a ser adultos y con el tiempo también serían padres. (Gén. 5:4.) El mandato de la procreación se expresa en Génesis 1:28. Aunque el tener hijos es un deseo normal de la gente, los israelitas de la antigüedad deseaban especialmente tener hijos varones. (Gén. 4:1, 25; 29:32-35.) El salmista lo expresó así: “Los hijos [varones] son una herencia de parte de Jehová […]. Feliz es el hombre físicamente capacitado que ha llenado su aljaba de ellos”. (Sal. 127:3-5.) Ese interés se debía a la promesa de Dios de hacerlos una nación poderosa, y en especial a que abrigaban la esperanza de que uno de sus hijos resultaría ser la “descendencia” por medio de la cual vendrían las bendiciones de Dios a la humanidad, según se le prometió a Abrahán. (Gén. 22:18; 28:14; 1 Sam. 1:5-11.) Al debido tiempo, el ángel Gabriel le anunció a María, una muchacha virgen de la tribu de Judá, que ella era “altamente favorecida”, y añadió: “Concebirás en tu matriz y darás a luz un hijo, y has de ponerle por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo; y Jehová Dios le dará el trono de David su padre”. (Luc. 1:28, 31, 32.) El tener muchos hijos se consideraba una bendición de Dios (Sal. 127:3-5; 128:3-6), mientras que la esterilidad se veía como un oprobio. (Gén. 30:23.)
En tiempos bíblicos el nacimiento de un niño solía ser una ocasión más feliz que el nacimiento de una niña, aunque en el círculo familiar los padres amaban igual a las hijas que a los hijos. Su preferencia por los varones radicaba en que por medio de ellos se mantenía el nombre y la línea de descendencia familiar, y las posesiones hereditarias permanecían en la familia. (Núm. 27:8.)
La Ley prescribía que los varones tenían que ser circuncidados al octavo día de su nacimiento. (Lev. 12:3; Luc. 1:59; 2:21.) Después de dar a luz un varón, la madre permanecía “inmunda” por siete días, y además, “por otros treinta y tres días ella se quedará en la sangre de purificación”. Esto significaba que la mujer no podría entrar en el lugar santo ni tocar nada santo durante este período de cuarenta días. Si daba a luz una hija, ese período se prolongaba al doble. (Lev. 12:2-8; Luc. 2:22-24.) El hijo primogénito pertenecía a Jehová y tenía que ser redimido con un precio de redención. (Éxo. 13:12, 13; Núm. 18:15, 16.)
Los nombres de las hijas no se registraban con tanta asiduidad como los de los hijos. (1 Cró. 2:34, 35.) Pero Jesús no hizo distinción entre varón y hembra. Cuando los afligidos padres de unas niñas intercedieron, Jesús sanó a la hija de una mujer fenicia, y resucitó a la hija de Jairo. (Mat. 15:22-28; Luc. 8:41, 42, 49-56.)
Antiguamente, cuando una criatura nacía era lavada con agua y después frotada con sal. (Eze. 16:4.) Esto se hacía para que la piel quedase seca, apretada y firme. Luego se envolvía al bebé con pañales o bandas de tela firmemente ajustadas. (Job 38:9; Luc. 2:12.) Las madres amamantaban a sus pequeños durante dos años y medio o tres, y a veces hasta más tiempo. Parece ser que Isaac fue destetado aproximadamente a los cinco años. (Compárese con Génesis 12:4; 21:5; 15:13, 14; Gálatas 3:17.) En circunstancias especiales, como cuando la madre moría o no tenía suficiente leche, se recurría a nodrizas.
En tiempos antiguos los niños solían recibir el nombre al nacer. Unas veces era el padre quien se lo daba (Gén. 5:29; 16:15; 21:3; 35:18) y otras la madre (Gén. 4:25; 29:32; 1 Sam. 1:20), pero con el tiempo los varones israelitas recibían el nombre cuando eran circuncidados, es decir, al octavo día. (Luc. 1:59; 2:21.)
A menudo se identificaba o distinguía a los hombres por el nombre de su padre o de un antepasado más distante. Por ejemplo, a David se le llamó “el hijo de Jesé”. (1 Sam. 22:7, 9.) Se solía unir la palabra hebrea ben o la aramea bar (“hijo”) al nombre del padre como prefijo, formando un apellido para el hijo, como en el caso de Bar-Jesús (“Hijo de Jesús”). (Hech. 13:6.) Ciertas versiones dejan el prefijo sin traducir, otras lo traducen en la mayoría de los casos y algunas dan la traducción en el margen. Esos prefijos, debido a las circunstancias que rodeaban el nacimiento del niño, también podían unirse al nombre, como Ben-ammí, que significa “Hijo de Mi Pueblo”, es decir, hijo de mis parientes y no de extranjeros; o Ben-oní, que significa “Hijo de Mi Pena”, y que fue el nombre que le dio a Benjamín su madre Raquel cuando esta estaba a punto de morir. (Gén. 19:38; 35:18.) Aunque algunas veces el niño se llamaba igual que su padre, por lo general el nombre que se le daba tenía que ver con las circunstancias que precedían o acompañaban al nacimiento, o estaba relacionado con el nombre de Jehová. Con el tiempo, ciertos nombres simplemente llegaron a ser tradicionales y no tenían nada que ver con el significado original.
Las madres utilizaban diversos métodos para transportar a sus hijos pequeños. A veces se ataban el niño a la espalda o lo llevaban sobre los hombros. Por medio de Isaías, Jehová hace referencia a la costumbre de las madres de estrechar a sus hijos contra su seno, de subírselos a los hombros o apoyárselos al costado, justo por encima de la cadera. (Isa. 49:22; 66:12.) Las madres árabes todavía llevan a sus hijitos a horcajadas, sobre la cadera o los hombros. Moisés también mencionó que se transportaba a los niños apoyados contra el seno. (Núm. 11:12.)
Los hijos varones eran atendidos mayormente por la madre hasta que tenían unos cinco años. Naturalmente, el padre tenía la responsabilidad principal de enseñar al hijo las Escrituras desde su infancia, con el apoyo de la madre. (Deu. 6:7; Pro. 1:8; Efe. 6:4; 2 Tim. 3:15.) Según iban creciendo, el padre les proporcionaba instrucción y entrenamiento práctico sobre la agricultura, el cultivo del terreno, cómo atender las ovejas o el ganado, el cuidado de las viñas, o, en el caso de que este se dedicase a algo diferente, como la carpintería, la alfarería, etc., les enseñaba a trabajar en su oficio. Tanto José como David fueron pastorcillos. (Gén. 37:2; 1 Sam. 16:11.)
Las niñas estaban bajo la custodia directa de la madre, aunque naturalmente seguían sujetas a la jurisdicción del padre. Mientras vivían en casa se les enseñaba a desempeñar las artes domésticas, las cuales les serían de gran valor para la vida adulta. Raquel era pastora. (Gén. 29:6-9.) Había mujeres jóvenes que trabajaban con Rut espigando en los campos (Rut 2:5-9), y la muchacha sulamita dice que sus hermanos la hicieron guardiana de las viñas. (Cant. de Cant. 1:6.)
En la sociedad patriarcal a las hijas se les dieron ciertos derechos y responsabilidades, pero también se les impusieron limitaciones. Tenían diversos quehaceres asignados. Las hijas de los sacerdotes podían comer de las porciones sacerdotales de los sacrificios. (Gén. 24:16, 19, 20; 29:6-9; Lev. 10:14.) Un padre no podía legalmente hacer prostituta a su hija, pero si se daba el caso de que esta era violada, él podía cobrar por el daño. (Éxo. 22:16, 17; Lev. 19:29; Deu. 22:28, 29.) En ciertas ocasiones los padres ofrecieron a sus hijas vírgenes a chusmas depravadas a fin de proteger a sus invitados. (Gén. 19:6-8; Jue. 19:22-24.) A veces las hijas recibían una herencia junto con sus hermanos, pero en el caso de las cinco hijas de Zelofehad, cuyo padre murió sin hijos varones, ellas recibieron la herencia completa de sus antepasados, aunque con la condición de que se casaran con hijos de Manasés para que así la herencia quedara dentro de la misma tribu. (Núm. 36:1-12; Jos. 15:19; Job 42:15.)
E n Israel los niños pequeños también disfrutaban de esparcimiento y diversiones. Jesús habló de los niños que jugaban en la plaza de mercado imitando cosas que habían observado hacer a los mayores. (Mat. 11:16, 17.) En las Escrituras también se habla de los niños que jugaban en las plazas públicas. (Zac. 8:5.)
Los jóvenes israelitas que estaban bien entrenados se acordaban de su Creador en los días de su mocedad. Siendo Samuel un niño, fue usado para ministrar a Jehová en el tabernáculo. (1 Sam. 2:11.) Jesús, con solo doce años de edad, estaba muy interesado en el servicio de su Padre e intentaba aprender todo lo posible por medio de hablar con los maestros en el templo. (Luc. 2:41-49.) Una niñita hebrea que tenía una absoluta fe en Jehová y en su profeta Eliseo fue la responsable de que Naamán se dirigiese a Eliseo para curarse de la lepra. (2 Rey. 5:2, 3.) En Salmos 148:12, 13 tanto los muchachos como las muchachas reciben el mandato de alabar a Jehová. Debido a la enseñanza bíblica que habían recibido, cuando unos muchachos vieron a Jesús en el templo, clamaron diciendo: “¡Salva, rogamos, al Hijo de David!”, y Jesús los aprobó. (Mat. 21:15, 16.)
Los padres eran los responsables de la educación y el entrenamiento de sus hijos. Tanto por palabra como por ejemplo debían darles instrucción y guía. El programa educativo era el siguiente: 1) Se les enseñaba a temer a Jehová. (Sal. 34:11; Pro. 9:10.) 2) Se exhortaba al niño a honrar a su padre y a su madre. (Éxo. 20:12; Lev. 19:3; Deu. 27:16.) 3) Se inculcaba diligentemente en su mente enseñable la disciplina o instrucción de la Ley, los mandamientos y doctrinas que esta encerraba, y se les educaba en las actividades de Jehová y sus verdades reveladas. (Deu. 4:5, 9; 6:7-21; Sal. 78:5.) 4) Se les recalcaba el respeto hacia las personas mayores. (Lev. 19:32.) 5) Se grababa de manera indeleble en su mente la importancia de obedecer. (Pro. 4:1; 19:20; 23:22-25.) 6) Se daba mucha importancia al entrenamiento práctico para la vida adulta. En el caso de las muchachas, aprendían a hacer cosas en el hogar, y en el caso de los muchachos aprendían el oficio de su padre o quizás algún otro. 7) Se les enseñaba a los niños a leer y escribir.
Después del exilio en Babilonia hubo sinagogas en la mayoría de las ciudades, y con el tiempo los maestros instruyeron allí a los muchachos. Además, los padres que prestaban atención al mandato divino de llevar con ellos a sus hijos cuando iban a las asambleas que se celebraban con el propósito de adorar y alabar a Jehová, aumentaban así su instrucción religiosa. (Deu. 31:12, 13; Neh. 12:43.) Tal como era su costumbre, los padres de Jesús le llevaron a Jerusalén para la Pascua. En una de aquellas ocasiones le echaron de menos durante el viaje de regreso y, al buscarle, le hallaron en el templo, “sentado en medio de los maestros, y escuchándoles e interrogándolos”. (Luc. 2:41-50.)
Si se daba el caso de que un hijo llegaba a ser absolutamente rebelde e incorregible después de haber recibido suficientes advertencias y la disciplina necesaria, se tomaba una medida aún más severa. El hijo era llevado ante los ancianos de la ciudad, y después que los padres daban testimonio de que era irreformable, se le aplicaba la pena capital de morir apedreado. Es obvio que aquí no se trataba de un niñito sino de un hijo ya crecido, pues las Escrituras le describen como un “glotón y borracho”. (Deu. 21:18-21.) Al que hería a su padre o a su madre, o invocaba el mal sobre sus padres, se le daba muerte. La razón para tomar esas medidas tan rigurosas era que la nación debía eliminar lo que era malo de en medio de ellos y de esta manera “todo Israel [oiría] y verdaderamente [llegaría] a tener miedo”. Por consiguiente, por medio del castigo que se infligía a tales ofensores, se restringía en gran manera cualquier tendencia que hubiese en la nación hacia la delincuencia juvenil o la falta de respeto a la autoridad de los padres. (Éxo. 21:15, 17; Mat. 15:4; Mar. 7:10.)
AUTORIDAD DE LOS PADRES
Como se ha dicho, el entrenamiento y la enseñanza de los hijos varones era principalmente una responsabilidad del padre, aunque la madre también cooperaba, especialmente cuando los niños eran pequeños. (Gén. 18:19; Deu. 6:6-8; 1 Sam. 1:23; Pro. 1:8; Efe. 6:4.) La autoridad de los padres, y en particular la del padre, abarcaba un ámbito bastante grande. Mientras el padre vivía y era capaz de manejar su casa los hijos debían estar en sujeción a él. Sin embargo, cuando un hijo establecía su propio hogar independiente, entonces él llegaba a ser el cabeza de su casa. Un padre podía vender temporalmente a sus hijos como esclavos (aunque no vendería a una hija a un extranjero) para pagar sus deudas, o quizás darlos como fianza. (Éxo. 21:7-10; 2 Rey. 4:1; Neh. 5:2-5; Mat. 18:25.) La autoridad del padre sobre la hija era tal que hasta podía anular un voto hecho por ella. Sin embargo, su autoridad no podía interferir con la adoración de su hija a Jehová ni tampoco podía hacerla desobedecer los mandatos de Jehová, pues el padre era un miembro de la nación de Israel y por lo tanto estaba dedicado a Dios y debía cumplir la Ley. (Núm. 30:3-5, 16.) Una hija era propiedad de su padre hasta que él la daba en matrimonio. (Jos. 15:16, 17; 1 Sam. 18:17, 19, 27.) Los padres eran los que escogían el cónyuge para sus hijos y tramitaban el matrimonio. (Gén. 21:21; 24:2-4; 28:1, 2; Éxo. 21:8-11; Jue. 14:1-3.) Si luego la hija enviudaba o se divorciaba, podía volver a la casa de su padre y pertenecerle de nuevo. (Gén. 38:11; Lev. 22:13.)
Los derechos hereditarios se transmitían por medio del padre. A menudo, cuando una mujer no tenía hijos, le ofrecía su sierva a su esposo para que fuese su concubina, y el niño que nacía de dicha unión lo consideraba como si fuese suyo. (Gén. 30:1-8.) Un hijo ilegítimo no podía ser miembro de la congregación de Israel. (Deu. 23:2.) Si nacían gemelos, se esforzaban concienzudamente en identificar al hijo que nacía primero (Gén. 38:28), pues el primogénito recibía una porción doble de la herencia de su padre en comparación con el otro. (Deu. 21:17; Gén. 25:1-6.) Cuando el padre moría, se distribuía la herencia, y el hijo mayor solía asumir la jefatura de la casa y la responsabilidad de sustentar a las mujeres de la familia. El hijo que nacía de un matrimonio de levirato era criado como si fuese hijo del difunto, y heredaba su propiedad. (Deu. 25:6; Rut 4:10, 17.)
La palabra hebrea ben y la griega hui·ós, que significan “hijo”, se suelen utilizar en un sentido más amplio que simplemente para designar la prole varón inmediata de alguien. El término “hijo” puede significar: hijo adoptivo o hijo de un padre adoptivo (Éxo. 2:10; Juan 1:45), un descendiente (nieto, bisnieto, etc.) (Éxo. 1:7; 2 Cró. 35:14; Jer. 35:16; Mat. 12:23) o un yerno. (Compárese 1 Crónicas 3:17 con Lucas 3:2 7 [Sealtiel era por lo visto hijo de Jeconías y yerno de Nerí]; Lucas 3:23 dice: “José, hijo de Helí”, refiriéndose evidentemente a que era su yerno [en esta frase hu·iós, “hijo”, no aparece en el texto griego, pero se sobrentiende].)
El término “hija” se aplicaba también a otros parentescos. Por ejemplo, bajo ciertas circunstancias, se refería a: una hermana (Gén. 34:8, 17), una hija adoptiva (Est. 2:7, 15), una nuera (Jue 12:9; Rut 1:11-13), una nieta (1 Rey. 15:2, 10, donde la palabra hebrea para hija, bath, se vierte “nieta” en NM y Mod, nota marginal; véase 2 Crónicas 13:1, 2) y una descendiente. (Gén. 27:46; Luc. 1:5; 13:16.)
Aparte de emplearse para estos parentescos directos, el término “hija” también se aplicaba a: las mujeres en general (Gén. 6:2, 4; 30:13; Pro. 31:29), la mujer de un país, un pueblo o una ciudad en particular (Gén. 24:37; Jue. 11:40; 21:21), y las adoradoras de dioses falsos. (Mal. 2:11.) Las personas que ocupaban un puesto de autoridad o que simplemente eran mayores solían utilizar el término “hija” como una forma amable de tratamiento a una mujer más joven. (Rut 3:10, 11; Mar. 5:34.) Algunos derivados de la palabra hebrea bath se vierten también como: “ramas” de un árbol (Gén. 49:22), “niña” del ojo (Sal. 17:8), y “pueblos dependientes” de una ciudad mayor. (Núm. 21:25; Jos. 17:11; Jer. 49:2.) El término para “hija”, en sus muchos sentidos, aparece más de seiscientas veces en la Biblia.
USO DESCRIPTIVO
La palabra “hijos” se utiliza con frecuencia con un propósito descriptivo, como en el caso de: “orientales” (literalmente, “hijos del Este” [1 Rey. 4:30 y Job 1:3, notas al pie de la página]); “ungidos” (literalmente, “hijos del aceite” [Zac. 4:14, nota al pie de la página]); miembros (“hijos”) de ciertos grupos dedicados a una labor, como “hijos de los profetas” (1 Rey. 20:35) o “miembro [“hijo”] de los mezcladores de ungüentos” (Neh. 3:8); los “desterrados” que regresaron (“los hijos del Destierro [Exilio]”; Esd. 10:7, 16, nota al pie de la página); ‘hombres que no servían para nada’, villanos. (“Hombres de los hijos de belial [inutilidad]”; Jue. 19:22, nota al pie de la página; 20:13.) A los que siguen cierto proceder, conducta o manifiestan una determinada característica, se les designa por expresiones como: “hijos del Altísimo”, “hijos de luz e hijos del día”, “hijos del reino”, “hijos del inicuo”, “hijo del Diablo”, “hijos de la desobediencia”. (Luc. 6:35; 1 Tes. 5:5; Mat. 13:38; Hech. 13:10; Efe. 2:2.) De igual manera, para describir el juicio o resultado que corresponde a cierta característica, se utilizan expresiones tales como: “merecedor del Gehena” (literalmente, “un hijo del Gehena”); “el hijo de destrucción”. (Mat. 23:15; Juan 17:12; 2 Tes. 2:3.) Isaías, quien profetizó el castigo que Dios daría a Israel, llamó a la nación “mis trillados y el hijo de mi era”. (Isa. 21:10; véase HIJO(S) DE DIOS.)