En busca de una razón para vivir
Según lo relató Gerhard Pluntke
YO REGRESABA a nuestro campamento militar en el frente ruso cuando empezó un bombardeo intenso. Dos granadas estallaron en unos árboles más arriba de donde yo estaba. La fuerza del estallido de la primera me arrojó entre dos árboles, y varias astillas grandes me penetraron en el cuerpo. La segunda me perforó la pierna de un lado al otro. El dolor era insoportable.
Perdí el movimiento. Solo después del bombardeo me sacaron de la posición dolorosa en que me hallaba. Después que me dieron primeros auxilios, me llevaron al hospital. Dos personas tuvieron que llevarme en camilla durante varias horas por territorio peligroso. Se perdían. A cada rato caían al suelo. Tenían que buscar refugio cuando el enemigo atacaba... es difícil hasta describir aquella experiencia.
Finalmente fui a parar a un hospital del sur de Alemania. Había cuatro personas en aquella habitación, y tras nuestras terribles experiencias parecía que todos teníamos hambre espiritual. Leíamos muchos libros sobre religión, ocultismo, filosofía y cosas por el estilo. Hablábamos muchísimo sobre aquellas cosas. Pero nadie pudo contestar una pregunta que me perturbaba: ¿Qué propósito tiene la vida?
Todo lo que he relatado sucedió hace muchos años, cuando fui soldado alemán durante la II Guerra Mundial. Sin embargo, ahora tengo una razón para vivir, una razón muy poderosa. ¿Cómo la hallé?
Mis primeros años
La religión no tenía importancia para nuestra familia, aunque nominalmente pertenecíamos a la Iglesia Luterana, la religión principal en el norte de Alemania, donde nací. Yo estaba más interesado en los deportes y la diversión, y en la ciudad de Hamburgo había más que suficientes oportunidades para envolverse uno en aquellas actividades.
Mi vida cambió drásticamente en 1939 al empezar la II Guerra Mundial. Puesto que era mecánico y mi profesión era muy especializada, fui eximido del servicio militar por los primeros dos años. Pero al intensificarse la guerra me llamaron a un regimiento de infantería para recibir instrucción militar. Hasta entonces era mucho el entusiasmo de los jóvenes alemanes. Para mí, aquel entrenamiento fue como un deporte. ¡Pero pronto tendría una idea más clara del verdadero significado de la guerra!
Ese tiempo vino al fin de nuestro entrenamiento, cuando nos transportaron al frente ruso. Todavía puedo ver a mi madre con lágrimas en los ojos al partir nuestro tren. Ella sabía lo que me esperaba. Había vivido en los tiempos de la I Guerra Mundial, cuando mi padre había sido soldado.
Los horrores de la guerra
Nos tomó cuatro días llegar a Rusia, y entonces empezaron los tiempos más difíciles de mi vida, y el período que más afectó mi personalidad.
El lugar adonde llegamos, en el norte de Rusia, era un desierto cenagoso. El tren nos llevó hasta cierto punto, y desde allí nos transportaron por camión a un lugar más cercano al frente de combate. Finalmente tuvimos que seguir nuestro camino a pie. Una noche caminamos 51 kilómetros (32 millas) cargados de equipo pesado.
A nosotros, los nuevos, nos distribuyeron entre varias unidades militares que habían tenido muchas bajas. A mí me asignaron a una compañía de telecomunicación en el mismo frente de batalla. ¡Qué diferente era ver directamente la realidad de la guerra!
Tuvimos que cruzar una porción de terreno fácilmente visible a los rusos, y allí recibí mi “bautismo de fuego”. ¡La “calurosa” bienvenida que nos dio la artillería rusa enfrió rápidamente nuestro entusiasmo inicial! Esto no se parecía en nada al entrenamiento. ¡Ahora era asunto de vida o muerte!
Nunca olvidaré aquellos primeros cadáveres que vi. Obviamente eran de soldados rusos que no habían sido enterrados. Aunque desde entonces la muerte me rodeó constantemente, no podía acostumbrarme a las escenas de horror, los restos mutilados de los que habían caído. Me parecía lamentable la muerte de aquellos jóvenes. Me dolía pensar en los padres que nunca los verían de nuevo y en las familias que habían perdido a esposos y padres.
No podía evitar preguntarme: ¿Con qué propósito estamos vivos? Y ¿por qué se cometen estas atrocidades en tiempos de guerra? Me parecía muy absurdo que tuviera que matar a personas a quienes jamás había visto, que nunca me habían hecho nada malo, que tenían familias que las amaban y esperaban ansiosamente su regreso al hogar. Sí, ¡era precisamente lo contrario del código moral que se había inculcado en nosotros antes!
En tiempos de paz el que matara a otro tenía que enfrentarse a castigo severo como asesino, quizás a la pena capital. Pero ahora, en la guerra, las mismas autoridades que condenaban el asesinato nos obligaban a matar a personas desconocidas e inocentes. Y en vez de castigo, nos daban medallas de honor; ¡mientras más gente matáramos, mayor sería el honor! ¡La guerra es absolutamente irracional!
Hipocresía religiosa
En el frente manteníamos comunicación telefónica con los diferentes grupos combatientes, y mi trabajo era mantener funcionando las líneas. Aquel trabajo nunca terminaba, porque las granadas destrozaban los cables constantemente. En mis recorridos para reparar los cables veía muchas tumbas de soldados alemanes. Las reconocía por la rústica cruz de ramas que sostenía el casco de acero del muerto... o, por lo menos, de sus restos. Nunca en la vida había orado a Dios. Ni siquiera sabía a quién orar. Pero muchas veces me detuve al lado de aquellas tumbas y oré en silencio a un Dios desconocido, preguntándole qué propósito tenía la vida.
Otra cosa me parecía inexplicable. Según la predicación de los pastores luteranos y los sacerdotes católicos, Dios favorecía a las tropas alemanas en la guerra; nos daría la victoria final sobre nuestros enemigos. De hecho, todo soldado alemán llevaba grabadas en la hebilla de la correa las palabras Gott mit uns, que significan: “Dios está con nosotros”.
Pero nosotros sabíamos que nuestros “enemigos” eran de la misma religión que nosotros. Y los pastores y sacerdotes en su lado predicaban las mismas palabras, excepto que, para ellos, nosotros éramos el enemigo que merecía el castigo de Dios. El engaño de estos clérigos era muy claro. ‘¡Qué hipócritas!’, pensaba yo. Con todo, seguía preguntándome: “¿Por qué sucede todo esto? ¿Qué propósito tiene la vida?”. Nadie podía darme una respuesta que me satisficiera.
Sigue la búsqueda
Las pérdidas humanas eran tremendas. De unas 180 personas que formaban nuestra compañía, solo quedaron cinco. ¿Qué les sucedió a los demás? O murieron o fueron heridos. Por varios meses vivimos en bosques. Cualquier hoyo que cavábamos se llenaba inmediatamente de agua. Para poder dormir teníamos que cortar ramas de los árboles y colocar unas encima de otras en capas para protegernos del agua. No sé cómo pudimos mantenernos físicamente saludables. También experimentábamos mucha tensión mental. Sabíamos que cada minuto podría ser el último.
Finalmente me llegó el turno... el ataque con granadas que me mandó al hospital en el sur de Alemania. Después de estar muchos meses hospitalizado pude regresar a Hamburgo, pero ya no podría participar más en la guerra.
La guerra terminó, y me resolví a nunca más portar armas. Seguí buscando el propósito de la vida, más enérgicamente que nunca. Me hice miembro de una sociedad cosmológica. Estudiamos ocultismo, astrología y muchos otros asuntos. Pero nada me contestó la pregunta fundamental: ¿Para qué vivimos?
En 1947 me casé con Dolly, mi novia. Pero interrumpimos nuestra felicidad cuando decidí buscar mejores horizontes en el extranjero. Mi meta era la América del Sur... Chile, para decirlo con exactitud.
Así, en febrero de 1949 llegué a Valparaíso y empecé a forjarme una nueva vida. Mi esposa llegó un año después, cuando yo tenía una buena base económica. Pero todavía nos faltaba algo, algo importante: una razón para la vida. Muchas noches, antes de acostarme, miraba por la ventana de la habitación, elevaba los ojos a los cielos estrellados y oraba a un Dios a quien todavía desconocía. Poco me daba cuenta de que estaba cerca de hallar la razón para la vida.
Hallo la razón para vivir
En 1953 acepté un estudio bíblico que me ofreció un testigo de Jehová. En Valparaíso había una congregación pequeña, y fue un Testigo alemán quien estudió conmigo en mi propio idioma. ¡Cuánto me alegré cuando él me dijo que los testigos de Jehová son neutrales en cuanto a los asuntos mundanos! Aquello coincidía con mi manera de pensar. (Juan 15:19; 17:14, 16.)
Pero me faltaba mucho. Yo nunca había leído la Biblia. Se me hacía muy difícil aceptarla como la Palabra de Dios y hacer cambios en mi vida. En cada estudio argüía hasta las dos o tres de la mañana. Conseguí una Biblia en alemán y la leí por varios meses, hasta terminarla. Le hablaba al Testigo sobre las “contradicciones” que encontraba. Pero poco a poco me vi obligado a admitir que en verdad las “contradicciones” que veía se debían a mi falta de conocimiento y entendimiento.
Ciertamente le presenté muchas dificultades a aquel Testigo. Pero él tenía mucha paciencia, y poco a poco empecé a comprender la verdad bíblica.
Lo que me convenció de que la Biblia es la Palabra de Dios fue el cumplimiento de sus muchas profecías. Razoné así: ¿Quién puede predecir algún suceso con centenares y hasta miles de años de anticipación? Por ejemplo, una profecía que me impresionó fue la de Daniel 9:24-27, donde, con más de 500 años de anticipación, se predijo el tiempo en que aparecería el Mesías. En el cumplimiento, ¡Jesús apareció en 29 E.C., exactamente a tiempo! (Lucas 3:1, 2.) Otra profecía que me convenció fue la de Miqueas 5:2, donde, con más de 700 años de anterioridad, se predijo dónde nacería el Mesías, a saber, en Belén. Y así fue: ¡Jesús nació en Belén! (Lucas 2:1-7.) Se me hizo obvio que un Autor sobrehumano había guiado a los escritores de la Biblia.
Mis estudios de mecánica me ayudaron mucho. ¡Hallé tantas pruebas irrefutables de la existencia de un Creador que todo lo sabe! Por ejemplo, en cierta ocasión encontré la tenaza de un cangrejo en la playa y la examiné. Era una maravilla de construcción. En sentido mecánico, los tendones que hacían posible el movimiento estaban en el mejor lugar posible para suplir el máximo de fuerza y movimiento. ¿Quién había calculado esto? ¿El cangrejo? Y así, mientras más investigué la naturaleza y abrí los ojos a las maravillas que me rodeaban, más me di cuenta de que existe una Superinteligencia, alguien que está sobre todo.
¿Y la razón para vivir? ¿Existe una? ¡Sí, existe! ¡Y cuán sencilla y lógica es! ¿Cuál es? Esta: Nuestro Creador amoroso se proponía que el hombre viviera para siempre, en salud perfecta, con paz y felicidad, en un paraíso terrestre bajo un gobierno celestial perfecto. Y Dios se proponía que nuestro modo de vivir reflejara amor duradero a él y a nuestro prójimo. ¡Me emocionó mucho aprender que se ha acercado el tiempo en que este propósito se realizará! ¡Qué maravillosa razón para vivir! (Salmo 37:10, 11, 29; Lucas 23:43; Revelación 21:1-4; Marcos 12:29-31.)
Cuando comprendí esto, ya nada me detuvo. Por eso, en 1957 empecé a compartir estas “buenas nuevas” con otras personas. Después, en febrero de 1959, dediqué mi vida a hacer la voluntad de Jehová y me bauticé. Mi esposa siguió estudiando, y para mí fue un gozo el que, en 1961, en un viaje que ella y yo hicimos a Hamburgo (para asistir a una asamblea internacional de los testigos de Jehová) ella se bautizara allí.
Me alegra mucho decir que nuestras dos hijas han sido Testigos activas por muchos años ya. El conocimiento de la Biblia nos ha ayudado mucho en nuestra vida familiar. Somos una familia unida y armoniosa, con la misma esperanza y la misma meta.
A través de los años he tenido el privilegio de ayudar a otras personas a conocer a Jehová. ¡Qué placer ha sido darles a conocer el propósito de la vida! En particular he disfrutado de ayudar a otros a identificar el verdadero cristianismo. Tengo un texto favorito para eso, uno que realmente aprecio debido a mis experiencias del pasado. Jesús dijo en Juan 13:34, 35: “Les doy un nuevo mandamiento: que se amen unos a otros; así como yo los he amado, que ustedes también se amen los unos a los otros. En esto todos conocerán que ustedes son mis discípulos, si tienen amor entre sí”. Una cosa es aplicar este mandamiento en tiempos de paz, pero ¿qué religión lo sigue en todo tiempo, hasta en tiempos de guerra?
¡Qué gozo es servir con verdaderos cristianos, esperando un nuevo mundo donde ya no habrá más enfermedades ni lágrimas ni muerte, y donde el desamor de la guerra ya no le quitará felicidad al hombre! Sí; tenemos muy buena razón para vivir.
[Fotografía de Gerhard Pluntke en la página 26]
[Ilustración en la página 28]
Me dolía pensar en los padres que nunca verían a sus hijos de nuevo, y en las familias que habían perdido a esposos y padres