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  • Han seguido tras de mí la bondad y la benignidad amorosa

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  • Han seguido tras de mí la bondad y la benignidad amorosa
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1973
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1973
w73 15/2 págs. 115-119

Han seguido tras de mí la bondad y la benignidad amorosa

Según lo relató Janet MacDonald

EN UN día de primavera de 1911 mi madre y yo trabajábamos en la cocina de nuestro hogar en Belleville, Ontario, Canadá. Tocaron a la puerta. Mi madre contestó. Allí estaba de pie un caballero anciano que le planteó una pregunta extraña: “Señora, ¿cree usted en cismas?”

Un poco asombrada, mi madre preguntó: “¿Quiere usted decir en las iglesias?”

Él contestó: “Sí. Estoy hablando de las divisiones en las iglesias cristianas. ¿Cree usted que Cristo puede existir dividido?”

“Sírvase entrar. Esto es algo que me interesa,” respondió mi madre. Todavía puedo verlo junto a nuestra mesa de la cocina, con la Biblia y libros delante de él, considerando con ahínco las Escrituras con ella. Cuando salió el visitante, mi madre había aceptado de él la ayuda para el estudio bíblico El Plan Divino de las Edades en forma de revista.

ACEPTANDO LA BONDAD DE JEHOVÁ

En aquel tiempo tenía yo once años de edad. Había escuchado cuidadosamente lo que consideraron. Poco comprendí que éste fue el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que habría de modelar el derrotero de mi vida a través de los siguientes sesenta y un años. Ese fue un día sumamente trascendental: el día en que la bondad de Jehová entró en nuestro hogar.

Mis padres eran anglicanos. Mi madre era una fervorosa lectora de la Biblia. Se nos enseñó a reverenciar a Dios. Mi padre también se esforzaba por ser gobernado por principios rectos. Mi madre no estaba satisfecha con la iglesia anglicana. Estaba perturbada a causa de algunas de las doctrinas y prácticas, como la del fuego del infierno y la parcialidad que se demostraba a los miembros acaudalados de la iglesia. Al buscar la verdad de Dios, asistió a casi toda iglesia de Belleville, solo para sufrir desilusión.

Después de obtener la publicación El Plan Divino de las Edades, mi madre lo leyó ansiosamente, probando cada punto cuidadosamente con su Biblia. En unos cuantos días nos dijo: “Esta es la verdad. Esto es lo que he buscado y por lo que he orado. Dios ha contestado mis oraciones.”

En el transcurso de unas cuantas semanas los Estudiantes Internacionales de la Biblia, como se llamaban entonces los testigos cristianos de Jehová, celebraron sus primeras reuniones en Belleville. Mi madre llevó a los tres de nosotros, los niños, a las tres conferencias. Quedé profundamente impresionada a medida que el orador ponía en claro las bendiciones del reinado de mil años de Cristo. Aunque era joven, atesoré estas verdades en mi corazón.

Después de eso, se comenzaron a celebrar reuniones con regularidad dos veces a la semana. Joseph Frappy, un maestro de escuela que vivía en Stirling, a veintiséis kilómetros, las conducía. En el verano su hermoso caballo trotador lo traía a él y a su esposa en una calesa de capota alta; en el invierno, envueltos en abrigadores pieles de bisonte con pelo, se deslizaban por la nieve en un pequeño trineo ligero. Las campanas del trineo que tintinaban claramente en el aire frío anunciaban su llegada. Él tenía tanto gusto en venir; ¡nada se lo impedía!

AGUANTE ANTE LA FALSEDAD DE UN CLÉRIGO

Al principio mi padre se oponía muy vehementemente a estas verdades bíblicas. Comúnmente era amable, pero su clérigo anglicano influyó en él para que creyera incorrectamente que C. T. Russell, el presidente de la Sociedad Watch Tower, estaba usando la religión para ganar dinero. Mi padre quemaba los libros de mi madre. Mi madre continuaba inmovible. Si algo le pasaba a su literatura, obtenía más.

Tan intenso fue el encono de mi padre que para 1917 se puso muy enfermo. No había nada mal orgánicamente, pero su cólera, especialmente a la hora de las comidas, había envenenado su cuerpo. Su peso disminuyó drásticamente.

Justamente en este tiempo, poco después de la muerte de C. T. Russell, el periódico local informó que sus bienes personales habían sido solo de 200 dólares. Al fin se dio cuenta mi padre de que la ruina virtual de su vida de familia y de su salud había provenido de aceptar la falsedad que le había dicho el clérigo anglicano.

Por recomendación médica mi padre y mi madre fueron a una cabaña para que él recobrara su salud. Mientras estuvieron allí ella le leía en voz alta de las publicaciones de la Sociedad Watch Tower. Él reconoció que los Estudiantes de la Biblia estaban enseñando la verdad de Dios. Ya no hubo oposición; recobró su salud; volvió la felicidad. ¡Qué cambio fue tener las reuniones en nuestro hogar: otra vez se manifestó la bondad de Jehová!

BAUTISMO Y PRIVILEGIOS ENSANCHADOS

En agosto de 1916, yo había asistido a la asamblea de la Sociedad Watch Tower en Niagara Falls, Nueva York. Fue allí que simbolicé mi dedicación a Dios por bautismo en agua. C. T. Russell pronunció el discurso del bautismo. Habló a cada uno de los que iban a bautizarse, individualmente, y esto fue muy estimulante.

Unos cuantos meses después se me hizo accesible un magnífico privilegio, la “obra de precursor auxiliar,” la cual requería que dedicara el mínimo de sesenta horas al mes predicando a otros la Palabra de Dios. Me matriculé, y durante el resto de 1916 y la primera parte de 1917 trabajé principalmente en Belleville.

En 1917 se presentó al público el libro The Finished Mystery (El misterio terminado). Después de trabajar la población de Belleville con esta publicación, viajé por tren a las ciudades circunvecinas para distribuir The Finished Mystery.

Mientras hacía esta oferta en Picton, encontré a un hombre que dijo: “Soy clérigo. He predicado contra ustedes antes y lo haré de nuevo.” Aunque yo solo tenía diecisiete años de edad en aquel tiempo temía a Jehová y con profundo interés contesté: “Me daría miedo hacer eso, señor, por temor de que Dios me matara.” Poco después encontré a una de las parroquianas de este clérigo. Me dijo que ella se había salido de la iglesia durante el sermón que él predicó contra los Estudiantes de la Biblia puesto que “no me gustó lo que decía.” Así se perdió un incidente sobrio. Mientras atacaba al pueblo de Jehová desde su púlpito, murió el clérigo. Los periódicos anunciaron que su muerte fue a causa de un ataque del corazón.

Estábamos realizando una rápida circulación del libro The Finished Mystery. Entonces cayó el golpe: El 12 de febrero de 1918 el Canadá proscribió el libro The Finished Mystery. La prensa anunció: “El poseer cualesquier libros prohibidos deja expuesto al poseedor a una multa que no excederá de 5.000 dólares y a cinco años de prisión.”

Tan pronto como oímos esto llevamos nuestro abastecimiento del libro al gallinero. Pusimos periódicos entre las paredes para mantener limpios los libros, y los empacamos adentro y clavamos las tablas. Al día siguiente vino el alguacil de la población y le preguntó a mi padre si había algunas copias de este libro en la casa, a lo cual él contestó “No.” El abastecimiento en el gallinero permaneció intacto hasta que se levantó la proscripción en 1920, después de lo cual todos fueron recuperados y distribuidos.

PREDICANDO EN QUEBEC

En 1924 se me invitó a emprender la predicación en la provincia de Quebec. Primero trabajé en Montreal, donde en aquel tiempo solo había una pequeña congregación. En Quebec aumentaron los gozos, y también la persecución. Una de nuestras primeras asignaciones fue distribuir una resolución presentada en la asamblea de Columbus, Ohio, en 1924. La resolución en forma de tratado se intitulaba “Ecclesiastics Indicted” (Eclesiásticos denunciados), y exponía la calidad mortífera de la religión falsa.

Siguiendo la ruta señalada por la Sociedad, fuimos a muchas poblaciones como Granby, Magog, Asbestos y otras en las zonas municipales del este. Para evitar oposición, empezábamos a distribuir el tratado de puerta en puerta a las tres de la mañana, y para las siete u ocho en punto, cuando la población entraba en actividad, nuestro trabajo había terminado. Varias veces fuimos arrestados por la policía, que trataba de atemorizarnos para que saliéramos de la población. Un ejemplo fue en Magog, donde la policía nos llevó al tribunal. No se hizo acusación alguna, pero se nos informó que tendríamos que pagar quince dólares para salir. Dijimos que no teníamos quince dólares, de modo que lo redujeron a diez dólares. Dijimos que no teníamos diez dólares, de modo que se redujo a cinco dólares. Dijimos que no teníamos cinco dólares, de modo que nos dejaron ir.

En Coaticook, nos topamos con dificultad más seria en mayo de 1925. Una chusma conducida por el caballero principal de los Caballeros de Colón nos rodeó y trató de obligarnos a entrar en un camión. Corrimos hasta la estación del ferrocarril y nos refugiamos en la sala de espera. El jefe de estación vio que se acercaba la chusma y cerró con llave ambas puertas. Se arremolinaban, agitando los puños y golpeando en la ventana. Pronto el líder de la chusma regresó con la policía.

Fuimos arrestados y llevados al ayuntamiento, donde se reunió inmediatamente un tribunal. Se nos acusó de “publicar un libelo blasfemo” por la crítica hecha al clero. El único testigo a quien llamaron fue el sacerdote católico local. Nos llevaron a Sherbrooke donde nos encerraron durante la noche en una cárcel sucia, infestada de sabandijas que me picaron tanto que necesité tratamiento por varias semanas.

El juicio se efectuó el 10 de septiembre ante el magistrado Lemay, que decidió seguir la ley. Dijo: “Aquí no hay libelo blasfemo y dejo sin lugar la queja presentada contra los acusados.”

AL NORTE

En 1926 comencé a servir en el distrito minero de Ontario y Quebec del norte. Los caminos eran malos, y había desarrollo limitado, pero ¡qué emocionante lugar para predicar la Palabra de Dios! Visitábamos campos mineros, edificios rústicos que les servían de dormitorios, cualquier lugar donde se podía hallar gente. ¡La benignidad amorosa de Jehová era tal que cantábamos al viajar de una visita a la otra!

Gran parte del tiempo viajábamos por tren. Cuando salíamos de una población, a menudo el sacerdote se enteraba por medio del boletero de nuestra siguiente parada. Entonces enviaba un telegrama al sacerdote en nuestro destino para que advirtiera a sus parroquianos. Si llegábamos antes de la advertencia, probablemente hallábamos a muchos que manifestaban interés; si llegábamos después, podía haber hostilidad declarada.

Después de varios días con toda población prevenida, mi compañera y yo llegamos a un hotel en Larder Lake, sin dinero. Pero después de ofrecer la literatura a un señor en el hotel, la tomó y contribuyó diez dólares. Nuestros corazones rebosaban de gratitud por la manera en que la bondad de Jehová seguía tras de nosotros. Fuimos a la siguiente población, Rouyn. Quebec, donde en dos semanas colocamos más de 1.500 piezas de literatura. ¡Verdaderamente un tiempo de regocijo!

Luego llegamos a la población de Amos. Aquí el sacerdote había prevenido a la gente para que no tuviera nada que ver con nosotros, pero esta vez la advertencia resultó contraproducente. Despertó más interés, y en aproximadamente una hora yo había colocado todos mis libros, y tuve que regresar de prisa a nuestra habitación para conseguir más. Me acuerdo de un tendero que quería aparentar antagonismo y al mismo tiempo estaba deseoso de conseguir las ayudas para el estudio bíblico. Había clientes en la tienda, de modo que dijo en voz alta: “NO, NO ME INTERESO.” Luego en voz muy baja, dijo: “Parecen muy interesantes. Póngalos en el mostrador.” En voz alta dijo: “LLÉVESELOS, NO LOS QUIERO AQUÍ.” En voz baja: “Dejaré el dólar en el mostrador. Tómelo y salga.” Experiencias como ésta y muchas inesperadas acciones amables hacían que uno deseara ayudar a estas personas francocanadienses que por naturaleza son humildes y hospitalarias.

MATRIMONIO Y SERVICIO DE TIEMPO CABAL CONTINUADO

En 1928 en Timmins, Ontario, conocí a Howard MacDonald, un entusiástico joven que servía allí con la congregación. Nos casamos ese año y continuamos juntos en la predicación de tiempo cabal. Nuestra primera asignación abarcó una zona de trescientos veinte kilómetros entre Sudbury y Sault-Sainte-Marie, Ontario, incluyendo ambas ciudades. La vida en la región del norte del Canadá era dura pero interesante. Nuestros días fueron felices. Por lo general acampábamos dondequiera que nos anochecía. Nuestras necesidades eran pocas, ¡pero nuestras bendiciones abundantes! Generalmente acampábamos hasta mediados de noviembre, cuando los días fríos nos obligaban a hallar alojamientos más abrigadores. Pasamos cuatro años felices en esta zona.

Después de trabajar cinco años en Montreal, regresamos a Sudbury en 1937. Aquí encontramos a dos sacerdotes católicos irlandeses que parecían creer que ellos eran la ley. Mientras Howard le tocaba un disco fonográfico con un mensaje bíblico intitulado “Rebelión” a una señora italiana en Coniston, el sacerdote local entró en la casa sin ser invitado y arrancó el disco del fonógrafo. Lo echó de golpe en la mesa, y al ver que no se quebró, lo tomó junto con otros dos discos y se fue.

Entonces el sacerdote hizo una acusación de “libelo blasfemo,” y nuestro camión, literatura y pertenencias fueron confiscados. En el juicio el sacerdote McCann comentó: “Me hizo arder debajo del cuello [haciendo correr su dedo debajo de su cuello para dar énfasis] ver que esta buena católica escuchaba un disco que abogaba por la rebelión.” El disco realmente trataba del derrotero rebelde emprendido por Adán y Eva en el jardín de Edén.

Se declaró sin lugar el caso, y al día siguiente Howard hizo acusación formal contra el sacerdote por robo de propiedad. El sacerdote se declaró culpable y se le ordenó que pagara los discos, y recibió una condena condicional de un año. Su iglesia abochornada lo mudó de ese distrito.

Sin embargo, la oposición no terminó. El siguiente domingo el sacerdote O’Leary en Sudbury habló en su iglesia acerca de los testigos de Jehová y aconsejó a sus parroquianos a que “los echaran escaleras abajo a puntapiés aunque les rompieran las espaldas.” Mucha gente católica nos dijo que este odio había “dividido a su iglesia en dos.” La gente de corazón justo no favorecía la violencia. ¿Y el sacerdote O’Leary? Fue relevado de sus servicios, y un artículo en el diario local dijo que se le había enviado en una travesía oceánica porque padecía de los nervios.

OTRA PROSCRIPCIÓN

En 1940 mi esposo era siervo de zona que viajaba a varias congregaciones de Testigos para animarlos y vigorizar su espiritualidad. Entonces el 4 de julio de ese año el ministro de justicia católico romano radicado en Ottawa impuso una proscripción a la obra de los Testigos en toda parte del Canadá. Nos enteramos de que la policía estaba buscando nuestra literatura bíblica para destruirla. Un Testigo le susurró a Howard: “Acaba de llegar a la estación del ferrocarril un envío grande de libros y Biblias. El agente de carga es amigable. Si podemos sacarlo de allí para hoy al mediodía, no tendrá que notificar a la policía. Está oculto en un rincón cubierto con un lienzo alquitranado.”

Sin titubear Howard y yo fuimos con él en nuestra camioneta para conseguir la literatura. Apresuradamente cargamos la camioneta hasta que casi gemía, y luego fuimos al campo. ¿Ahora qué? Todos los Testigos eran bien conocidos, de modo que probablemente sus hogares serían registrados. Pero un Testigo tenía una hermana que vivía en una granja. ¿Podríamos confiar la literatura a una persona no dedicada a Dios, especialmente cuando el esposo de ésta era alcohólico?

No teníamos mucho de qué escoger: la señora fue amigable y convino en que dejáramos algunas cajas en su sótano, de modo que la camioneta se acercó en reversa a la casa y las cajas fueron llevadas adentro. Los vecinos asumieron que el esposo alcohólico estaba obteniendo su abastecimiento para el invierno. Allí las publicaciones bíblicas permanecieron a salvo hasta que se levantó la proscripción y pudieron usarse para esparcir las buenas nuevas del reino de Dios.

DE REGRESO A QUEBEC

Después que terminó la proscripción sobre la sociedad no incorporada de testigos de Jehová en octubre de 1943, fuimos de vuelta a Quebec. En esta provincia durante los años 1944 a 1946 hubo, casi diariamente, arrestos, chusmas, procesos y hostigamiento de los Testigos. Después de repasar la montaña de injusticias cometidas contra el pueblo de Jehová, la Sociedad Watch Tower publicó el tratado intitulado “El odio ardiente de Quebec a Dios y Cristo y la libertad es la vergüenza de todo el Canadá.” El tratado desenmascaraba al gobierno de Quebec y sus amos sacerdotales. Maurice Duplessis, primer ministro de Quebec, instó a “guerra sin cuartel contra los testigos de Jehová.”

De día y de noche se distribuían los tratados. Íbamos de un lado al otro de los distritos rurales a través de las frías nieves del invierno, a menudo con la policía pisándonos los talones. A mediados de la noche un auto lleno de Testigos entraba velozmente en una aldea con un abastecimiento de tratados. ¡Cada uno de nosotros corría a las casas asignadas, entregaba los tratados, volvía como flecha al auto y nos íbamos! Mientras la policía buscaba en esa aldea, nosotros estábamos en camino a otra.

Entonces la policía frustrada invadió el Salón del Reino en Sherbrooke y se llevó todo lo que pudo hallar. Nueve de nosotros fuimos acusados de libelo sedicioso. Cuando salimos bajo fianza, obtuvimos nuevos abastecimientos y continuamos con la obra. No había paro.

Entonces la Sociedad expidió el segundo tratado: ¡Quebec, le has fallado a tu pueblo! Esta fue una respuesta a base de razonamiento a la fuerte reacción del gobierno al tratado El odio ardiente. Se distribuyó el segundo tratado del mismo modo que el primero: Veloz actividad durante la noche; más jugar al “gato y al ratón” con la policía. ¡Qué excitantes fueron aquellos días!

Los cargos de libelo sedicioso se prolongaron hasta 1950. Entonces el Tribunal Supremo falló que el tratado El odio ardiente no era sedicioso. Las acusaciones de libelo sedicioso, incluso aquéllas contra nosotros, tuvieron que ser declaradas sin lugar.

En 1951 Howard y yo regresamos a New Brunswick, donde he servido durante la mayor parte de los pasados veinte años. Mi fiel compañero, Howard, murió en 1967, después que hubimos servido juntos en la predicación de tiempo cabal durante treinta y ocho años. Él siempre fue constante, alegre y de ánimo inagotable ante los problemas.

La pérdida fue muy dura para mí. Pero mis hermanos cristianos fueron bondadosos y prestos para ayudarme, y seguí ocupada en el servicio de Jehová. Ha sido una bendición. Jehová ha consolado mi corazón.

Ahora mi pelo se ha vuelto cano y a los setenta y dos años de edad mis pasos han disminuido algo en rapidez. ¡Pero qué feliz y remuneradora vida ha sido! Jehová ha coronado mi vida con benignidad amorosa, ya que misericordiosamente me ha permitido continuar en el trabajo que he amado. Nunca por un instante me ha pesado el derrotero sabio que emprendí en mi temprana niñez. Confiada en Jehová, repito cual mía la expresión agradecida de David: “Seguramente la bondad y la benignidad amorosa mismas seguirán tras de mí todos los días de mi vida.”—Sal. 23:6.

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