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  • Pasé diez años en prisiones militares españolas
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1985
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1985
w85 1/10 págs. 19-23

Pasé diez años en prisiones militares españolas

Según lo relató Fernando Marín

DIEZ años en prisión en la España de Franco... diez años que enriquecieron mi vida. Eso pudiera parecer un contrasentido; sin embargo, resultó ser cierto en mi caso. No porque aquellos años hubieran estado rodeados de las comodidades de la vida. Al contrario, hubo crudeza, toda la descarnada realidad de una prisión militar. Pero, junto con todo ello, también hubo pruebas palpables, a veces hasta asombrosas, de la protección divina. Puedo recordar los sucesos como si hubieran sucedido ayer.

Me habían criado en el catolicismo y había estudiado en colegios católicos de Barcelona. Crecí con un temor mórbido al tormento del infierno de fuego y al purgatorio. Entonces, cuando tenía 16 años de edad, estudié la Biblia con los testigos de Jehová, y esas enseñanzas aterradoras se borraron de mi mente. Vi claramente que la Biblia dice que el alma humana no es inmortal. En ese caso, ¿cómo podían existir lugares para atormentar y purgar las almas? (Ezequiel 18:4, 20; Eclesiastés 9:5, 6, 10.)

En 1961, a la edad de 18 años, simbolicé mi dedicación a Dios por medio del bautismo en París, Francia, en la primera asamblea grande a la que asistí. Yo formaba parte de un grupito de españoles que había podido hacer arreglos para viajar a Francia a pesar de nuestra precaria situación económica y de que la obra de los testigos de Jehová estaba proscrita en España en aquel tiempo. Nuestra obra de predicar se efectuó clandestinamente durante la mayor parte de la era de Franco (1939-1975).

Estaba tan agradecido de conocer a Jehová y su verdad por medio de Cristo Jesús que hice mi dedicación sin reservas. Quería ser ministro precursor de tiempo completo. Pude cumplir mi deseo en febrero de 1962. He estado en ese servicio desde entonces... aun mientras estuve en prisión. Pero ¿por qué tuve que ir a prisión?

Mi primera gran prueba

En febrero de 1964, a la edad de 21 años, se me reclutó para el servicio militar. Estaba preparado para lo que habría de venir. Por años, al igual que otros jóvenes de mi generación en la congregación, solo tenía dos metas en la vida... servir como ministro precursor de tiempo completo y mantener integridad en la cuestión de la neutralidad cristiana. (Juan 17:16; 18:36.)

Cuando salí de casa con rumbo al cuartel, iba con un aire de expectación, con cierta especie de frío nerviosismo, pero teniendo claro en mi mente cuáles eran mis convicciones. Al llegar a la comandancia militar local, expuse mi condición de objetor de conciencia... algo que apenas se entendía en aquel tiempo en España y que de ningún modo se toleraba. Se me dio el pase de viaje y se me dijo que me presentara en el cuartel de Tenerife (Islas Canarias)... a más de mil seiscientos kilómetros (1.000 millas) de distancia de mi hogar en Cataluña.

En Tenerife, las autoridades militares creyeron que yo estaba loco. ¿Quién en su sano juicio rehusaría hacer el servicio militar bajo una dictadura fascista? ¡Fui internado en un hospital siquiátrico para ser sometido a tratamiento! Afortunadamente, me examinó un médico que conocía a los Testigos, y así se me salvó de ser víctima de tratamiento que pudo haber causado daño permanente. Al poco tiempo me encerraron en una prisión militar. ¿Cuánto tiempo estaría allí? No tenía idea, pues en aquellos días no se dictaba sentencia fija contra los objetores de conciencia.

Durante los siguientes años llegué a conocer el vacío interno de la soledad y la degradación de compañeros de celda envilecidos. Pasé por situaciones que pusieron en peligro mi vida, y se me hicieron ofertas tentadoras para quebrantar mi integridad y neutralidad. Poco a poco empecé a darme cuenta de que el pequeño rectángulo de una celda podía ser también un universo cuando se disfruta de una relación íntima con Dios. Desarrollé una confianza enorme en Jehová como mi Dios. (Salmo 23.)

Incomunicado

De Tenerife se me envió a la temida prisión militar de San Francisco del Risco, en la isla de Las Palmas de Gran Canaria —temida por la reputación del comandante de la prisión— hombre de baja estatura, recias espaldas y sadista que, personalmente, disfrutaba de golpear a los prisioneros. Su apodo era “Pisamondongo”.

Me dejaron incomunicado y me quitaron todas mis pertenencias, incluso mi Biblia. Solo me dejaban salir brevemente al anochecer... a vaciar mi retrete y a recoger mi escudilla de comida. Pero durante todos aquellos meses en que se me mantuvo incomunicado jamás estuve realmente solo. (Salmo 145:18.) Como el misionero Harold King, quien por años estuvo incomunicado en China, cultivé mi relación con Jehová. (Véase La Atalaya del 15 de septiembre de 1963, páginas 565-570.)

Un domingo incluyeron una rodaja de limón en la comida. Cuando la exprimí en el arroz, unas gotas cayeron en los ladrillos rojos del piso de mi celda y dejaron una mancha pequeña. Aquello me dio la idea de usar el zumo de limón para inscribir un texto en el piso de la celda. Una vez a la semana me ponían en la comida una rodaja de limón. Así, poco a poco, pude escribir en el piso de la celda: “El nombre de mi Dios es Jehová”. Aquellas palabras eran un recordatorio constante de que no estaba totalmente solo. Esa simple verdad a mis pies me hizo recordar las verdades profundas acerca de la relación del hombre con Dios. Más tarde, usando la cera de una vela, enceré todo el piso de la celda hasta que quedó suave y rutilante como un espejo.

A lo que me arriesgué por leer la Biblia

Los hermanos encarcelados en El Aaiún, en el Sáhara, se enteraron de que yo estaba incomunicado y del hecho de que no se me permitía tener la Biblia ni literatura bíblica. Por medio de otro prisionero que fue transferido, se las arreglaron para enviarme algunas páginas de la revista La Atalaya y una copia de uno de los Evangelios. El problema era: ¿cómo podía entregármelas mientras yo estuviera incomunicado?

Aquella noche, cuando salí a vaciar mi balde, dejaron caer un paquetito sobre la pared del retrete. Lo sujeté con fuerza como un hambriento que atenaza ansiosamente un pedazo de pan. De vuelta en mi celda leí y releí toda la noche aquellas páginas. ¡Era la primera vez en un año que veía literatura que hablaba de Jehová! Despuntó el día. ¡Con qué hambre voraz había devorado aquellos artículos y las palabras consoladoras de Jesús en el Evangelio!

La noche siguiente, cuando regresaba a mi celda con la escudilla en la mano, vi al comandante de la prisión, don Gregorio, esperándome. Tenía una mirada amenazante, y el cuello, corto y robusto como el de un toro, estaba hinchado de rabia. Tenía en sus manos las páginas de la revista. ¡Había descubierto dónde tenía escondida mi valiosa literatura bíblica! Profiriendo insultos groseros contra el nombre de Jehová y amenazas de muerte, me llamó. Inmediatamente hice ruego intenso y en silencio a Jehová, pidiéndole que me ayudara a soportar lo que habría de venir con la dignidad propia de un verdadero cristiano.

El comandante abrió la puerta de mi celda. Corrí a la esquina de la celda y traté de cubrirme las partes vulnerables para protegerlas del ataque violento que sabía que vendría. Enfurecido y gritando, con los ojos inyectados de sangre, se abalanzó sobre mí. El suelo estaba bien pulido. Resbaló y cayó de bruces. Loco de rabia, trató de incorporarse. Mientras lo hacía, posó la vista en las palabras escritas en el suelo “El nombre de mi Dios es Jehová”. Era muy supersticioso. Al llegar al nombre de Dios dijo incrédulamente en tono bajo: “¡Jehová!”. Entonces subiendo de tono empezó a gritar una y otra vez: “¡Jehová! ¡Jehová! [...]”. Luego, ¡casi a gatas, huyó de la celda! Me libré de una paliza, y el comandante nunca volvió a molestarme.

Esta experiencia fortaleció mi fe en la mano protectora de Jehová. Estaba totalmente solo pero no desamparado. Se me perseguía, pero no se me destruía. (2 Corintios 4:7-10.)

Una congregación... en prisión

Con el tiempo fui trasladado a la prisión de Santa Catalina, en Cádiz, donde al poco tiempo llegó a haber unos cien hermanos. Nos organizamos como congregación, ¡una de las más grandes de España en aquel tiempo! Manteníamos nuestro horario de reuniones y estudio personal y hasta repetíamos los programas de las asambleas de distrito y de circuito allí mismo en la prisión.

Hubiera sido fácil dramatizar nuestra situación, pero nuestros hermanos y hermanas fuera de la prisión también se enfrentaban a pruebas de lealtad e integridad en su vida diaria... en algunos casos, pruebas que a nosotros no se nos presentaban en la prisión. Por lo menos, no nos sentíamos desgajados de Jehová ni de su organización. Sus principios nos eran vitales, especialmente cuando la fatiga sicológica se apoderaba de nosotros, y los días, que parecían interminables, caían implacablemente sobre nosotros como golpes de un martillo de forja, triturando la flor de nuestra juventud. Pero no dejamos que el desaliento nos venciera. (Salmo 71.)

En nuestros contornos limitados teníamos que mantener un buen espíritu de convivencia cristiana, lo cual no siempre era fácil. La vida privada era casi imposible en las celdas comunales, aunque se nos había separado del resto de los prisioneros militares. Lamentablemente, surgió un caso de pecado moral grave en nuestras filas. Se tuvo que tomar acción para mantener limpia nuestra congregación. Se expulsó a la persona. Sin embargo, tuvo que seguir viviendo con nosotros... no podíamos echarlo de la prisión ni tampoco queríamos pedir que lo pasaran a la sección de los presos comunes por el oprobio que ello hubiera causado a Jehová y a nosotros. No sabíamos cómo manejar esta situación embarazosa. La respuesta vino de una fuente inesperada.

Por la puerta de un armario

Más o menos para aquella época recibimos la grata visita de Grant Suiter, miembro del Cuerpo Gobernante. Se le permitió ver solamente a uno de los prisioneros en la sala de visitas. Pero todos nosotros queríamos verlo y oírlo. ¿Cómo sería posible esto? En el taller de trabajos manuales habíamos descubierto una puerta en desuso que comunicaba con nuestro dormitorio. Estaba oculta bajo un antiguo empapelado. Nos propusimos ocultarla completamente con un armario que no tenía la tapa que hacía de fondo. Así uno podía entrar en el armario, abrir la puerta que estaba detrás... ¡y hallarse en un laberinto de apiñadas literas de tres pisos!

Cuando el hermano Suiter estuvo a solas conmigo en la sala de visitas, lo invité al taller con el pretexto de mostrarle algunos de nuestros trabajos manuales. ¡Imagínese su sorpresa cuando le pedí que entrara en el armario... para luego hallarse en un dormitorio donde había más de un centenar de hermanos esperando verle! Nos arriesgamos, pero para nosotros, hambrientos como estábamos de tener asociación con hermanos de fuera de la prisión, bien valió la pena. Casi no podíamos creer que realmente en medio de nosotros había un miembro del Cuerpo Gobernante.

Aprovechamos la oportunidad para explicarle nuestro problema con relación al caso de expulsión. Su respuesta fue clara: Las normas y las reglas de los hombres no pueden subvertir los principios ni la organización de Jehová. ‘¡La organización no está en prisión!’, dijo él. Entonces sugirió: ‘¿Por qué no hablan con el comandante y le piden que traslade al transgresor?’.

El comandante, un individuo sarcástico, usualmente se burlaba de nosotros. Le expliqué: “No permitimos transgresores en nuestras filas. Tenemos que mantener limpia nuestra organización”. ¿Cómo reaccionó él? Como si hubiera entendido algún principio eterno que yo había pensado que estaba fuera de su alcance, ¡trató de consolarme! ¡Me quedé pasmado! Dijo que inmediatamente daría órdenes para trasladar al transgresor y para que no lo readmitieran en nuestra sección hasta que nuestro comité judicial lo solicitara. Hasta elogió nuestra lealtad y respeto por los principios elevados.

Amnistía y libertad

No solo fueron los interminables años de encarcelamiento lo que constituyó una prueba para nosotros mientras estuvimos en prisión, sino también la incertidumbre... no sabíamos cuándo saldríamos en libertad, si salíamos alguna vez. ¿Por qué no? Porque cuando terminábamos de cumplir una sentencia, se nos sometía otra vez a todo el proceso, y se nos daba una sentencia aun más severa. Uno de los hermanos fue sentenciado a un total de 26 años en prisión... ¡todo por rehusar 18 meses de servicio militar! ¿Qué nos sostuvo durante aquella larga prueba? La oración fue una de las piedras angulares de nuestra integridad.

Desde aproximadamente 1972 en adelante empezaron a circular los rumores de que el gobierno español tal vez concedería amnistía a los objetores de conciencia que habían estado mucho tiempo en prisión. Pocos días antes que pusieran en vigor la amnistía, ¡70 de los 100 hermanos que íbamos a salir en libertad llenamos una solicitud para emprender el servicio de tiempo completo como precursores! Ello da una idea del elevado sentido de responsabilidad cristiana que habíamos desarrollado durante el transcurso de los años en prisión. No veíamos nuestra recién adquirida libertad como una excusa para darnos la gran vida ni para resarcirnos de cuanto, aparentemente, habíamos carecido. En lugar de ello, queríamos mostrar a Jehová nuestro agradecimiento por la protección de que habíamos disfrutado a través de los años. Y no era una emoción pasajera... ¡muchos de aquellos hermanos continúan en las filas de los precursores! Más de una docena está en la obra de circuito y distrito, o en el servicio de Betel, entre quienes estoy yo y mi esposa, Conchita.

¿Desperdicié diez años de mi vida en prisión? La integridad nunca se desperdicia. El registro combinado de integridad de centenares de hermanos fieles encarcelados en España contribuyó a que el nombre de Jehová llegara a los círculos más altos del gobierno, el parlamento y la Iglesia Católica. Hasta el general Franco tuvo que reconocer este cuerpo extraordinario de cristianos que no cedían. En 1970 el gobierno de Franco otorgó reconocimiento legal a los testigos de Jehová.

En las prisiones de España sobrevivimos una larga prueba de paciencia y aguante. Pero fue una oportunidad única para efectuar estudio personal profundo de la Biblia y cultivar una relación íntima con Jehová. No desperdiciamos aquellos años valiosos. Es por eso que muchísimos de nosotros salimos de la prisión mucho más fuertes espiritualmente que cuando entramos. Sí, por muchos años ‘se nos persiguió, pero no se nos dejó sin ayuda; se nos derribó, pero no se nos destruyó’. (2 Corintios 4:9.)

[Comentario en la página 20]

Aun en aislamiento, tuve un constante recordatorio de que no estaba solo

[Fotografía de Fernando Marín en la página 19]

[Fotografía en la página 22]

El difunto Grant Suiter (al centro), miembro del Cuerpo Gobernante de los testigos de Jehová, visitó la prisión militar de Cádiz (a la izquierda, Bernard Backhouse, traductor; a la derecha, Fernando Marín)

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