¿Dónde están los muertos?
“LA TIERRA es un mercado; el cielo, nuestra casa”, dicen los yoruba, de África occidental. Muchas religiones recogen esta idea. Indica que la Tierra es como un mercado que visitamos por un tiempo y del que luego partimos. Según esta creencia, cuando morimos vamos al cielo, nuestra verdadera morada.
La Biblia enseña que algunas personas van al cielo. Jesucristo dijo a sus apóstoles fieles: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas. [...] voy a preparar un lugar para ustedes. También, si prosigo mi camino y les preparo un lugar, vengo otra vez y los recibiré en casa a mí mismo, para que donde yo estoy también estén ustedes”. (Juan 14:2, 3.)
Las palabras de Jesús no significan que todas las personas buenas vayan al cielo o que este sea el hogar de la humanidad. Algunas personas reciben vida celestial con relación al gobierno de la Tierra. Jehová Dios sabía que los gobiernos humanos nunca podrían dirigir con éxito los asuntos terrestres. Por lo tanto, preparó un gobierno o Reino celestial, que con el tiempo asumiría el control de la Tierra y la transformaría en el Paraíso que él se propuso en un principio. (Mateo 6:9, 10.) Jesús sería el Rey del Reino de Dios. (Daniel 7:13, 14.) Luego se seleccionaría a otras personas de la humanidad para que gobernaran con él. La Biblia predijo que los que fueran al cielo compondrían “un reino y sacerdotes para nuestro Dios” y ‘reinarían sobre la tierra’. (Revelación 5:10.)
¿Quiénes van al cielo?
En vista de la gran responsabilidad que pesa sobre los hombros de estos gobernantes celestiales, no sorprende que deban satisfacer requisitos estrictos. Los que van al cielo deben tener un conocimiento exacto de Jehová y deben obedecerlo. (Juan 17:3; Romanos 6:17, 18.) Han de tener fe en el sacrificio de rescate de Jesucristo. (Juan 3:16.) Y no solo eso. Tienen que ser llamados y escogidos por Dios mediante su Hijo. (2 Timoteo 1:9, 10; 1 Pedro 2:9.) Además, deben ser cristianos bautizados que ‘hayan nacido de nuevo’, engendrados por el espíritu santo de Dios. (Juan 1:12, 13; 3:3-6.) También deben ser íntegros a Dios hasta la muerte. (2 Timoteo 2:11-13; Revelación 2:10.)
La mayor parte de los millones de personas que vivieron en el pasado no satisficieron estos requisitos. Muchas no contaron con la oportunidad de aprender acerca del Dios verdadero. Otras nunca leyeron la Biblia y supieron poco o no supieron nada acerca de Jesucristo. Incluso de los cristianos verdaderos que hay actualmente en la Tierra, pocos han sido escogidos por Dios para la vida celestial.
En consecuencia, el número de los que van al cielo debe ser relativamente pequeño. Jesús los llamó “rebaño pequeño”. (Lucas 12:32.) Más tarde se reveló al apóstol Juan que los “comprados de la tierra” para gobernar con Cristo en el cielo ascenderían solo a 144.000. (Revelación 14:1, 3; 20:6.) Cuando se compara con los miles de millones de personas que han vivido en la Tierra, es en realidad un número pequeño.
Los que no van al cielo
¿Qué les sucede a los que no van al cielo? ¿Están sufriendo en un lugar de tormento eterno, como enseñan algunas religiones? Por supuesto que no, pues Jehová es un Dios de amor. Los padres amorosos no arrojan a sus hijos al fuego, y Jehová no tortura a la gente de esa manera. (1 Juan 4:8.)
La perspectiva que tienen la gran mayoría de los que han fallecido es resucitar para vivir en un paraíso terrestre. La Biblia dice que Jehová creó la Tierra “para ser habitada”. (Isaías 45:18.) El salmista declaró: “En cuanto a los cielos, a Jehová pertenecen los cielos, pero la tierra la ha dado a los hijos de los hombres”. (Salmo 115:16.) El hogar permanente de la humanidad será la Tierra, no el cielo.
Jesús predijo: “Viene la hora en que todos los que están en las tumbas conmemorativas oirán su voz [la de Jesús, el “Hijo del hombre”] y saldrán”. (Juan 5:27-29.) El apóstol cristiano Pablo afirmó: “Tengo esperanza en cuanto a Dios [...] de que va a haber resurrección así de justos como de injustos”. (Hechos 24:15.) Cuando estaba en el madero de tormento, Jesús prometió a un malhechor arrepentido que resucitaría y viviría en un paraíso terrestre. (Lucas 23:43.)
Ahora bien, ¿en qué condición se encuentran actualmente los muertos que serán resucitados para vivir en la Tierra? Un suceso del ministerio de Jesús nos ayuda a contestar esta pregunta. Su amigo Lázaro había muerto. Antes de ir a resucitarlo, Jesús dijo a sus discípulos: “Nuestro amigo Lázaro está descansando, pero yo me voy allá para despertarlo del sueño”. (Juan 11:11.) De modo que Jesús comparó la muerte al sueño, un sueño profundo sin actividad cerebral.
Dormir en la muerte
Otros textos concuerdan con la idea de dormir en la muerte. No enseñan que los seres humanos tengan un alma inmortal que vaya a la región de los espíritus cuando mueren. La Biblia dice: “Los muertos [...] no tienen conciencia de nada en absoluto, [...] su amor y su odio y sus celos ya han perecido, [...] no hay trabajo ni formación de proyectos ni conocimiento ni sabiduría en el Seol [el sepulcro], el lugar adonde vas”. (Eclesiastés 9:5, 6, 10.) Además, el salmista manifestó que el hombre “vuelve a su suelo; en ese día de veras perecen sus pensamientos”. (Salmo 146:4.)
Estos textos enseñan con claridad que los que se han dormido en la muerte no pueden vernos ni oírnos. No pueden bendecirnos ni perjudicarnos. Tampoco están en el cielo ni moran en ninguna comunidad de antepasados. No tienen vida, no existen.
A su debido tiempo Dios despertará a las personas que ahora duermen en la muerte y que guarda en su memoria, a fin de que vivan en una Tierra paradisíaca, limpia de la contaminación, los conflictos y los problemas que actualmente experimenta la humanidad. Será un tiempo muy gozoso. Todas ellas tendrán la perspectiva de vivir para siempre en ese Paraíso, pues Salmo 37:29 nos asegura: “Los justos mismos poseerán la tierra, y residirán para siempre sobre ella”.
[Ilustración en la página 7]
Habrá mucho gozo cuando los muertos sean resucitados en una Tierra paradisíaca
[Recuadro en las páginas 6, 7]
DEJÉ DE ADORAR A LOS MUERTOS
“De niño ayudaba a mi padre durante sus sacrificios periódicos a su difunto padre. En una ocasión en que se recuperó de una terrible enfermedad, el sacerdote le dijo que en señal de gratitud por su recuperación, debía ofrecer en sacrificio a su difunto padre una cabra, ñames, semillas de cola y licor. También se le aconsejó que pidiera a sus antepasados muertos que evitaran futuras enfermedades y calamidades.
“Mi madre compró lo requerido para el sacrificio, que tenía que ofrecerse en la tumba de mi abuelo. La tumba estaba justo al lado de nuestra casa, según la costumbre local.
“Se invitó a amigos, parientes y vecinos a presenciar el sacrificio. Mi padre, elegantemente vestido, como requería la ocasión, se sentó en una silla mirando al santuario, donde se habían alineado varios cráneos de cabras ofrecidas en anteriores sacrificios. Mi tarea fue verter vino de una botella en un vaso pequeño y entregárselo a mi padre. Él luego lo derramó en el suelo como libación. Acto seguido pronunció el nombre de su padre tres veces y le pidió que lo librara de futuras calamidades.
“Se ofrecieron las semillas de cola; se sacrificó un cordero y se coció para que lo comieran todos los presentes. Yo también comí, y bailé al son del canto y los tambores. Mi padre danzó con elegancia y precisión, a pesar de su edad. A intervalos pedía a sus antepasados que bendijeran a todos los presentes, mientras los asistentes, entre ellos yo, contestábamos Ise, que significa ‘Así sea’. Yo observaba a mi padre con mucho interés y admiración, y anhelaba el día en que tuviera la edad para hacer sacrificios a mis antepasados.
“A pesar de que ofrecíamos muchos sacrificios, nuestra familia no halló sosiego. Aunque los tres hijos que le nacieron a mi madre sobrevivieron, ninguna de las tres hijas vivió mucho tiempo; todas murieron en la niñez. Cuando mi madre quedó en estado de nuevo, mi padre ofreció elaborados sacrificios para que la criatura naciera a salvo.
“Mamá dio a luz otra niña. Dos años más tarde la niña enfermó y murió. Mi padre consultó al sacerdote, y este le dijo que el responsable de la muerte era un enemigo. Luego le explicó que para que el ‘alma’ de la niña pudiera vengarse, se requería un sacrificio de un madero ardiente, una botella de licor y un cachorro. Tenía que colocar el madero ardiente sobre la tumba, rociar el licor y enterrar el perrito vivo en un lugar cercano. Se suponía que de este modo el alma de la niña despertaría para vengar su muerte.
“Yo llevé la botella de licor y el madero ardiente hasta la tumba, y mi padre llevó el perrito, al que enterró según las instrucciones del sacerdote. Todos creíamos que en una semana el alma de la niña acabaría con la persona que le había causado la muerte prematura. Pasaron dos meses y no supimos de ninguna muerte en el vecindario. Me sentí desilusionado.
“Tenía a la sazón 18 años. Poco después conocí a los testigos de Jehová, que me mostraron con las Escrituras que los muertos no pueden hacerles ningún bien ni ningún mal a los vivos. Cuando el conocimiento de la Palabra de Dios arraigó en mi corazón, le dije a mi padre que ya no podía acompañarlo a ofrecer sacrificios a los muertos. Al principio se enfadó conmigo por abandonarlo, según sus palabras. Pero cuando vio que yo no estaba dispuesto a renunciar a la fe que acababa de hallar, no se opuso a que adorara a Jehová.
“El 18 de abril de 1948 simbolicé mi dedicación mediante bautismo en agua. Desde entonces he servido a Jehová con mucho gozo y satisfacción, ayudando a otras personas a liberarse de la adoración de antepasados muertos, que no pueden ni ayudarnos ni perjudicarnos.” (Contribuido por J. B. Omiegbe, Benín City [Nigeria]).