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  • Hallé la verdad después de Buchenwald
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1992
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  • Un grupo diferente
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1992
w92 1/6 págs. 27-30

Hallé la verdad después de Buchenwald

ME CRIÉ en Grenoble, Francia, en los años treinta. Mi profesor de alemán, un francés, era un nazi fanático. En la escuela siempre insistía en que el idioma alemán ‘llegaría a ser útil’ algún día. Sin embargo, la mayoría de nuestros profesores, veteranos de la I Guerra Mundial, estaban preocupados debido a la subida al poder del nazismo en Alemania. Yo también estaba preocupado, pues era cada vez más patente que pronto estallaría una guerra.

En 1940, a principios de la II Guerra Mundial, perdí a un querido tío en la lucha sangrienta ocurrida en el río Somme. Quedé muy amargado por aquello, pero era demasiado joven para alistarme en el ejército francés. No obstante, tres años más tarde, cuando Francia estaba bajo la ocupación alemana, tuve la oportunidad de usar mis aptitudes como delineante para ayudar a la Resistencia francesa. Me destaqué en falsificar firmas y sellos de goma alemanes. En aquel tiempo derivaba tanta satisfacción de pelear de esta forma contra las fuerzas de ocupación enemigas que las opiniones comunistas de mis asociados tenían poca importancia para mí.

Arrestado

El 11 de noviembre de 1943, la Resistencia local organizó una manifestación en conmemoración del armisticio de la I Guerra Mundial. Pero guardias franceses bloquearon el acceso al puente que conducía al monumento dedicado a los muertos de la guerra y nos dijeron que regresáramos a casa. En vez de eso, nuestra procesión decidió marchar a otro monumento similar dentro de la ciudad. Pero nos olvidamos de algo: el monumento estaba cerca de las oficinas de la Gestapo.

Los soldados armados prontamente nos rodearon y nos pusieron en fila contra una pared. Cuando nos movieron a otro lugar, hallaron varios revólveres en el suelo. Puesto que nadie quiso decir a quiénes pertenecían estos, los soldados dejaron ir solo a las mujeres y a los jovencitos de 16 años o menos. Así, a la edad de 18 años, fui encarcelado junto con otros 450 prisioneros. Unos días después nos trasladaron a un campamento de transición cerca de Compiègne, en el norte de Francia.

En camino a Alemania

El 17 de enero de 1944 tuve mi primer contacto —pero lamentablemente no fue el último— con soldados alemanes cuyos cascos metálicos estaban decorados con una esvástica en el lado izquierdo y las iniciales SS (Schutzstaffel) en el lado derecho. Juntaron a centenares de prisioneros, y nos hicieron caminar hasta la estación de Compiègne. Literalmente nos metieron a patadas en furgones. Tan solo en el furgón donde iba yo había 125 prisioneros. No recibimos nada de comer ni de beber por tres días y dos noches. En pocas horas los más débiles habían sufrido un colapso y fueron pisoteados. Dos días después llegamos a Buchenwald, cerca de Weimar, en el interior de Alemania.

Después que me desinfectaron y me raparon la cabeza, recibí el número de registro 41.101 y se me clasificó de “terrorista comunista”. Durante una cuarentena conocí al sacerdote dominico Michel Riquet, quien llegaría a ser famoso después de la guerra por sus sermones en la catedral de Notre-Dame, París. Junto con otros jóvenes de mi edad, le pregunté por qué permitía Dios aquellos horrores. Él contestó: “Uno tiene que sufrir mucho para merecer ir al cielo”.

Vida cotidiana

Los ocupantes de los 61 cuarteles teníamos que levantarnos como a las 4.30 de la mañana. Salíamos sin camisa y muchas veces era necesario romper el hielo que se había formado sobre el agua helada para lavarnos. Fuera que estuviéramos saludables o no, todos teníamos que hacerlo. Entonces se distribuía el pan: de 200 a 300 gramos (7 a 11 onzas) de pan desabrido al día, con un poco de margarina y lo que apenas parecía ser jalea. A las 5.30 de la mañana se nos reunía a todos para pasar lista. ¡Qué horrible experiencia era tener que cargar sobre la espalda a los que habían muerto durante la noche! El acre olor del humo durante la incineración de los cadáveres nos hacía pensar en nuestros compañeros. Sentíamos repugnancia, desesperación y odio porque sabíamos que bien podíamos nosotros terminar de la misma manera que ellos.

Mi trabajo en el BAU II Kommando (división de construcción II) consistía en cavar trincheras sin propósito alguno. Tan pronto como cavábamos una trinchera de 2 metros (7 pies) de profundidad, teníamos que rellenarla cuidadosamente de nuevo. Empezábamos a trabajar a las 6.00 de la mañana, descansábamos por media hora al mediodía, y luego seguíamos trabajando hasta las 7.00 de la noche. Cuando se pasaba lista por la noche, a menudo parecía ser un proceso interminable. Siempre que había muchas bajas entre los alemanes en el frente ruso, el pasar lista duraba hasta la medianoche.

Un grupo diferente

A cualquiera que tratara de escapar del campamento se le podía identificar fácilmente porque todos teníamos un corte de pelo disparejo. Nos rapaban o recortaban demasiado cierta sección del cabello, ya sea en medio o a cada lado de la cabeza. No obstante, algunos prisioneros tenían un corte normal. ¿Quiénes eran? El jefe de nuestro cuartel satisfizo nuestra curiosidad. Dijo: “Son Bibelforscher (Estudiantes de la Biblia)”. “Pero ¿por qué había Estudiantes de la Biblia en un campo de concentración?”, me preguntaba. “Están aquí porque adoran a Jehová”, se me explicó. ¡Jehová! Era la primera vez que escuchaba el nombre de Dios.

Con el tiempo aprendí algunas cosas acerca de los Estudiantes de la Biblia. La mayoría de ellos eran alemanes. Algunos habían estado en campos de concentración desde mediados de los años treinta por rehusar obedecer a Hitler. Se les podía haber puesto en libertad, pero rehusaban transigir. Los de la SS los utilizaban como sus peluqueros personales, y recibían tareas especiales que requerían personas confiables, como el trabajar en puestos de administración. Lo que más despertaba nuestra curiosidad era su serenidad, no manifestaban odio ni un espíritu de protesta ni de venganza en absoluto. No podía comprender aquello. Lamentablemente, en aquel tiempo no sabía suficiente alemán para conversar con ellos.

El tren de la muerte

A medida que avanzaban los aliados, se enviaba a los prisioneros a campamentos más al interior de Alemania, pero estos ya estaban demasiado atestados. El 6 de abril de 1945 por la mañana, la SS tomó a 5.000 de nosotros y nos obligó a caminar 9 kilómetros (6 millas) por la carretera que conducía a Weimar. A los que no pudieron mantenerse al paso se les disparó a sangre fría en el cuello. Cuando por fin llegamos a la estación de ferrocarril de Weimar, subimos a vagones de mercancías, y el tren partió. Por 20 días viajó de una estación a otra en Alemania y entonces a Checoslovaquia.

Cierta mañana parte de nuestro tren fue desviado a una vía muerta. Los soldados prepararon sus ametralladoras, abrieron las puertas de uno de los vagones y aniquilaron a todos los prisioneros rusos que iban allí. ¿Por qué? Una docena de prisioneros habían matado a unos guardias y escapado durante la noche. Hasta el día de hoy recuerdo la sangre que goteaba del piso del vagón y caía sobre la vía.

Finalmente el tren llegó a Dachau; dos días después el ejército estadounidense nos puso en libertad. Durante el viaje de 20 días, el único sustento que tuvimos fueron unas cuantas papas crudas y un poco de agua. De los 5.000 prisioneros que había cuando empezamos el viaje, solo 800 habían sobrevivido. Muchos más murieron unos días después. Yo había pasado la mayor parte del viaje sentado sobre un cadáver.

Un nuevo derrotero

Después de mi liberación, lo más natural parecía ser apoyar activamente al Partido Comunista francés, puesto que me había asociado estrechamente con muchos de sus miembros en Buchenwald, incluso con algunos que eran prominentes. Llegué a ser el subsecretario de una célula en Grenoble y se me animó a tomar un curso de entrenamiento para ejecutivos en París.

Sin embargo, pronto quedé desilusionado. El 11 de noviembre de 1945 se nos invitó a participar en un desfile en París. El camarada encargado de nuestro grupo recibió cierta cantidad de dinero para pagar por nuestro alojamiento, pero no parecía estar dispuesto a utilizarlo para nuestro beneficio. Nos vimos obligados a recordarle los principios de la honradez y la amistad que supuestamente nos unían. También me di cuenta de que los muchos hombres prominentes que había conocido sencillamente no tenían la solución para los problemas mundiales. Además, la mayoría de ellos eran ateos, y yo creía en Dios.

Después me mudé a Lyon, donde seguí trabajando como delineante. En 1954 me visitaron dos testigos de Jehová y me suscribí a la revista ¡Despertad! Dos días después me visitó un señor junto con una de las señoras que habían venido a mi casa. Mi esposa y yo de repente nos dimos cuenta de que a ambos nos interesaban los asuntos espirituales.

Durante nuestras consideraciones subsiguientes, recordé a los Bibelforscher en Buchenwald, quienes habían sido muy fieles a su fe. Solo entonces me di cuenta de que esos Bibelforscher eran testigos de Jehová. Gracias al estudio bíblico que recibimos, mi esposa y yo nos pusimos de parte de Jehová y nos bautizamos en abril de 1955.

Recuerdo esos sucesos como si hubieran pasado ayer. No me pesa haber tenido experiencias difíciles. Me han fortalecido y ayudado a ver que los gobiernos de este mundo tienen poco que ofrecer. Aunque las experiencias personales pueden ayudar a otros solo hasta cierto grado, me alegraría si mis experiencias sencillamente pudieran ayudar a los jóvenes de hoy a ver la falsedad de este mundo, y entonces a buscar los valores buenos y rectos del cristianismo verdadero, que enseñó Jesús.

Hoy el sufrimiento y la injusticia son parte de la vida cotidiana. Como los Bibelforscher que estuvieron en los campos de concentración, yo también espero con anhelo que venga un mundo mejor donde reinará el amor fraternal y la justicia en vez de la violencia y el idealismo fanático. Mientras tanto, me esfuerzo por servir a Dios y a Cristo de la mejor manera posible como anciano en la congregación cristiana junto con mi esposa, mis hijos y mis nietos. (Salmo 112:7, 8.)—Según lo relató René Séglat.

[Fotografía de René Séglat en la página 27]

[Fotografías en la página 28]

Arriba: Pasando lista en el campo de concentración

Izquierda: Puerta de entrada a Buchenwald. La inscripción dice: “Reciba cada uno su merecido”

[Fotografías en la página 29]

Arriba: Crematorio de Buchenwald

Izquierda: Dieciséis prisioneros en cada sección de literas

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