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  • Jehová me sostuvo en una prisión del desierto

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  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1993
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1993
w93 1/3 págs. 26-29

Jehová me sostuvo en una prisión del desierto

SEGÚN LO RELATÓ ISAIAH MNWE

No se celebró un juicio, y yo no había cometido ningún delito. Sin embargo, se me sentenció a realizar trabajos forzados en una colonia penal ubicada en el corazón del desierto africano del Sahara. Peor aún, ninguno de mis amigos sabía dónde me encontraba. Pasé por esta experiencia hace más de ocho años, en el verano de 1984. Permítame explicarle cómo llegué a encontrarme en esa terrible situación.

EN 1958, cuando yo solo tenía 12 años, mi hermano mayor se hizo testigo de Jehová. No obstante, mis padres continuaron adorando a los dioses tribuales del estado de Abia [anteriormente llamado Imo] (Nigeria), donde residíamos.

En 1968 me alisté en el ejército biafreño. Cuando estaba en las trincheras, medité sobre la posición de neutralidad de los testigos de Jehová y pedí a Dios que me ayudara. Le prometí que, si me permitía sobrevivir a la guerra, me haría uno de sus Testigos.

Después de la guerra cumplí rápidamente mi promesa. Me bauticé en julio de 1970 y de inmediato emprendí el servicio de tiempo completo como precursor. Con el tiempo se me nombró anciano de la congregación cristiana. Pronto recibí una invitación de la sucursal nigeriana para servir en una asignación misional en un país vecino donde la obra de los testigos de Jehová no se había reconocido legalmente. Acepté y, pasaporte en mano, me puse en camino en enero de 1975.

Arrestado

En 1978 se me asignó a visitar a los Testigos por todo el país. Puesto que eran pocos, hacía largos viajes para visitar todas las ciudades en las que había congregaciones, así como los lugares donde había personas interesadas en la verdad. Con frecuencia me interrogaban en los puestos de control de la policía. En dos ocasiones me detuvieron cuatro días para interrogarme sobre nuestra obra.

Entonces, un domingo de junio de 1984, mientras nos preparábamos para el ministerio del campo, un funcionario amable nos avisó que la policía estaba tratando de arrestar a los testigos de Jehová. Una semana después, Djagli Koffivi —originario de Togo— y yo fuimos arrestados. Nos llevaron al cuartel de la policía y nos ordenaron darles los nombres de todos los testigos de Jehová de la ciudad. “No los pondremos en libertad —dijeron— a menos que nos den los nombres.”

“Ustedes son la policía —respondí—, y su trabajo es encontrar a las personas que buscan. Yo no soy su agente.” Discutimos durante unos treinta minutos, y la policía nos amenazó con golpearnos. No obstante, no les dimos los nombres de nuestros hermanos cristianos. Luego decidieron confiscar mi gran colección de libros bíblicos.

Bajo custodia

Cuando regresamos al cuartel de la policía con los libros, Djagli y yo los descargamos. Mientras lo hacíamos, se cayó un papel que estaba en mi Biblia de letra grande. Se trataba del programa de una asamblea de distrito en que estaban escritos los nombres de todos los ancianos cristianos del país. Lo recogí rápidamente y lo metí en el bolsillo. Sin embargo, uno de los policías me vio y ordenó que se lo entregara. ¡Qué mal me sentí!

Pusieron el papel sobre la mesa de la sala adonde Djagli y yo estábamos llevando los libros. Cuando entré con la siguiente pila de libros, me dirigí a la mesa, agarré el papel y lo metí en el bolsillo. Luego les dije que quería ir al baño. Un policía me escoltó hasta allí. Una vez dentro, cerré la puerta, tiré en pedacitos el papel e hice funcionar el inodoro.

Cuando los policías se enteraron de lo sucedido, se enfurecieron. Pero no hicieron nada por temor de que sus superiores los acusaran de negligentes por haberme dado la oportunidad de destruir el papel. Después de tenernos bajo custodia durante diecisiete días, un inspector de la policía nos dijo que recogiéramos nuestras cosas porque iban a trasladarnos a otro lugar. Pusimos alguna ropa en una bolsa de plástico, y en el fondo coloqué la pequeña Biblia que un visitante nos había llevado a escondidas.

Pudimos avisar a los Testigos que nos iban a trasladar, pero que no sabíamos adónde. Temprano por la mañana del día siguiente, el 4 de julio de 1984, el inspector de policía nos despertó. Nos registró y nos pidió que sacáramos la ropa de la bolsa y la sostuviéramos en los brazos. Pero cuando estaba a punto de sacar la última camisa, dijo que podíamos guardar la ropa, así que no descubrió la Biblia.

Una prisión en el desierto

La policía nos llevó al aeropuerto, donde subimos a un avión militar. Horas más tarde llegamos a un pueblo de unos dos mil habitantes cerca del cual hay una prisión. Está a unos 650 kilómetros de la ciudad más próxima. Tras sacarnos del avión, nos entregaron al director de la prisión. Ningún familiar ni amigo se enteró de nuestro paradero.

El pueblo al que nos condujeron está en un oasis del Sahara. Allí hay arbustos, unos cuantos árboles y casas de adobe. Se puede conseguir agua cavando a un metro o metro y medio de profundidad. Sin embargo, un hombre de 31 años nativo de la región nos dijo que en toda su vida solo había visto llover una vez. El lugar es extremadamente caluroso. Un preso dijo que un día el termómetro marcó 60 °C en las celdas de la prisión. Un viento fuerte soplaba de continuo, levantando la arena a su paso y causando escozor en la piel y molestias en los ojos.

Cualquiera que llegaba a ese lugar comprendía que estaba en el centro de castigos más cruel del país. La prisión estaba rodeada de muros altos que brindaban cierta protección contra el viento y el sol. Sin embargo, los muros eran innecesarios para impedir que los presos escaparan, pues no tenían adónde huir. Fuera del oasis no crecía ningún árbol, nada en absoluto que diera sombra al que intentara escapar.

El director de la prisión nos registró antes de entrar. Nos dijo que sacáramos todo de la bolsa. Empecé a sacar las camisas una a una. Cuando solo quedaba la que ocultaba la Biblia, abrí la bolsa para mostrarle la camisa que estaba dentro y le dije: “Esto es todo lo que nos permitieron traer”. Visiblemente satisfecho, nos mandó que entráramos en el patio de la cárcel. La Biblia era la única publicación que teníamos.

La vida en prisión

En total había 34 presos. Eran los criminales más conocidos y peligrosos del país. Muchos eran asesinos a los que se consideraba irreformables. Todos dormíamos en dos grandes salas separadas por un baño común. En él había un barril que servía de retrete. Aunque los presos tiraban su contenido todas las mañanas, parecía que todas las moscas del desierto se reunían para disfrutar de la sombra y la suciedad del barril.

El sorgo era nuestro único alimento. Un preso lo molía, lo hervía y lo servía en platos, que se colocaban sobre la estera de cada preso. El alimento se dejaba al descubierto. Cuando regresábamos del trabajo, cientos de moscas cubrían cada plato. Al recogerlos, las moscas zumbaban ruidosamente. Los primeros dos días no comimos nada. Finalmente, el tercer día, después de espantar las moscas y remover la nata, empezamos a comer el sorgo. Pedimos a Jehová que cuidara de nuestra salud.

Trabajamos bajo el sol derribando los viejos muros de la prisión y construyendo unos nuevos. Era sumamente agotador. Trabajábamos sin descansar desde las seis de la mañana hasta el mediodía, comíamos algo y seguíamos trabajando hasta las seis de la tarde. No había días de descanso. No solo había que soportar el calor, sino que durante el invierno teníamos que hacer frente al frío. También teníamos que aguantar el trato cruel de los guardias.

Nos mantenemos fuertes en sentido espiritual

Djagli y yo leíamos la Biblia en secreto y dialogábamos sobre las cosas que aprendíamos. No podíamos leerla abiertamente porque nos la habrían quitado y nos hubieran castigado. Un preso con el que empecé un estudio bíblico tenía una lámpara de queroseno que compartía conmigo. A veces me despertaba a la una o las dos de la mañana y leía casi hasta las cinco. De ese modo leí toda la Biblia.

Predicábamos a los demás presos, uno de los cuales nos delató al jefe de los guardias. Sorprendentemente, él le dio al preso una revista ¡Despertad!, y este nos la pasó a nosotros. La leí una y otra vez. La lectura y la predicación nos ayudaron a permanecer fuertes en sentido espiritual.

Nos comunicamos con nuestros amigos

No se nos permitía escribir ni enviar cartas. Sin embargo, una persona que se había mostrado amigable dijo que me ayudaría. El 20 de agosto, unas seis semanas después de haber llegado a la prisión, escribí dos cartas en secreto, una a la embajada nigeriana y otra a unos amigos Testigos. Las enterré en la arena y marqué el lugar con una piedra grande. Más tarde, mi amigo llegó al lugar marcado y las sacó.

Pasaron semanas sin tener ninguna noticia. Poco a poco fui perdiendo la esperanza de que las cartas hubiesen llegado a su destino. Pero sí llegaron, y nuestros compañeros Testigos empezaron a dar pasos para conseguir nuestra libertad. El Ministerio de Asuntos Exteriores de Nigeria también colaboró y preguntó al gobierno del país donde estaba preso por qué me habían encarcelado en semejante prisión.

Mientras tanto, la mañana del 15 de noviembre de 1984 nos llevaron a realizar trabajos de limpieza. Los guardias me condujeron hasta una escuela secundaria cuyo retrete se había usado durante semanas a pesar de estar obstruido. Estaba lleno de excremento. Mi trabajo —dijeron los guardias— sería limpiarlo. Los únicos utensilios que tenía eran las manos. Mientras me preguntaba cómo podría encargarme de tan asquerosa tarea, se acercó el jefe de los guardias y dijo que el funcionario del distrito deseaba verme.

Cuando me presenté, el funcionario del distrito me dijo que hacía poco que había hablado con el presidente del país y que este estaba enterado de mi situación. El presidente había dicho que si yo les daba los nombres de los testigos de Jehová del país, me pondrían en libertad de inmediato y podría irme en el siguiente avión. De nuevo dije que si querían hallar a los testigos de Jehová, era el trabajo de la policía encontrarlos. El funcionario del distrito me dijo que debería considerar su oferta seriamente. Me daría cuatro o cinco días para pensarlo. Acto seguido me despidió, y los guardias me escoltaron de regreso a la prisión. ¡Felizmente no me llevaron de nuevo a aquel retrete!

Después de cinco días, el funcionario del distrito me llamó y me preguntó qué había decidido. Le contesté que la única razón por la que me hallaba preso era por dar testimonio del Dios verdadero, y que no había hecho nada malo. Le expliqué que tenía pasaporte legal y permiso de residencia. Todos mis papeles estaban en regla y siempre que viajaba de una ciudad a otra hablaba con la policía para cerciorarme de que todos mis documentos estuvieran en orden. Puesto que no había cometido ningún delito, pregunté: “¿Por qué se me está castigando? Si no me querían en el país, ¿por qué no me deportaron? ¿Por qué fui condenado a este lugar?”.

Hablé durante casi quince minutos. Cuando terminé, se me dijo que escribiera lo que acababa de decir y que harían llegar mis comentarios al presidente. Me dieron papel y escribí cuatro páginas.

¡Por fin libre!

No supe nada más del asunto hasta enero de 1985, unos siete meses después de haber sido encarcelado. En aquella ocasión, el jefe de los guardias me preguntó si había escrito una carta a la embajada nigeriana. “Sí”, contesté.

“¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no me lo comunicó?”, preguntó.

Le contesté que el asunto no le atañía, pero le aseguré que no había escrito nada en su contra, puesto que él no había tenido nada que ver con que me hubiesen enviado a prisión. “Ni siquiera mi madre sabe dónde estoy”, le dije. Entonces quiso saber cómo había enviado la carta, pero rehusé decírselo.

Al día siguiente los guardias prepararon un Land-Rover (vehículo con tracción en las cuatro ruedas), y me dijeron que nos llevarían a Djagli y a mí a otro lugar. Nos sacaron, nos desnudaron y nos registraron. Anteriormente le había dado mi Biblia a un preso que estudiaba conmigo porque sabía que los guardias se incautarían de ella si la encontraban. Este hombre nos dijo que cuando saliera de la prisión, se haría testigo de Jehová. Oramos a Dios que así sea.

Al poco tiempo fui deportado a Nigeria, y en febrero de 1985 reanudé mi servicio de superintendente viajante en ese país. Desde 1990 he servido de superintendente de distrito en Nigeria. Actualmente, Djagli es un fiel Testigo en Côte d’Ivoire (Costa de Marfil).

Lo que aprendí personalmente de esta experiencia es que Jehová Dios puede sostenernos hasta cuando se nos somete a la presión más intensa. Vez tras vez vimos que su mano nos protegió en la prisión. El que nos pusieran en libertad grabó profundamente en mí la certeza de que Jehová no solo sabe dónde están sus siervos y lo que están padeciendo, sino también cómo librarlos de las pruebas. (2 Pedro 2:9.)

[Fotografía de Isaiah Mnwe en la página 26]

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