El buen gobierno... ¿será realidad alguna vez?
¿Ha oído usted alguna vez a alguien decir acerca de las condiciones de su país: “Si el grupo mío estuviera en el poder, podríamos mejorar las cosas”? ¿Ha conocido alguna vez a alguien que haya derrocado un gobierno y llegado a ser gobernante de su país? El siguiente es el relato que dio un hombre que hizo estas cosas. Pero, como usted verá, él aprendió que el buen gobierno no se produce con tanta facilidad.
ERA el 25 de octubre de 1960. El país centroamericano de El Salvador estaba por recibir un nuevo gobierno. Nuestra revuelta comenzó a las diez de la noche.
Una fuerza militar rodeó la residencia particular del presidente José María Lemus y le dijo que habíamos tomado el poder. Él trató de hablar por teléfono, pero lo encontró desconectado... nuestra gente había tomado el control del centro nacional de comunicaciones.
A unos kilómetros de allí, en mi oficina en el fuerte El Zapote, al otro lado de la casa presidencial, rápidamente notifiqué de nuestras acciones a los oficiales bajo mis órdenes. Luego, desde la sala de comunicaciones, apresuradamente llamé al comandante de cada unidad militar del país. Expliqué quiénes ya se habían puesto de parte de nosotros, y pregunté: “¿Está usted de acuerdo?” Solo un coronel importante se nos opuso. Le recordé que podíamos destruirlo. De modo que no tuvo más remedio que aceptar lo que estábamos haciendo.
En ese tiempo, yo era el segundo al mando en el fuerte El Zapote. Mi comandante, que tampoco favorecía la toma del poder, regresó a medianoche. Pero uno de mis hombres, que guardaba la entrada, le aconsejó que se fuera a su casa. Sabiamente, lo hizo, y no regresó.
A las seis de la mañana todos los comandantes y los miembros de nuestro nuevo gobierno se reunieron en mi cuartel general en el fuerte. Nuestro golpe de estado había tenido buen éxito, y no se había derramado sangre. Se dispararon cañones en celebración, y la radio dio a saber a la gente que un nuevo gobierno de seis hombres —al cual llamábamos “La Junta”— había tomado el poder. ¡Fue una ocasión emocionante!
POR QUÉ DERROCAMOS EL GOBIERNO
El Salvador es el país más pequeño y más densamente poblado de la América Central. Un periódico de aquel tiempo también lo llamó la “más industrializada y más próspera de las repúblicas centroamericanas.” Nosotros creíamos que necesitaba un cambio radical, un gobierno mejor, y otros estuvieron de acuerdo con ello. Poco después de nuestra toma de poder, el Times de Nueva York del 5 de noviembre de 1960 declaró:
“Hasta los que temen lo que pueda seguir al derrocamiento del presidente Lemus concuerdan en que su régimen se había hecho cada vez más autoritario y brutal, y se había ganado el odio de los moderados así como de los liberales.”
En armonía con tales sentimientos, el enunciado que expedimos decía que Lemus había gobernado fuera de la ley, había pisoteado la Constitución y los derechos de los ciudadanos, había cometido actos ilegales y había creado un clima de descontento general.
Bajo su gobierno, manifestantes estudiantiles habían sido muertos a balazos en las calles. Otros habían sido torturados. Los periódicos informaron que se violaba a las mujeres en prisión. Armas de mi regimiento se habían usado como evidencia falsa para arrestar a un hombre al cual se acusó de tener demasiadas armas. Lemus había declarado que el país estaba bajo un estado de sitio, una forma modificada de ley marcial.
Me parecía que la acción militar podría resolver estos problemas y traería condiciones mejores. Quizás usted comprenda mejor por qué yo pensaba así si sabe algo de mis antecedentes.
ANTECEDENTES MILITARES
Nací en 1925, el tercero de siete hijos de una familia de agricultores de Paraíso de Osorio, El Salvador. Cuando tenía 15 años de edad empecé el entrenamiento de cuatro años y medio en la Escuela Militar, la academia militar de nuestro país, y me gradué en julio de 1945. Aprendí la fuerte disciplina —obedecer y mandar— tradicional en las fuerzas armadas latinoamericanas.
A los 19 años de edad llegué a ser oficial, a los 21, primer teniente, a los 25, capitán. Fui a México y estudié por tres años en la escuela de personal general de ese país, la Escuela Superior de Guerra. Allí aprendí a organizar y dirigir el entrenamiento militar.
Cuando regresé a El Salvador, me dijeron: “Necesitamos una escuela de infantería.” De modo que, con autorización para establecer una, ayudé a establecer la Escuela de Armas, la escuela de infantería de El Salvador, en 1954. Posteriormente, en 1958, establecí la Escuela de Artillería de El Salvador.
También, fui observador del 504° Batallón de Artillería de Campo de los Estados Unidos en la zona del canal de Panamá. Como ayudante militar del ministro de la defensa de El Salvador, viajé a la Argentina, el Brasil, Chile y Panamá:
Como usted puede ver, tuve una carrera militar de buen éxito, con muchos logros. Por eso, en aquel tiempo solo era natural que yo pensara que el cambio militar podría traer mejor gobierno a nuestro país.
NUESTRO NUEVO GOBIERNO
Me habían hablado algunos amigos... líderes políticos que querían derrocar el gobierno de Lemus. En cuanto a mí mismo, yo no era político, pero la posibilidad de adquirir poder político me atraía. Yo tenía ideales elevados y me parecía que era lo suficientemente honrado como para ayudar a cambiar una situación que necesitaba cambios. Al concordar en formar parte del nuevo gobierno, lo hice con la condición de que se me diera control completo del planear y ejecutar la parte militar del derrocamiento.
Nuestro gobierno se compondría de seis personas: tres civiles, dos coroneles y yo mismo. Yo era capitán-mayor, un rango inferior al de coronel, pero mi posición en el fuerte de El Zapote me colocaba en un sitio estratégico. Durante ocho meses trabajamos en los detalles. Entonces, en la noche del 25 de octubre de 1960, todo entró en acción.
Nuestra intención, que se anunció públicamente, era reconocer a todos los partidos políticos, seguir un programa democrático, permanecer en el bloque de naciones occidentales y ocupar el poder solo hasta que se celebraran las siguientes elecciones presidenciales. En realidad nos parecía que podíamos contribuir a mejorar las condiciones en El Salvador.
Sin embargo, las cosas no resultaron como planeamos. Poco después de haber entrado nosotros en el poder, el arzobispo me llamó. Dijo que quería hablarle a la Junta en privado, y que la consideración debería mantenerse en secreto.
El arzobispo nos dijo, en sustancia: ‘Ustedes son un nuevo gobierno y yo estoy en posición de sostener a este gobierno desde el púlpito. A cambio, ustedes pueden sostenernos.’
Sabíamos de qué hablaba. De los registros que teníamos disponibles, sabíamos que las instituciones religiosas católicas habían estado recibiendo sostén financiero del gobierno anterior. Es obvio que el arzobispo se interesaba en que nuestro nuevo gobierno continuara extendiendo tales consideraciones a la Iglesia.
Yo era católico, pero podía ver que tal trato parcial no era correcto; no era constitucional. Los otros miembros de la Junta concordaron. De modo que nosotros, los seis, rehusamos proveer sostén financiero a la Iglesia. El arzobispo quedó visiblemente turbado, y sugirió que nos pesaría aquella decisión.
En breve, desde los púlpitos eclesiásticos empezó una campaña. Los sacerdotes aseveraban que nuestro gobierno era pro Castro y pro comunismo. Teníamos cintas grabadas de estos discursos, de modo que sabíamos las acusaciones que se hacían. Pero nos pareció que podríamos efectuar más daño que bien al suprimir esta campaña, puesto que la Iglesia ejercía gran influencia en muchas personas.
¿QUÉ PASÓ CON LAS ACUSACIONES?
Pronto se sintió un efecto adverso en nuestro gobierno. Vino a haber sospecha en cuanto a nuestra orientación política. Los Estados Unidos se preocuparon y rehusaron reconocernos. Pero ¿cuál era la realidad?
Con el tiempo se vio que las acusaciones patrocinadas por la Iglesia eran infundadas, y los Estados Unidos nos extendieron reconocimiento. El Times de Nueva York del 1 de diciembre de 1960 dijo:
“La tendencia de ver comunismo y la nueva atracción del ‘fidelismo’ en todo esfuerzo por cambio político y social en la América Latina es peligrosa. . . .
“Los tres miembros civiles de la junta, a pesar de acusaciones descuidadas de ‘fidelismo,’ son liberales y demócratas. . . . Los seis hombres se han comprometido a un programa democrático y merecen toda oportunidad de probar su buena voluntad.”
A pesar de esta vindicación, la campaña de vilipendio patrocinada por la Iglesia había efectuado gran daño a nuestra credibilidad. Pero también había otras fuerzas trabajando para socavar nuestro nuevo gobierno.
NUESTRAS ESPERANZAS SE DESVANECEN
El ejército no estaba contento con nosotros. Otro grupo que había estado planeando un golpe de Estado mientras nosotros estábamos preparando el nuestro favoreció al ejército y así se ganó el apoyo de los oficiales.
Evidentemente hablaron a los comandantes de los diferentes puestos militares, tal como yo lo había hecho. El 25 de enero de 1961 un ayudante vino a mi casa para decirme que se habían apoderado de las comunicaciones. Inmediatamente fui a la casa presidencial. Mis hombres dijeron: “Nosotros lo apoyamos a usted... moriremos por usted.”
Sin embargo, es obvio que en realidad ninguno de nosotros quería morir. Aunque aquella zona estaba rodeada, crucé la calle al fuerte de El Zapote, donde el oficial me abrió la puerta. Empecé a organizar la defensa. Mis órdenes eran obedecidas, y me sentía lo suficientemente fuerte como para hacer frente al nuevo golpe de Estado.
Un coronel, amigo mío, fue enviado para notificarme que la situación era muy grave. Dijo: “Si te rindes habrá paz. De otro modo habrá una batalla aquí.” Bajo su garantía de paz, me rendí.
Fui conducido al cuartel general del nuevo grupo, y ése fue el fin de la Junta. Sus otros miembros ya habían sido capturados. Yo podía oír gritería y ametralladoras en la calle. Los periódicos dijeron que hubo muchas muertes. Se informa que un joven utilizó su propia sangre para escribir en la calle: “Libertad se escribe con sangre.”
Tres días después me encontré en el exilio. Permanecí en México hasta diciembre, entonces regresé secretamente a El Salvador. Una vez allí di a conocer mi presencia y empecé a trabajar hacia establecer un nuevo gobierno. Al siguiente septiembre se me dijo que saliera del país o me atuviera a las consecuencias. Ante esa amenaza, me fui a los Estados Unidos, y llegué el 7 de octubre de 1962.
EL DESAFÍO DE UNA NUEVA VIDA
Nos establecimos en Los Ángeles, California. A los 37 años de edad, tuve que comenzar de nuevo. Las costumbres eran muy diferentes, y yo no hablaba el idioma. No tenía casi nada en sentido material. Solo tenía mi familia: mi esposa María y nuestros cuatro hijos: Rubén, de 13 años, Míriam, de 11, Jorge, de 9 y Gustavo, de 7.
El 2 de noviembre de 1962, dentro de un mes de haber llegado a Los Ángeles, conseguí trabajo con la compañía de mudanzas Bekins como ayudante de conductor. Todavía llevaba odio en el corazón y un tremendo deseo de venganza contra los que habían derrocado nuestro gobierno. Pero reconocía y aceptaba mi responsabilidad inmediata de sostener a mi familia. De modo que trabajé duro y viví pacíficamente.
Como resultado de aquello, vine a estar más allegado a mi familia que en todo tiempo anterior. De modo que pude ver que, en un sentido, el súbito cambio de circunstancias fue una bendición disfrazada. Entonces sucedieron cosas que cambiaron mi modo de pensar, y con el tiempo mi propia personalidad. Mi odio y deseo de venganza comenzaron a disiparse. En su número de la primavera de 1972, un artículo que salió en el periódico de la compañía de mudanzas, Bekinews, intitulado: “El almacenero que gobernó una nación,” hizo notar lo siguiente en cuanto a mí:
“Aprendió tanto inglés como el sistema de almacenaje aprisa y bien. En 1969 fue promovido a sobrestante de almacén en las instalaciones del distrito de Beverly Hills/Santa Mónica en Wilshire Blvd., Santa Mónica. . . .
“‘Rubén,’ dice el gerente de distrito Tom Fowler, ‘ha desplegado una combinación de eficacia, cortesía y buen humor que ha contribuido a excelentes relaciones con los clientes. Parece que le agrada a todo el que trata con él, y nuestra nominación de Almacenista del Año indica su excelente registro de operación.’”
Solo unos años antes nadie pudiera haber dicho cosas tan agradables acerca de mí. Yo había sido arrogante, así como inmoral. Como comandante militar, tuve el prestigio y poder que me suministró la oportunidad de realizar muchas relaciones inmorales. Las experiencias anteriores habían contribuido a aquel modo de vivir, tal como el cambio radical en mi personalidad ha sido el resultado de experiencias totalmente diferentes en la vida.
LA INFLUENCIA DE LA RELIGIÓN
Yo había sido católico, como lo era la mayor parte de la gente en El Salvador, pero aquello no me había impedido tener varias mujeres además de mi esposa legal. Los sacerdotes mismos dan el ejemplo en esto comúnmente. Sé que un sacerdote de Cojutepeque, donde yo solía vivir, tenía una mujer. Aquello era de conocimiento público. Hasta tuvo hijos de sus relaciones con ella. ‘Por eso, ¿por qué deberíamos ser diferentes de los sacerdotes nosotros?’ era como yo excusaba mi conducta.
Pero no era solo la inmoralidad sexual de los sacerdotes. Era su conducta falta de ética... el arzobispo que trató de efectuar aquel “trato” de dudosa moralidad con nuestro nuevo gobierno era un ejemplo. También, me enteré de que el arzobispo tenía un pasaporte diplomático... un privilegio al cual no tenía ningún derecho. Por eso, cuando tuvimos la autoridad le quitamos el pasaporte. Tengo que decir que yo, por lo que veía que sucedía, le tenía poco respeto a la religión.
En realidad, no sabía nada de la Biblia. Jamás había leído una. Ni siquiera había poseído una Biblia. La Iglesia Católica nunca estimulaba esto en El Salvador. Yo había estudiado el Catecismo y había recibido la primera comunión. Y mi madre me había enseñado algunas doctrinas de la Iglesia, como la infalibilidad del papa, la existencia de un purgatorio y un infierno de fuego, la trinidad, y así por el estilo. Pero ninguna de estas enseñanzas me estimulaba a querer aprender más acerca de Dios. Por eso usted puede ver por qué, después que nos mudamos a los Estados Unidos, la religión no constituyó gran parte de nuestra vida de familia.
MI HIJO INFLUYE EN MÍ
Fue una gran sorpresa el día en que Rubén, que tenía unos 17 años de edad en ese tiempo, preguntó: “Papá, ¿tendrías inconveniente en que yo estudiara la Biblia?” Un condiscípulo suyo estaba estudiando con un testigo de Jehová, y él le había hablado a Rubén. Yo no tenía verdadera objeción a aquello. De modo que Rubén pronto se interesó mucho en la Biblia, y comenzó a ir a las reuniones de los testigos de Jehová. Con el tiempo quiso ser Testigo.
Esto no me agradó en lo más mínimo. Yo quería que Rubén fuera a la universidad y “se hiciera alguien.” Pero él quería usar su tiempo en compartir con otros las creencias que estaba adquiriendo. Permaneció firme en sus convicciones, y yo empecé a presentarle fuerte oposición. Sin embargo, los Testigos le aconsejaron que me obedeciera como padre de él que era, y lo hizo. Sin embargo, continuaba pasando mucho tiempo en la predicación.
La conducta de Rubén comenzó a impresionarme, y despertó en mí curiosidad en cuanto a su nueva religión. Resalta en mi mente un incidente. Le dije a Rubén que si un amigo mío en particular llamaba por teléfono, le dijera que yo no estaba en casa. Quedé sorprendido, y tengo que agregar impresionado, cuando dijo que su conciencia no le permitiría mentir. Rubén traía amigos a casa, y con el tiempo acepté la invitación de uno de ellos de estudiar la Biblia.
LA BIBLIA TIENE SENTIDO
Lo que me impresionó fue lo razonable de lo que enseña la Biblia. Muchas enseñanzas de la Iglesia, como las de un purgatorio, un infierno de llamas y la trinidad, nunca tuvieron mucho sentido para mí. Pero ahora empecé a ver que estas cosas ni siquiera se enseñaban en la Biblia. Me parecieron sumamente interesantes nuestros estudios, en particular cuando se consideraban asuntos prácticos que tenían que ver con el gobierno y la administración de los asuntos en la Tierra.
Con mis antecedentes, reconocía la necesidad de un gobierno honrado que tuviera el poder necesario para poner en vigor las leyes justas. Nuestra esperanza había sido proveer tal gobierno para el pueblo de El Salvador. Pero ahora llegué a ver con claridad que los hombres simplemente no están equipados para gobernar a sus congéneres sin depender de la ayuda de Dios. Sí, la Biblia dice lo cierto cuando declara: “No le pertenece al hombre que está andando siquiera dirigir su paso.”—Jer. 10:23.
¿No es un hecho que todos los esfuerzos humanos, prescindiendo de lo bien intencionados que sean, jamás han podido traer justicia y paz? Por miles de años los hombres lo han intentado; han establecido muchas clases de gobiernos. Pero las buenas intenciones de un hombre son vencidas por otra facción de ideas diferentes, y subsiste la injusticia. Como dice la Biblia: “El hombre ha dominado al hombre para perjuicio suyo.” (Ecl. 8:9) Pero ¿a qué se debe esto?
Una causa principal de esto es la imperfección humana. Los seres humanos no solo enferman y envejecen, sino que se inclinan hacia el orgullo y el egoísmo, obstáculos verdaderos para el buen gobierno. Al estudiar la Biblia, la razón para este defecto básico de los seres humanos se me hizo patente. La razón es que el primer hombre y la primera mujer se rebelaron contra la gobernación de Dios, y por eso perdieron su preciosa relación con Dios. Esto resultó en imperfección y con el tiempo en la muerte, no solo para ellos mismos, sino también para toda su prole que todavía habría de nacer. (Rom. 5:12) Pero empecé a comprender otra razón por la cual han fracasado los esfuerzos del hombre por autonomía.
La primera pareja humana fue tentada a rebelarse contra la soberanía de Dios por otro rebelde. Éste fue un hijo de Dios de la región de los espíritus. Para zanjar las cuestiones que planteó la rebelión, Dios le permitió a este opositor angélico acción libre por un período de tiempo. Tan completa era su libertad para actuar que la Biblia llama a éste “el gobernante de este mundo,” y la Biblia también declara que “el mundo entero está yaciendo en el poder del inicuo.” (Juan 12:31; 14:30; 2 Cor. 4:4; 1 Juan 5:19) Con esa influencia sobrehumana, quedó patente para mí por qué hasta a hombres bien intencionados se les ha hecho imposible producir buen gobierno. ¿Qué esperanza hay entonces?
Aquí es donde la Biblia realmente empezó a tener sentido. Desde la niñez yo había aprendido el “Padrenuestro,” en el cual Jesús enseñó a sus seguidores a orar: “Venga tu reino. Efectúese tu voluntad, como en el cielo, también sobre la tierra.” (Mat. 6:10) A medida que estudiábamos, pude ver que el reino de Dios era el tema de la predicación de Cristo, sí, ¡y el mismísimo tema de la Biblia misma! Se me hizo obvio que este reino es un gobierno, con Cristo mismo como el gobernante principal. Con el tiempo quedé convencido de que el reino de Dios es la única esperanza de ver realizado buen gobierno en la Tierra. Pero ¿cómo tomará el control este gobierno?
La inmensa mayoría de la humanidad no tiene interés genuino en el gobierno de Dios. Han sido cegados tanto que hasta se oponen a él. Por eso dice la Biblia: “El Dios del cielo establecerá un reino que nunca será reducido a ruinas. . . . Triturará y pondrá fin a todos estos reinos [humanos], y él mismo subsistirá hasta tiempos indefinidos.”—Dan. 2:44.
Quizás eso le parezca traído por los cabellos a usted; así me pareció a mí cuando oí por primera vez de ello. No podía creer que Dios realmente le pondría fin a todos los gobiernos terrestres y establecería su propio gobierno. Pero mientras más estudiaba, más razonable parecía esta enseñanza bíblica. Luego algo me convenció de su veracidad.
UNA PERSPECTIVA SEGURA
Yo había estado estudiando con Veron Long por aproximadamente un año cuando finalmente acepté su invitación de asistir a una reunión en el Salón del Reino. Quedé impresionado con la bienvenida amigable. Era asombroso lo libre de discriminación que era el trato para las personas. Aquello me impulsó a asistir con regularidad.
¿Por qué había tanta unidad, felicidad y paz entre aquellas personas? Necesité algún tiempo para ello, pero llegué a convencerme de la respuesta: Estaban amoldando su vida a las leyes de Dios, las leyes que gobernarán a los que vivan bajo el reino de Dios. Por eso, cuando el Reino destruya todos los gobiernos humanos del día actual, estas son las personas que Jehová Dios preservará para iniciar una nueva sociedad terrestre.—1 Juan 2:17.
Yo quise ser parte de esta familia unida de cristianos. De modo que en agosto de 1969 simbolicé mediante bautismo en agua mi dedicación para servir a Dios. He tenido el gozo de ver a toda mi familia, así como a algunos parientes en El Salvador, unírseme en servir a nuestro amoroso Creador, Jehová. ¡Cuánto me alegra el haber aprendido que pronto toda la Tierra disfrutará de buen gobierno, bajo el mando del reino de Dios!—Contribuido por Rubén Rosales.
[Comentario de la página 29]
“Yo podía oír gritería y ametralladoras en la calle”
[Comentario de la página 30]
La Biblia dice: “No le pertenece al hombre que está andando siquiera dirigir su paso”
[Ilustración de la página 27]
El arzobispo en reunión privada con los miembros de nuestro gobierno