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  • ‘Mi copa ha estado llena’
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1987
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  • De nuevo azota la tragedia
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1987
w87 1/6 págs. 20-23

‘Mi copa ha estado llena’

Según lo relató Tarissa P. Gott

“¿POR qué tenía que suceder esto?” Mi esposo y yo nos preguntábamos eso mientras, sentados en un coche tirado por un caballo, llevábamos en los brazos un pequeño ataúd. Mi hijito había tenido cólicos, y unas semanas después había muerto. Allá en 1914, poco se sabía de cómo tratar aquella enfermedad. Fue terrible haber amado a un bebé por seis meses, haber visto su sonrisa, y entonces verlo morir. Fue una experiencia desgarradora.

Mi madre nos visitó durante aquel tiempo de tristeza, y nos consoló con el mensaje bíblico de la resurrección. Apreciamos mucho esto. ¡Qué alivio fue para mi esposo, Walter, y para mí enterarnos de que sería posible volver a ver a nuestro hijito Stanley!

Aquella no fue la primera vez que supe de la verdad bíblica. Algún tiempo antes mi abuelo había obtenido los primeros tres tomos de Estudios de las Escrituras, por Charles Taze Russell. Lo que abuelo había leído en ellos, junto con su estudio de la Biblia, lo impulsó a salir a predicar. Esto enfureció a los clérigos locales, quienes lo echaron de las iglesias de Providence, Rhode Island. Después de aquello mi madre decidió nunca volver a la iglesia. Ella y mi abuelo empezaron a asistir a las reuniones de los Estudiantes de la Biblia, pero en aquel tiempo yo no tomé ninguna decisión seria en cuanto a la verdad.

A los 16 años me casé con Walter Skillings, y nos establecimos en Providence. Ambos deseábamos asociarnos con personas que amaran la Palabra de Dios. Aunque para 1914 teníamos una hijita de seis años, Lillian, no fue sino hasta la muerte de nuestro hijito cuando comprendimos lo que mi madre nos había dicho sobre la verdad. El año siguiente, 1915, mi esposo y yo nos bautizamos como Estudiantes de la Biblia. Aquello fue en el verano, en una playa cercana. Yo llevaba puesta una larga bata negra de cuello alto y mangas largas, algo muy diferente de los trajes de baño que se usan hoy. Por supuesto, esto no era lo que normalmente se usaba en la playa en aquellos días, sino algo provisto especialmente para el bautismo.

Tras el bautismo, nuestra vida cambió. Walter trabajaba para una compañía de gas y electricidad, la Lynn Gas and Electric Company, y en los fríos días invernales lo enviaban a varias iglesias para deshelar el agua de las cañerías. Él aprovechaba la oportunidad para escribir textos bíblicos en el pizarrón de la iglesia, textos bíblicos que mostraban lo que la Biblia decía sobre la inmortalidad, la Trinidad, el infierno, y así por el estilo. (Ezequiel 18:4; Juan 14:28; Eclesiastés 9:5, 10.)

¿A dónde iríamos?

En 1916 murió el hermano Russell, el primer presidente de la Sociedad Watch Tower Bible and Tract, y pareció que todo se desmoronaba. En aquellos tiempos muchas personas que habían parecido muy firmes, muy devotas al Señor, empezaron a apartarse. Quedó claro que algunas habían estado siguiendo a un hombre, y no a Jehová ni a Cristo Jesús.

Dos ancianos que presidían en nuestra congregación se unieron a un grupo en oposición y se hicieron parte de la clase del “esclavo malo”. (Mateo 24:48.) Nada de aquello parecía correcto, pero estaba sucediendo, y nos perturbaba. Yo, sin embargo, me dije: ‘¿No ha sido esta la organización que Jehová ha usado para libertarnos de la religión falsa? ¿No hemos gustado de su bondad? Si ahora nos fuéramos, ¿a dónde iríamos? ¿No terminaríamos siguiendo a algún hombre?’. No podíamos ver por qué deberíamos seguir a los apóstatas, y por eso no nos alejamos. (Juan 6:68; Hebreos 6:4-6.)

De nuevo azota la tragedia

Mi esposo contrajo la gripe española y murió el 9 de enero de 1919, mientras yo estaba en cama con la misma enfermedad. Me repuse de aquella enfermedad, pero eché mucho de menos a Walter.

Puesto que quedé viuda, tuve que buscar empleo, de modo que vendí la casa y me fui a vivir en casa de una hermana espiritual. Almacené mis muebles en el hogar de otra hermana en Saugus, Massachusetts. Posteriormente el hijo de esta hermana, Fred A. Gott, llegó a ser mi segundo esposo. Nos casamos en 1921, y en los siguientes tres años tuvimos dos hijos: Fred y Shirley.

La cuestión del saludo a la bandera

Más tarde, cuando Fred y Shirley estaban en la escuela pública, surgió la cuestión del saludo a la bandera. Esta cuestión giraba sobre el asunto de la enseñanza bíblica de ‘huir de la idolatría’. (1 Corintios 10:14.) Un hermano joven de la Congregación de Lynn había rehusado saludar y jurar lealtad a la bandera. Dentro de un solo mes, siete niños de la congregación fueron expulsados de la escuela, entre ellos Fred y Shirley.

Tengo que confesar que nos sorprendimos al saber que nuestros hijos se habían puesto firmemente de parte de la verdad en la escuela. Por supuesto, les habíamos enseñado a respetar el país y la bandera, y también les habíamos enseñado los mandamientos divinos de no inclinarse ante imágenes ni ídolos. Como padres, no queríamos que nuestros hijos fueran expulsados de la escuela, pero ahora que la situación obligaba a tomar una posición firme, nos pareció solo apropiado el que ellos se pusieran de parte del Reino de Dios. Por eso, al considerarlo todo, comprendimos que nuestros hijos estaban haciendo lo correcto, y, si confiábamos en Jehová, todo resultaría en testimonio para su nombre.

Se organiza la Escuela del Reino

Ahora lo que tenía que resolverse era: ¿Cómo conseguirán su educación nuestros hijos? Por algún tiempo tratamos de enseñarles en el hogar con los libros de texto que podíamos conseguir. Pero a nosotros se nos hacía difícil educar a nuestros dos hijos en aquel primer año escolar. Mi esposo trabajaba todo el día, y yo lavaba y planchaba para complementar el cheque que él recibía semanalmente. Además, yo tenía que atender a un hijito de cinco años, Robert.

Precisamente para aquel tiempo, en la primavera de 1936, Cora Foster —una hermana de nuestra congregación que por 40 años había sido maestra en las escuelas públicas de Lynn— fue despedida de su empleo por no saludar la bandera ni tomar el juramento del maestro que se exigía en aquel tiempo. Por lo tanto, en nuestro hogar se organizó una Escuela del Reino, y Cora enseñaría a los niños que habían sido expulsados de la escuela. Ella hizo que le transportaran su piano a nuestra casa, y trajo algunos libros de texto para los niños, y unos muchachos hicieron escritorios con cajas de naranjas y madera contrachapada. El otoño siguiente comenzamos la escuela, con una concurrencia de diez niños.

Mi hijo más joven, Robert, comenzó su educación asistiendo al primer grado en la Escuela del Reino. “Cada día antes de nuestras sesiones escolares —recuerda Robert—, nuestra educación en la Escuela del Reino comenzaba con un cántico del Reino, y entonces por media hora considerábamos la lección de La Atalaya para la semana siguiente.” En aquellos días la Sociedad no imprimía las preguntas para los párrafos del artículo que se estudiaba, de modo que era responsabilidad de los niños preparar las preguntas que se usarían en la reunión de la congregación.

Cora era una maestra devota. “Cuando tuve la tos ferina —recuerda Robert (y la escuela fue cerrada hasta que aquella enfermedad contagiosa desapareció)— la hermana Foster visitaba a cada estudiante en su hogar y le asignaba tareas escolares.” A pesar de su devoción, sin duda ella se sintió frustrada a veces, porque tenía que enseñar a estudiantes de los 12 grados en un solo cuarto. Al fin de los cinco años que duró la Escuela del Reino en casa, 22 niños asistían a ella.

Prejuicio y bondad

La cuestión del saludo a la bandera no solo resultó en un tiempo de prueba y tensión, sino también en mucha publicidad en los periódicos y la radio. Era común ver a fotógrafos enfrente de casa tomando fotografías de los niños que llegaban a la Escuela del Reino. Muchos vecinos nuestros, que habían sido muy amigables antes, ahora se opusieron a nosotros. Pensaban que era terrible el que nuestros hijos se negaran a saludar la bandera estadounidense. ‘Después de todo —decían—, ¿no es este el país que les da el pan que comen?’ No comprendían que sin el cuidado y la vigilancia de Jehová no habría ningún pan para comer.

Por otra parte, otras personas comprendían las cuestiones implicadas, y nos apoyaban. Cuando gente del vecindario boicoteó la tienda de comestibles que administraba el superintendente presidente de nuestra congregación, una persona pudiente interesada en las libertades civiles compró la mayor parte de los comestibles de la tienda y los distribuyó gratis a los hermanos de la congregación.

Mi hijo Robert no pudo asistir a la escuela pública sino hasta 1943, cuando el Tribunal Supremo de los Estados Unidos cambió de postura respecto a la cuestión del saludo a la bandera.

‘Mi copa ha estado llena’

Me alegré muchísimo cuando vi que Robert dedicó su vida a Jehová y se bautizó en la asamblea de St. Louis en 1941. En aquella asamblea, también, mis tres hijos tuvieron el privilegio de hallarse entre los muchos niños a quienes el hermano Rutherford, entonces presidente de la Sociedad Watch Tower, dio un ejemplar personal gratis del libro Hijos.

En 1943 mi hijo Fred, mayor que Robert, empezó a servir como ministro precursor de tiempo completo. Sin embargo, esto duró solo unos meses, porque corrían los tiempos de la II Guerra Mundial y él estaba en la edad del reclutamiento. Cuando la junta local de reclutamiento rehusó extenderle exención como ministro, fue sentenciado a tres años de prisión en la Penitenciaría Federal de Danbury, Connecticut. En 1946 fue puesto en libertad, y para el fin de aquel año trabajaba de tiempo completo en la central mundial de la Sociedad Watch Tower en Brooklyn, Nueva York, donde sirvió gozosamente por varios años. Ahora tiene familia y es superintendente de congregación en Providence, Rhode Island.

En 1951 Robert también fue invitado a Betel, y permanece allí hasta hoy con su esposa, Alice. Él, también, es superintendente, en una congregación de la ciudad de Nueva York.

Luego está mi amada hija Shirley, quien ha permanecido en casa. Ella nos atendió, a mi esposo y a mí, hasta que él murió en 1972; desde entonces ha sido un gran consuelo para mí. Realmente no sé que habría sucedido si no fuera por su ayuda, pero agradezco a Jehová su amor y devoción.

Ahora tengo 95 años, pero la esperanza del nuevo sistema de Jehová me parece más brillante que nunca. A veces digo: “Si solo tuviera la fortaleza que tenía unos años atrás”. Ya no puedo predicar de casa en casa, pero mientras tenga lengua continuaré alabando a Jehová. Hoy aprecio este privilegio más que nunca. Sí, ‘mi copa ha estado llena’. (Salmo 23:5.)

[Fotografía de Tarissa P. Gott en la página 20]

[Fotografía en la página 21]

La Escuela del Reino se condujo en nuestro hogar durante los años treinta

[Fotografía en la página 23]

Tarissa Gott con Robert, Shirley y Fred

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