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  • Creyentes en la buena suerte
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1965
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1965
w65 15/2 págs. 101-103

Creyentes en la buena suerte

¿Son sabios? ¿Cuál es su destino?

ES RARO de manera sobresaliente el que un pueblo con tan larga historia de actos divinos de bendición y protección, el de los judíos, sea arengado por el profeta de Dios con estas palabras: “Pero ustedes son los que dejan a Jehová, los que olvidan mi santa montaña, los que arreglan una mesa para el dios de la Buena Suerte y los que llenan vino mezclado para el dios del Destino.” (Isa. 65:11) No obstante, de veras habían abandonado el monte Sion, donde se hallaba un templo santo, como el lugar de adoración exclusiva de Jehová. Bueno, todavía efectuaban una forma de adoración allí, pero su corazón no estaba en ello. Las supersticiones paganas y los razonamientos humanos habían degradado completamente su punto de vista sobre la santa montaña de Jehová. Para ellos la presencia del templo en su ciudad capital era una señal de que Jehová estaba obligado a protegerlos y bendecirlos prescindiendo de que no caminaran en sus estatutos. Era como un talismán.—Jer. 7:1-15.

¡Imagínese aquel hermoso grupo de edificios situado sobre una meseta prominente, construido de fulgurante piedra blanca, adornado con planchas de oro batido que atrapaban y reflejaban los rayos del Sol!1 ¡Imagínese cuán resplandeciente sería la vista! Si tal estructura estuviera situada en la ciudad capital de la tierra natal de usted y estuviera identificada estrechamente con su religión, ¡cuán orgulloso estaría usted!

Tenga presente estos antecedentes impresionantes al leer el relato que se registra en Lucas 21:5, 6: “Más tarde, cuando hablaban algunos respecto al templo, cómo estaba adornado de piedras hermosas y cosas dedicadas, dijo [Jesús]: ‘En cuanto a estas cosas que contemplan, los días vendrán en que no se dejará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada.’” Pocos judíos de aquel día creerían tal predicción. ¿No eran descendientes naturales de Abrahán y por lo tanto favoritos de Dios? ¿No era su destino el llegar a ser una gran nación, la más grande, de hecho? Por eso, prescindiendo de lo degradados o corrompidos que llegaran a ser, si solo permanecían adheridos al templo y la ciudad santos de alguna manera saldrían bien librados.

Uno bien puede imaginarse cómo considerarían aquellos que creían en capillas las palabras adicionales de advertencia de Jesús: “Además, cuando vean a Jerusalén cercada de ejércitos acampados, entonces sepan que la desolación de ella se ha acercado.” (Luc. 21:20) No obstante, aquella misma generación habría de llenar la medida de su iniquidad, más allá de la gran paciencia misericordiosa de Jehová, al rechazar y matar violentamente a su propio Hijo, el Mesías. La buena voluntad de Dios estaba por acabarse. El rechazarlos estaba más cerca de lo que pensaban. Se ejecutaría contra ellos el decreto de Dios: “Y los destinaré a la espada, y todos ustedes se doblegarán a ser degollados; por motivo de que los llamé, pero no respondieron; hablé, pero no escucharon; y siguieron haciendo lo que era malo a mis ojos, y escogieron la cosa en que no tuve deleite.”—Isa. 65:12.

En los escritos del historiador judío Josefo podemos leer el asombroso cumplimiento de la profecía de Jesús al comenzar a manifestarse, solo treinta y tres años después que Jesús la declaró. Este Josefo llegó a ser prisionero de guerra de los romanos y testigo involuntario de los muchos terribles ayes que rodearon a su propio pueblo. Había muchas facciones entre los judíos, muchos fanáticos radicales, sembradores de sedición contra el dominio romano, buscadores inquietos de innovación en toda esfera de la vida. Las legiones romanas bajo Cestio Galo fueron despachadas finalmente en el año 66 E.C. para reprimir la rebelión y castigar a los ofensores. Sus ejércitos penetraron en los suburbios de Jerusalén esparciendo estrago, pero la mayor parte de los habitantes se retiró tras los muros de la ciudad y se preparó para el sitio. Las masas de la gente alegremente hubieran abierto las puertas a Cestio. Sin embargo, un grupo de revolucionarios extremados estaba en control, y ellos no querían aceptar la capitulación. Los ejércitos enemigos cercaron la ciudad. Luego vino un acontecimiento sumamente inesperado, como lo registra Josefo: “Así, pues, Cestio, sin saber los ánimos del pueblo, ni la desesperación de los cercados, hizo retraer su gente, y sin alguna esperanza, muy desacordada e injustamente, sin algún consejo partió.”2

SEÑAL DE ADVERTENCIA PASADA POR ALTO

¡Cuán orgullosamente regocijados deben haber estado los judíos por esta victoria aparente! Sin duda asumieron que Jehová había estado con ellos y que ésta era otra evidencia de que estaban justificados en esperar que les fuera bien. De hecho, deberían haber estado dando atención a la urgente advertencia de Jesús: “Entonces [cuando hubieran visto a Jerusalén cercada de ejércitos] los que estén en Judea echen a huir a las montañas, y los que estén en medio de Jerusalén retírense, y los que estén en los lugares rurales no entren en ella; porque éstos son días para hacer justicia, para que se cumplan todas las cosas que están escritas.” (Luc. 21:21, 22) Solo unos cuantos miles de personas, seguidores del despreciado Jesús de Nazaret y los pocos en quienes ellos influyeron, hicieron caso de la señal de advertencia de los ejércitos acampados en cerco y huyeron a las montañas de Galaad al otro lado del Jordán tan pronto como se retiraron las tropas de Cestio.

Por otra parte, los judíos infieles y supersticiosos se adhirieron a su ciudad y templo santos, mientras que otras multitudes se mudaron allí desde lugares rurales por miedo de esperadas represalias por los romanos. De hecho, al tiempo de la Pascua en el año 70 E.C. una inmensa muchedumbre de toda Palestina aumentó la población mucho más allá de lo normal. En ese momento las legiones del general Tito sitiaron la ciudad. El historiador relata que Tito determinó “cercar de muro la ciudad. Porque de esta manera estaría cerrado el paso y todas las partes, porque los judíos no saliesen. . . . Fuéles quitada a los judíos la licencia y facultad que tenían de salir, y con esto perdieron la esperanza de alcanzar salud ni poder salvarse.”3

Josefo refiere que, en un punto crítico, al tratar los romanos de capturar el collado del templo, judíos fanáticos, agotados por el hambre y los ardores del sitio, todavía efectuaron un esfuerzo desesperado por salvar de profanación su casa santa. La desesperación, entremezclada con una creencia desenfrenada en que de alguna manera Jehová en el último instante intervendría y pelearía por ellos, los galvanizó para ataques furiosos contra los invasores. Pronto, sin embargo, contra el deseo expreso de Tito, el templo se halló en llamas, y como lo expresa Josefo: “De esta manera, pues, fué quemado el templo contra la voluntad de Tito.”4 Debe haber sido una vista melancólica para los judíos que todavía sobrevivían el ver su glorioso lugar santo reducido a un armazón de piedra ennegrecida llena de los restos carbonizados y humeantes de todos los hermosos muebles de cedro tallados.

En breve la entera ciudad se halló a merced de los romanos. Más de un millón de judíos había perecido, ya sea en la lucha o en el hambre ocasionada por el sitio. Unos 97,000 cautivos fueron embarcados como esclavos a Egipto y otros lugares lejanos. Padres, que habían aguantado la miseria de ver que irremediablemente sus hijitos se consumían y morían de inanición, ahora también tuvieron que sufrir la angustia de que los hijos sobrevivientes les fueran arrancados y fueran enviados en esclavitud con poca esperanza de alguna reunión futura. Cuán terriblemente exacta había sido la profecía por Jesús: “¡Ay de las mujeres que estén encintas y de las que den de mamar en aquellos días! Porque habrá gran necesidad sobre la tierra e ira sobre este pueblo; y caerán a filo de espada y serán llevados cautivos a todas las naciones.” (Luc. 21:23, 24) ¿Dónde estaba ahora su estado favorecido con Dios—para esperar que les fuera bien?

Entonces Josefo informa que “mandóles Tito [a sus legiones] que acabasen de destruirla toda y todo el templo también . . . La imprudencia y locura de los revolvedores del pueblo y de los que amaban innovar las cosas [judíos fanáticos, rebeldes], fué el fin y destrucción de Jerusalén, ciudad muy principal y de gran nombre, loada y predicada entre todos los hombres del mundo.”5 Verdaderamente, no se dejó allí ni una piedra sobre piedra, así como Jesús había advertido. Aun los vasos sagrados y los muebles, todo aquello de que pudo apoderarse, se lo llevó el enemigo para adornar la procesión de victoria del general Tito en Roma.

¿CUAL ES NUESTRA POSICIÓN?

No obstante, todavía en nuestra era crítica, se oye decir a la gente: ‘No hay nada que podamos hacer sino solo esperar que nos vaya bien.’ Son meros creyentes en la Buena Suerte. ¡Cuán necio es el permitirnos la idea vana de que hemos tenido suerte por haber nacido en determinada raza o nación; que estamos a salvo mientras permanezcamos adheridos a alguna organización religiosa grande e imponente; que nuestra nación en particular es la superior, la favorita de los dioses, con un glorioso destino en el futuro! ¿Es nuestro caso mejor que el de los judíos? Sus ventajas les fallaron. Tuvieron que presenciar la disolución de su sueño de un glorioso destino en cascajo y ceniza por desobedecer a Dios.

El derrotero sabio es hacer inventario de nuestra posición y determinar cómo podemos huir, separarnos, de un sistema de cosas que está condenado a la destrucción, como lo hicieron aquellos seguidores fieles de Cristo que abandonaron a Jerusalén al tiempo oportuno. Ellos fueron los que sobrevivieron y los que pudieron conseguir consuelo por la expectativa que despertó Jesús cuando agregó a su profecía: “Y Jerusalén será pisoteada por las naciones, hasta que se cumplan los tiempos señalados de las naciones.” (Luc. 21:24) En vez de adorar en los altares de la Buena Suerte y el Destino, debemos dirigirnos al único Dios Creador, Jehová, y adorarlo en espíritu y en verdad, porque él es quien puede reemplazar y reemplazará el dominio corrompido de las naciones con su glorioso dominio del Reino, que será para la bendición de los hombres y mujeres de toda raza y nación que le temen y obran justicia.—Hech. 10:34, 35.

REFERENCIAS

 1 Guerras de los Judíos, Libro VI, cap. vi, pág. 150.

 2 Íb., Libro II, cap. xxiv, págs. 282, 283.

 3 Íb., Libro VI, caps. xiii y xiv, págs. 188-190.

 4 Íb., Libro VII, cap. x, pág. 232.

 5 Íb., Libro VII, cap. xviii, pág. 256.

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