Ana, la profetisa anciana, ve a Jesús
EL DISCÍPULO de Jesús, Lucas el médico, al escribir a Teófilo, declara: “Resolví también, porque he investigado todas las cosas desde el comienzo con exactitud, escribirlas en orden lógico para ti, excelentísimo Teófilo, para que sepas plenamente la certeza de las cosas que te han sido enseñadas oralmente.”—Luc. 1:3, 4, NM.
Al darnos esta historia de la vida de Jesús arreglada lógicamente hallamos que Lucas no sólo sigue un estricto orden cronológico, sino que también nos da muchos detalles históricos de la vida de Cristo Jesús que no se registran por los otros evangelistas. Quizás entre los más importantes de éstos es su registro de los ministerios posteriores de nuestro Señor en Judea y Perea. Sin embargo, también apreciamos su cuidado al dar detalle concerniente al nacimiento e infancia de Jesús. Porque sin su registro no tendríamos las circunstancias relativas al nacimiento de Juan el Bautista, lo dicho por María y los ángeles, el registro de la visita de los pastores al pesebre; y si no fuera por él, no tendríamos la descripción de la escena del templo, donde entre otros Ana, la profetisa anciana, vió al niño Jesús.
De acuerdo con Lucas, Ana era la hija de Fanuel y de la tribu de Aser. Siendo profetisa tenía el don del espíritu santo en un sentido especial. Después de vivir con su esposo por siete años enviudó y tenía ahora 84 años de edad. A pesar de su edad avanzada “nunca faltaba del templo, rindiendo servicio sagrado a Dios noche y día, con ayunos y súplicas”. Sin duda, Ana tenía un aprecio vehemente de la bendición que venía con el servicio en la casa de Jehová: Sus actos les decían a todos, que ella, como David, tenía sólo una cosa que pedirle a Jehová, que pudiera habitar en la casa de él todos los días de su vida, “para mirar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su Templo.”—Sal. 27:4.
En el preciso momento que José y María trajeron a Jesús al templo Ana “se acercó y empezó a dar gracias a Dios y a hablar acerca del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén”. (Luc. 2:36-38, NM) Así como lo habían hecho los ángeles cuarenta días antes, Ana estaba dando testimonio acerca del que habría de ser el salvador del mundo. (Luc. 2:8-15) Sin duda, como Simeón, ella había estado anhelando, orando y esperando a Aquel que libertaría a Israel, y las buenas nuevas de que éste era Aquél eran demasiado buenas para guardarse.
¡Qué diferente fué Ana de los practicantes de la religión ortodoxa! ¿Cuántos de ellos seguirían rindiendo servicio sagrado día y noche a la edad de 84 años? Hubieran solicitado una pensión desde hace mucho. Ana puso un buen ejemplo (así como lo puso Pablo el anciano, algunos sesenta o setenta años después) para todos los siervos de Jehová que están avanzados en años. No importa la edad que tenga uno, no es demasiado anciano para dedicar su vida al servicio sagrado de Jehová; ni nunca es demasiado anciano, una vez que está en ese servicio, para testificar acerca del Rey y Reino como tenga oportunidad. Los que den tal servicio ahora pueden testificar de la bendición de Jehová sobre ellos, tal como Ana en ese tiempo fue especialmente bendecida.