Un tesoro inapreciable que compartir
RELATADO POR GLORIA MALASPINA
Cuando desapareció de nuestra vista la costa de Sicilia, mi esposo y yo empezamos a concentrarnos en nuestro destino: la isla mediterránea de Malta. ¡Qué maravillosa perspectiva! Mientras el barco surcaba las aguas, recordamos la experiencia del apóstol Pablo en Malta durante el siglo primero. (HECHOS 28:1-10.)
TRANSCURRÍA el año 1953, y en Malta no se reconocía legalmente la predicación de los testigos de Jehová. El año anterior nos habíamos graduado de la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower, y se nos había asignado a Italia. Después de estudiar italiano por algún tiempo, estábamos ansiosos por conocer lo que nos esperaba en Malta.
¿Cómo llegué a ser misionera hace más de cuarenta años? Permítame explicarle.
El ejemplo animador de mi madre
En 1926, cuando nuestra familia vivía en Fort Frances (Ontario, Canadá), mi madre aceptó el folleto Millones que ahora viven no morirán jamás, que le ofreció un Estudiante de la Biblia (como se conocía entonces a los testigos de Jehová). Lo leyó con mucho interés, y esa misma semana asistió a un grupo de estudio bíblico basado en la revista La Atalaya. Mi madre era una lectora ávida de la Biblia, y aceptó el mensaje del Reino de Dios como el tesoro que había estado buscando. (Mateo 6:33; 13:44.) A pesar de la oposición violenta de mi padre y a que tenía tres hijas pequeñas que atender, se puso de parte de lo que estaba aprendiendo.
La fe inamovible de mamá durante los siguientes veinte años nos mantuvo conscientes a mí y a mis dos hermanas mayores, Thelma y Viola, de la maravillosa esperanza de la vida eterna en un nuevo mundo de justicia. (2 Pedro 3:13.) Se enfrentó a muchas pruebas difíciles, pero nunca dudamos de que había escogido el camino correcto.
En 1931, cuando solo contaba 10 años de edad, nos trasladamos a una granja del norte de Minnesota (E.U.A.). Allí no pudimos relacionarnos regularmente con los testigos de Jehová, pero mamá siguió dándonos instrucción bíblica. Su servicio dedicado como repartidora (ministra de tiempo completo) me animó a querer participar con ella en aquella obra. En 1938, mis dos hermanas y yo simbolizamos nuestra dedicación a Jehová bautizándonos en la asamblea de Duluth (Minnesota).
Cuando me gradué de la escuela superior, en 1938, mamá me animó a tomar un curso de comercio para poder mantenerme como precursora (el nuevo nombre para repartidora). Fue un buen consejo, especialmente debido a que papá decidió marcharse y abandonarnos.
Compartimos nuestro tesoro a tiempo completo
Con el tiempo me mudé a California, y en 1947 empecé el precursorado en San Francisco. En el trabajo de preparación de la asamblea “Expansión de Todas las Naciones”, que se celebró en Los Ángeles, conocí a Francis Malaspina. Nuestra meta común de ser misioneros propició el comienzo de una relación amorosa. Nos casamos en 1949.
En septiembre de 1951 nos invitaron a Francis y a mí a la clase 18 de Galaad. El día de la graduación, 10 de febrero de 1952, después de cinco intensos meses de preparación, el presidente de la escuela, Nathan H. Knorr, pronunció en orden alfabético los nombres de los países a los que se nos iba a enviar. Cuando dijo: “Italia, hermano y hermana Malaspina”, empezamos a viajar mentalmente.
Unas cuantas semanas después, embarcamos en Nueva York rumbo a Génova (Italia), un viaje de diez días. Giovanni DeCecca y Max Larson, del personal de la central de Brooklyn, estaban en el muelle para despedirnos. En Génova nos recibieron unos misioneros que conocían bien los intrincados procedimientos de entrada al país.
Emocionados por todo lo que nos rodeaba, viajamos en tren hasta Bolonia. La que vimos al llegar fue una ciudad aún desfigurada por los bombardeos de la II Guerra Mundial. Pero también había muchas cosas agradables, como el irresistible aroma de café tostado que llenaba el aire por las mañanas, y el olor a especias de las deliciosas salsas que se preparaban para muchos diferentes tipos de pasta.
Alcanzamos una meta
Empezamos a predicar utilizando una presentación que habíamos aprendido de memoria, y la pronunciábamos hasta que se aceptaba el mensaje o se cerraba la puerta. El deseo de expresarnos nos motivó a estudiar el idioma con diligencia. A los cuatro meses se nos asignó a un nuevo hogar misional ubicado en Nápoles.
Esta enorme ciudad se destaca por sus vistas maravillosas. Disfrutamos del servicio en ese lugar; pero al cabo de otros cuatro meses, mi esposo fue asignado a la obra de circuito, y visitamos congregaciones desde Roma hasta Sicilia. Con el tiempo también visitamos Malta e incluso Libia, en el norte de África.
En aquellos años, los viajes en tren desde Nápoles hasta Sicilia eran una prueba de resistencia física. Los trenes iban abarrotados, y teníamos que quedarnos de pie en el pasillo, en ocasiones hasta seis u ocho horas. Esta circunstancia nos daba la oportunidad de estudiar a la gente. Muchas veces un garrafón de vino casero servía de asiento a su propietario, que de vez en cuando saciaba la sed con su contenido durante el largo viaje. Algunos pasajeros amables solían compartir el pan y el salami con nosotros, un gesto de hospitalidad y bondad que agradecíamos mucho.
En Sicilia nos recogían los hermanos y nos llevaban las maletas a lo alto de una montaña, en un ascenso ininterrumpido de tres horas y media hasta la congregación que se hallaba en la cumbre. La afectuosa bienvenida de nuestros hermanos cristianos nos hacía olvidar el cansancio. A veces íbamos en mulas de paso seguro, pero nunca mirábamos hacia abajo, donde hubiéramos terminado al menor traspié de la mula. La firme postura de nuestros hermanos a favor de la verdad bíblica a pesar de sus dificultades nos fortalecía, y el amor que nos mostraron nos hizo agradecer estar con ellos.
Malta y Libia
Cargados de buenos recuerdos de nuestros hermanos sicilianos, zarpamos rumbo a Malta. El apóstol Pablo halló a gente afectuosa en esa isla, y nosotros también. Una tormenta que se desató en la bahía de San Pablo nos ayudó a entender el peligro al que se enfrentaban las embarcaciones pequeñas en el siglo primero. (Hechos 27:39–28:10.) Pero aún estaba por delante Libia. ¿Cómo nos iría en ese país africano, en el que nuestra obra estaba proscrita?
De nuevo nos enfrentamos a una cultura totalmente distinta. Las escenas y sonidos de la ciudad de Trípoli captaron mi atención mientras caminaba por los soportales de las calles del centro. Los hombres llevaban prendas de vestir de pelo de camello tejido para protegerse del calor abrasador del desierto del Sahara durante el día y del fresco durante la noche. Aprendimos a entender y respetar cómo se adapta la gente a las condiciones climáticas locales.
El celo cauto de los hermanos nos enseñó mucho en cuanto a confiar plenamente en Jehová y seguir las instrucciones de los que tenían más experiencia en predicar en tales circunstancias. Nuestros hermanos cristianos pertenecían a muchas nacionalidades; no obstante, trabajaban en armonía en su servicio a Jehová.
Una nueva asignación
Debido a la oposición a la obra de predicar, tuvimos que dejar Italia, pero aceptamos con alegría una nueva asignación en Brasil en 1957. Francis y yo nos adaptamos a la vida y costumbres, y al cabo de ocho meses, se invitó a Francis a la obra de circuito. Viajamos en autobús, avión y a pie. Este país inmenso y hermoso se abrió ante nosotros como un tratado de geografía.
Nuestro primer circuito abarcaba diez congregaciones de la ciudad de São Paulo, así como diez poblaciones pequeñas del interior y de la costa sur del estado de São Paulo. En aquel tiempo no había congregaciones en aquellas poblaciones. Teníamos que buscar un lugar donde alojarnos, y una vez establecidos, empezábamos a predicar de casa en casa el mensaje del Reino. También repartíamos invitaciones para la proyección de una de las películas educativas de la Sociedad Watch Tower.
No era una tarea fácil subir a un autobús con películas, proyector, transformador, archivos, publicaciones, invitaciones y un sello de goma para estampar en las invitaciones la dirección donde se proyectaría la película. En comparación, nuestra pequeña maleta de ropa parecía insignificante. Teníamos que llevar el proyector protegido en la falda para que no se rompiera durante los viajes por las accidentadas carreteras.
Cuando encontrábamos un lugar para proyectar la película, repartíamos de casa en casa las invitaciones a la proyección. Algunas veces conseguíamos permiso para proyectar la película en un restaurante o un hotel. Otras veces tensábamos una sábana entre dos postes al aire libre. El agradecido auditorio, gran parte del cual nunca había visto una película, se quedaba de pie y escuchaba atentamente la narración que leía Francis. Después distribuíamos las publicaciones bíblicas.
Viajábamos a los pueblos en autobús. Algunos ríos no tenían puentes, de modo que colocaban el autobús en una balsa grande para pasarlo a la otra orilla. Se nos aconsejaba que saliéramos del autobús, y si veíamos a este deslizarse hacia el río, que saltáramos al otro lado de la balsa para no caer al agua. Afortunadamente, nunca perdimos un autobús en el río. Menos mal, porque los ríos estaban infestados de pirañas carnívoras.
Después de asistir a la asamblea internacional de Nueva York, en 1958, regresamos a Brasil, donde poco después reemprendimos la obra itinerante. Nuestro distrito llegaba hasta la frontera de Uruguay, al sur; Paraguay, al oeste; el estado de Pernambuco, al norte, y el océano Atlántico, al este de Brasil.
Colonia de leprosos
A mediados de los años sesenta aceptamos una invitación para proyectar una de las películas de la Sociedad en una colonia de leprosos. Tengo que admitir que estaba un poco asustada. Sabíamos poco acerca de la lepra, aparte de lo que habíamos leído en la Biblia. Cuando entramos al recinto, que estaba pintado de blanco, nos dirigieron a un gran auditorio. Se había acordonado una sección en el centro para nosotros y el equipo que llevábamos.
El electricista que nos ayudaba vivía en la colonia desde hacía cuarenta años. Había perdido las manos hasta la muñeca, así como otras partes del cuerpo, lo que le confería un aspecto totalmente desfigurado. Al principio me asusté, pero su buen humor y destreza en el trabajo me tranquilizaron. Pronto empezamos a hablar de muchas cosas mientras hacíamos los preparativos necesarios para la proyección. De los mil leprosos que vivían en el recinto, asistieron más de doscientos. A medida que entraban en el auditorio, pudimos observar las diferentes etapas de la enfermedad que padecían. Fue una experiencia muy conmovedora.
Pensamos en lo que Jesús le dijo al leproso que le rogó: “Señor, si tan solo quieres, puedes limpiarme”. Jesús tocó al hombre y le contestó: “Quiero. Sé limpio”. (Mateo 8:2, 3.) Cuando terminó el programa, muchos se acercaron a nosotros para darnos las gracias, y pudimos contemplar en sus estropeados cuerpos un testimonio vivo del gran sufrimiento de la humanidad. Más tarde, los Testigos de la localidad estudiaron la Biblia con los que deseaban aprender más.
En 1967 regresamos a Estados Unidos para atender unos problemas de salud graves. Durante el tratamiento, tuvimos el privilegio de que se nos invitara de nuevo a la obra de circuito. En el transcurso de los siguientes veinte años acompañé a Francis en la obra de superintendente viajante en Estados Unidos. Durante este tiempo también enseñó en la Escuela del Ministerio del Reino.
Fue un gran estímulo para mí tener un esposo amoroso y un compañero fiel que cumplió con todas las asignaciones que recibió. Juntos tuvimos el privilegio de compartir el tesoro de la verdad bíblica en regiones de cuatro continentes.
El tesoro nos sostiene
En 1950, mi madre se casó con David Easter, un hermano fiel que se había bautizado en 1924. Sirvieron juntos muchos años en el ministerio de tiempo completo. Sin embargo, mi madre empezó a sentir los síntomas de la enfermedad de Alzheimer en los últimos años de su vida. Necesitó muchos cuidados cuando la enfermedad le afectó el juicio. Mis hermanas y David se tomaron muy en serio la responsabilidad de cuidar de ella, pues no querían que nosotros abandonáramos nuestros privilegios especiales del servicio de tiempo completo. El ejemplo fiel de mi madre hasta su muerte, en 1987, nos ayudó mucho a planear nuestra vida, y la esperanza que abrigaba de una recompensa celestial nos consoló.
Para 1989 me di cuenta de que Francis no tenía tanta energía como en el pasado. No éramos conscientes de que se estaba manifestando la esquistosomiasis, una enfermedad muy conocida en muchas partes del mundo. En 1990, este implacable enemigo se cobró una nueva víctima, y perdí a mi amado compañero, con quien había compartido cuarenta años de servicio a Jehová.
En la vida hay que ajustarse a las diferentes situaciones. Algunas son fáciles, y otras, difíciles. Pero Jehová, el Dador del inapreciable tesoro de la verdad bíblica, me ha sostenido mediante su organización y el amor y ánimo de mi familia. Aún me produce mucho gozo la esperanza del cumplimiento de todas las promesas infalibles de Jehová.
[Fotografía en la página 23]
Cuando mi esposo y yo éramos misioneros en Italia