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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1997
w97 1/4 págs. 20-25

Aprendí la verdad bíblica en Rumania

RELATADO POR GOLDIE ROMOCEAN

En 1970 visité a mis parientes de Rumania por primera vez en casi cincuenta años. La gente vivía bajo un régimen comunista opresivo, y continuamente me advertían que tuviera cuidado con lo que decía. Hallándome en la oficina del gobierno de mi pueblo natal, el funcionario a cargo insistió en que abandonara el país de inmediato. Antes de explicar el porqué, permítame relatarle cómo aprendí la verdad bíblica en Rumania.

NACÍ el 3 de marzo de 1903 en Ortelec, pueblo situado en el noroeste de Rumania, cerca de la ciudad de Zalău. Vivíamos en un lugar hermoso. El agua y el aire eran limpios. Teníamos nuestra propia huerta y no nos faltaba nada en sentido material. Durante mi niñez, el país vivía en paz.

La gente era muy religiosa. De hecho, mi familia pertenecía a tres religiones distintas: una de mis abuelas era católica ortodoxa; la otra adventista, y mis padres profesaban la fe bautista. Como yo no concordaba con ninguna, decían que iba a ser atea. ‘Si hay un solo Dios —pensaba—, debe haber una sola religión, no tres en una misma familia.’

Veía cosas en la religión que me perturbaban. Por ejemplo, el sacerdote iba a las casas a recaudar las contribuciones de la iglesia, y si la gente no tenía dinero, se llevaba en su lugar las mejores mantas de algodón. En la iglesia católica observaba a mi abuela orar arrodillada ante una imagen de María. ‘¿Por qué orar a una imagen?’, me preguntaba.

Tiempos difíciles

Mi padre viajó a Estados Unidos en 1912 con la intención de ganar algún dinero y saldar una deuda. Poco después estalló la guerra. Los hombres del pueblo ingresaron en el ejército, quedando solo las mujeres, los niños y los ancianos. Por un tiempo, el pueblo estuvo bajo el dominio húngaro, pero fue retomado por los soldados rumanos cuando volvieron. De inmediato recibimos órdenes de abandonarlo. En la confusión y la prisa por empacar las pertenencias y subir los niños a una carreta de bueyes, mi familia me dejó atrás. Como comprenderá, yo era la mayor de cinco hijos.

Corrí a casa de un vecino, un anciano que había decidido quedarse. “Vete a casa, cierra la puerta con llave y no le abras a nadie”, me dijo. Le obedecí al instante. Después de comerme una sopa de pollo y una col rellena que mi familia habían dejado olvidadas debido a la prisa por partir, me arrodillé junto a la cama y oré. Entonces me dormí profundamente.

Cuando abrí los ojos, ya era de día. “¡Oh, gracias, Dios! ¡Estoy viva!”, exclamé. Las paredes estaban llenas de agujeros de bala porque había habido tiroteos toda la noche. Cuando mi madre descubrió mi ausencia en el siguiente pueblo, envió al joven George Romocean, quien me encontró y me llevó adonde estaba mi familia. Pasado algún tiempo, pudimos regresar a vivir en nuestro pueblo natal.

Mi deseo de aprender la verdad bíblica

Mi madre deseaba que me bautizara en la Iglesia Bautista, pero yo no quería, pues no podía creer que un Dios amoroso quemara a la gente en el infierno por la eternidad. Intentando explicármelo, ella decía: “Bueno, si son malos...”. Mas yo le respondía: “Si son malos, que los maten, pero que no los torturen. Yo no torturaría ni siquiera a un perro o a un gato”.

Recuerdo que una hermosa mañana de primavera, cuando tenía 14 años, mi madre me mandó que sacara las vacas a pastar. Recostada en la hierba a la orilla de un río, con el bosque como telón de fondo, alcé los ojos al cielo y dije: “Dios, sé que estás ahí, pero no me gusta ninguna de estas religiones. Debes tener una que sea buena”.

En realidad creo que Dios oyó mi oración, porque ese mismo verano de 1917 llegaron al pueblo dos Estudiantes de la Biblia (como se conocía entonces a los testigos de Jehová). Eran repartidores, esto es, ministros de tiempo completo, y fueron a la iglesia bautista mientras se celebraban los oficios religiosos.

Se propaga la verdad bíblica en Rumania

Unos años antes, en 1911, Carol Szabo y Josif Kiss, que se habían hecho Estudiantes de la Biblia en Estados Unidos, retornaron a Rumania para introducir allí la verdad bíblica y se establecieron en Tîrgu-Mureş, a unos 160 kilómetros al sudeste de nuestro pueblo. En pocos años, literalmente centenares de personas acogieron el mensaje del Reino y emprendieron el ministerio cristiano. (Mateo 24:14.)

Ahora bien, cuando los dos jóvenes Estudiantes de la Biblia llegaron a la iglesia bautista del pueblo, George Romocean, que apenas tenía 18 años, oficiaba el culto y trataba de explicar el significado de Romanos 12:1. Por fin, uno de los jóvenes repartidores se puso de pie y dijo: “Hermanos, amigos, ¿qué quiere decirnos el apóstol Pablo en este pasaje?”.

Al oír estas palabras, me emocioné mucho. ‘Estos hombres deben saber explicar la Biblia’, pensé. Sin embargo, la mayoría de los presentes gritaron: “¡Falsos profetas! ¡Sabemos quiénes son ustedes!”. A continuación se suscitó un gran alboroto. Ante esto, el padre de George se levantó y dijo: “¡Cállense, todos! ¿Qué clase de espíritu es este, el de personas borrachas? Si estos hombres tienen algo que decirnos y ustedes no quieren escucharlos, yo los invito a mi casa. Cualquiera que desee acompañarnos es bienvenido”.

Emocionada, corrí a casa y le conté a mi madre lo sucedido. Estuve entre los que aceptaron ir a casa de los Romocean. Me sentí muy conmovida aquella tarde al aprender en la Biblia que no hay infierno y al ver en mi propio ejemplar en rumano el nombre de Dios, Jehová. Los repartidores encargaron a un Estudiante de la Biblia que fuera a casa de los Romocean todos los domingos a enseñarnos. El verano siguiente, a la edad de 15 años, me bauticé en símbolo de mi dedicación a Jehová.

Con el tiempo, casi todos nosotros, los Prodan, al igual que la familia Romocean, aceptamos la verdad bíblica y nos dedicamos a Jehová. Muchos otros habitantes del pueblo hicieron lo mismo, incluido el joven matrimonio en cuyo hogar había estado la iglesia bautista. Su casa se convirtió posteriormente en un lugar de reunión de los Estudiantes de la Biblia. La verdad de las Escrituras se propagó con rapidez por los pueblos vecinos, y para 1920 había alrededor de mil ochocientos publicadores del Reino en Rumania.

Rumbo a Estados Unidos

Estábamos ansiosos de contar a mi padre, Peter Prodan, lo que habíamos aprendido. No obstante, aunque parezca increíble, antes de que pudiéramos escribirle recibimos una carta suya en la que nos informaba de que se había hecho un siervo dedicado de Jehová. Había estudiado con los Estudiantes de la Biblia de Akron (Ohio), y quería que nos mudáramos a Estados Unidos para estar con él. Mi madre, sin embargo, no quiso abandonar Rumania. En 1921, con el dinero que me había enviado mi padre, me fui a Akron para vivir con él. George Romocean y su hermano habían emigrado a Estados Unidos un año antes.

Cuando desembarqué en Ellis Island, en la bahía de Nueva York, el oficial de inmigración no supo traducir mi nombre, Aurelia, al inglés, de modo que me dijo: “Tu nombre es Goldie”, y así me he llamado desde entonces. Poco después, el 1 de mayo de 1921, George Romocean y yo nos casamos. Como un año más tarde, mi padre viajó a Rumania, de donde volvió en 1925 con mi hermana menor, Mary; después regresó para quedarse allí con mi madre y el resto de la familia.

El principio de nuestro ministerio en Estados Unidos

George era un siervo de Jehová muy leal y devoto. En el decenio comprendido entre 1922 y 1932 se nos bendijo con cuatro encantadoras hijas: Esther, Anne, Goldie Elizabeth e Irene. Cuando se estableció una congregación rumana en Akron, las reuniones se celebraron originalmente en nuestro hogar. Con el tiempo, un representante de la sede mundial de los Estudiantes de la Biblia, en Brooklyn (Nueva York), visitaba la congregación cada seis meses y se hospedaba con nosotros.

Dedicábamos muchos domingos a la predicación. Preparábamos los maletines y el almuerzo, y tras subir a las niñas a nuestro Ford modelo T, pasábamos el día predicando en territorio rural. Por la noche asistíamos al Estudio de La Atalaya. Nuestras hijas aprendieron a amar la predicación. En 1931 estuve presente en la ocasión en que los Estudiantes de la Biblia adoptaron el nombre distintivo de testigos de Jehová en Columbus (Ohio).

La corrección que necesitaba

Varios años después me enfadé con Joseph F. Rutherford, el entonces presidente de la Sociedad Watch Tower Bible and Tract. Un Testigo nuevo creía que el hermano Rutherford había sido injusto con él porque no escuchó su caso hasta el final. Me pareció que el hermano Rutherford no había hecho lo debido. Pues bien, un domingo mi hermana y su esposo, Dan Pestrui, vinieron a visitarnos. Después de comer, Dan sugirió que nos preparáramos para ir a la reunión.

“No vamos a volver a las reuniones —le dije—. Estamos furiosos con el hermano Rutherford.”

Dan apretó fuertemente las manos detrás de la espalda y, caminando de un lado a otro, me preguntó: “¿Conocías al hermano Rutherford cuando te bautizaste?”.

“Por supuesto que no —respondí—. Tú sabes que me bauticé en Rumania.”

“¿Por qué te bautizaste?”, preguntó.

“Porque aprendí que Jehová es el Dios verdadero y quería dedicar mi vida a servirle”, contesté.

“¡Jamás olvides eso! —replicó—. Si el hermano Rutherford dejara la verdad, ¿la dejarías tú también?”

“¡Nunca, nunca!”, exclamé. Aquello me hizo recobrar el juicio, así que dije: “¡Todos a prepararnos para la reunión!”. No hemos faltado desde entonces. Agradezco mucho a Jehová la corrección amorosa que me dio mi cuñado.

Nos las arreglamos durante la Gran Depresión

La Gran Depresión de los años treinta fue un período muy difícil. Cierto día, George volvió a casa muy abatido y me dijo que en la fábrica de caucho donde trabajaba lo habían despedido. “No te preocupes —le dije—. Tenemos un Padre rico en los cielos que no nos desamparará.”

Aquel mismo día, George se encontró con un amigo que llevaba una gran cesta de hongos comestibles. Cuando George supo dónde los había recogido, llegó a casa con un montón de ellos. Luego, con los últimos tres dólares que nos quedaban, compró unas cestas pequeñas. “¿Cómo pudiste hacer semejante cosa —le pregunté—, cuando tenemos tres niñas pequeñas que necesitan leche?”

“No te preocupes —respondió—. Solo haz lo que te digo.” Durante las semanas siguientes tuvimos una pequeña fábrica casera de limpieza y empaquetado de hongos. Los vendíamos a los restaurantes más finos y llevábamos a casa de 30 a 40 dólares diarios, lo que representaba una fortuna en aquellos tiempos. El granjero que nos dio permiso para arrancar los hongos de su pasto dijo que llevaba veinticinco años viviendo en aquel lugar y nunca antes había visto tantos hongos. Al poco tiempo, la fábrica reincorporó a George al trabajo.

Mantenemos la fe

En 1943 nos trasladamos a Los Ángeles (California), y cuatro años después fijamos la residencia en Elsinore. Allí abrimos una tienda de comestibles, en la cual trabajábamos todos por turnos. Elsinore era a la sazón un pequeño pueblo de cerca de dos mil habitantes, y teníamos que viajar 30 kilómetros a otro pueblo para asistir a las reuniones cristianas. Me alegré mucho cuando en 1950 se formó una pequeña congregación en Elsinore. Ahora hay trece congregaciones en la zona.

En 1950, nuestra hija Goldie Elizabeth (a quien la mayoría conoce ahora por Beth) se graduó de la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower, en South Lansing (Nueva York), y fue enviada como misionera a Venezuela. En 1955, nuestra hija menor, Irene, tuvo el gusto de que a su esposo lo invitaran para servir de ministro viajante en la obra de circuito. Luego, en 1961, tras asistir a la Escuela del Ministerio del Reino en South Lansing, fueron enviados a Tailandia. A veces extrañaba tanto a mis hijas que lloraba, pero entonces pensaba que eso era lo que yo deseaba para ellas; de modo que tomaba mi bolso y me iba a predicar. Siempre regresaba a casa feliz.

En 1966, mi querido esposo, George, sufrió un ataque de apoplejía. Beth, que había vuelto de Venezuela por motivos de salud, me ayudó a cuidarlo. George murió al año siguiente, y me consolaba el hecho de que había sido fiel a Jehová y había recibido su recompensa celestial. Después, Beth viajó a España para servir donde había mayor necesidad de predicadores del Reino. Mi hija mayor, Esther, enfermó de cáncer y falleció en 1977, y Anne murió de leucemia en 1984. Ambas fueron siervas fieles de Jehová toda la vida.

Para el tiempo en que Anne murió, Beth e Irene habían regresado de sus asignaciones de predicación en el extranjero. Las dos ayudaron a cuidar a sus hermanas, y todas lloramos amargamente su muerte. Pasado algún tiempo, dije a mis hijas: “¡Ya basta! Hemos consolado a otras personas con las preciosas promesas de la Biblia; ahora nos toca a nosotras dejarnos consolar. Satanás quiere privarnos del gozo de servir a Jehová, y no podemos permitírselo”.

Nuestra familia fiel de Rumania

Mi hermana Mary y yo emprendimos en 1970 aquel memorable viaje para visitar a nuestra familia en Rumania. Aunque una de nuestras hermanas había muerto, pudimos visitar a nuestro hermano John y a nuestra hermana Lodovica, que aún vivían en Ortelec. Para el tiempo de nuestra visita, nuestros padres ya habían muerto, habiendo sido fieles a Jehová hasta el final. Muchos nos dijeron que nuestro padre había sido un pilar de la congregación. Incluso algunos de sus bisnietos en Rumania son Testigos. Visitamos asimismo a muchos parientes por el lado de mi esposo que habían continuado firmes en la verdad bíblica.

En 1970, Rumania se hallaba bajo el cruel régimen comunista de Nicolae Ceauşescu y se perseguía brutalmente a los testigos de Jehová. El hijo de mi hermano John, Flore, así como otros parientes míos, pasaron muchos años en campos de concentración debido a su fe cristiana, y lo mismo le pasó al primer sobrino de mi esposo, Gabor Romocean. Con razón, cuando nos encomendaron entregar cierta correspondencia a la sede de los testigos de Jehová, en Nueva York, los hermanos rumanos dijeron que no se sentirían tranquilos hasta que supieran que habíamos salido del país sanas y salvas.

Cuando vimos que nuestros visados habían expirado, fuimos a la oficina del gobierno de Ortelec. Era un viernes por la tarde, y solo había un oficial de servicio. Cuando supo a quiénes estábamos visitando y que nuestro sobrino había estado recluido en un campo de concentración, dijo: “Señoras, ¡váyanse del pueblo inmediatamente!”.

“Pero hoy no sale el tren”, respondió mi hermana.

“No importa —dijo con apremio—. Tomen un autobús, un tren, un taxi, o caminen. ¡Pero váyanse de aquí cuanto antes!”

Ya íbamos saliendo cuando nos llamó de vuelta para informarnos de que un tren militar no programado pasaría a las seis de la tarde. ¡Aquello fue providencial! Si hubiéramos viajado en un tren normal, nos habrían revisado los papeles una y otra vez; pero puesto que este tren llevaba personal militar y nosotras éramos las únicas dos civiles en él, nadie nos pidió los pasaportes. A lo mejor pensaron que éramos las abuelas de algunos oficiales.

Llegamos a Timisoara a la mañana siguiente, y con la ayuda del amigo de un pariente, logramos obtener el visado. Al otro día ya estábamos fuera del país. Nos llevamos a casa muchos recuerdos preciados e inolvidables de nuestros hermanos cristianos leales de Rumania.

En los años posteriores a nuestra visita a Rumania tuvimos pocas noticias sobre la predicación en los países tras la Cortina de Hierro. Aun así, confiábamos en que nuestros hermanos cristianos serían leales a Dios pasara lo que pasara. Y, ciertamente, así ha resultado ser. Me puse muy contenta cuando me enteré de que en abril de 1990 se había reconocido a los testigos de Jehová como organización religiosa en Rumania. El verano siguiente nos llenó de alegría escuchar los informes de las asambleas allí celebradas. Más de treinta y cuatro mil personas asistieron en ocho ciudades, y 2.260 se bautizaron. Ahora hay más de treinta y cinco mil predicadores en Rumania, y el año pasado asistieron 86.034 personas a la Conmemoración de la muerte de Cristo.

La verdad sigue siendo de mucho valor para mí

Por varios años dejé de tomar los emblemas en la Conmemoración. Veía a muchos hermanos muy capacitados que no lo hacían, y pensaba: ‘¿Por qué va a concederme Jehová a mí el privilegio de ser coheredera con su Hijo en el cielo habiendo otros que son oradores tan fluidos?’. Sin embargo, durante el tiempo que me abstuve me sentí muy perturbada; era como si estuviera rechazando algo. Tras mucho estudio y oración, volví a participar. Recobré la paz y el gozo, y estos nunca me han abandonado.

Aunque la vista ya no me permite leer, escucho todos los días los casetes de la Biblia y de las revistas La Atalaya y ¡Despertad!, todavía participo en la predicación. Normalmente reparto entre 60 y 100 revistas al mes, si bien en la campaña especial de ¡Despertad! el pasado mes de abril dejé 323. Con la ayuda de mis hijas, también tengo parte en el programa de la Escuela del Ministerio Teocrático. Me siento feliz porque aún puedo animar a otros. Casi todos en el Salón del Reino me llaman “abuela”.

Al repasar mis casi setenta y nueve años de servicio dedicado a Jehová, le doy gracias todos los días por haberme permitido conocer su preciada verdad y emplear mi vida en su servicio. Estoy muy agradecida de haber vivido para ver el cumplimiento de las maravillosas profecías bíblicas que anunciaron el recogimiento de las personas mansas que pertenecen a Dios en estos últimos días. (Isaías 60:22; Zacarías 8:23.)

[Ilustración de la página 23]

Mi hermana Mary y mi padre de pie, y, conmigo, George y nuestras hijas Esther y Anne

[Ilustración de la página 24]

Con mis hijas Beth e Irene y el esposo de Irene y sus dos hijos, todos los cuales sirven fielmente a Jehová

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