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  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1998
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1998
w98 1/8 págs. 3-4

¿Es inevitable la injusticia?

“A pesar de todo [...] sigo creyendo en la innata bondad del hombre. Me es completamente imposible construir sobre una base de muerte, de miseria y de confusión.”—Ana Frank.

ANA FRANK, una muchacha judía de 15 años, escribió esas conmovedoras palabras en su diario no mucho antes de su muerte. Su familia había estado oculta durante más de dos años, escondida en un desván de Amsterdam. Sus esperanzas de un mundo mejor se vieron truncadas cuando un delator reveló a los nazis su paradero. Ana murió de tifus al año siguiente, 1945, en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Otros seis millones de judíos corrieron una suerte parecida.

Puede que el diabólico plan de Hitler de exterminar a todo un pueblo sea el peor episodio de injusticia racial que nuestro siglo haya contemplado, pero no es el único. En 1994 se masacró en Ruanda a más de medio millón de tutsis, sencillamente porque pertenecían a la “otra” tribu. Y durante la I Guerra Mundial, alrededor de un millón de armenios murieron víctimas de una purga étnica.

Las despiadadas caras de la injusticia

El genocidio no es la única cara de la injusticia. La injusticia social condena a aproximadamente una quinta parte de la especie humana a la absoluta miseria. Peor aún: más de doscientos millones de personas están en esclavitud, según los cálculos del grupo pro derechos humanos Anti-Slavery International. Bien pudiera ser que actualmente hubiese más esclavos en el mundo que en cualquier otro período de la historia. Tal vez no se subasten públicamente, pero con frecuencia sus condiciones de trabajo son peores que las de la mayoría de los esclavos de antaño.

Las injusticias que la ley ampara despojan a millones de personas de sus derechos fundamentales. El informe de 1996 de Amnistía Internacional dice: “Las atrocidades contra los derechos humanos se cometen prácticamente a diario [...]. Los más vulnerables son los pobres y los sectores más desamparados de la sociedad, en particular las mujeres, los niños, los ancianos y los refugiados”. El informe señaló: “Hay países donde las estructuras del Estado prácticamente han desaparecido y los débiles quedan desprotegidos ante los fuertes al no quedar autoridad jurídica alguna que vele por ellos”.

Durante 1996 se detuvo y torturó a decenas de miles de personas en más de cien países. Y en los últimos años, cientos de miles de seres humanos sencillamente han desaparecido, al parecer secuestrados por las fuerzas de seguridad o por grupos terroristas. Se supone que muchos de ellos están muertos.

No cabe duda de que las guerras son intrínsecamente injustas, y cada vez lo son más. Los blancos de las contiendas modernas consisten en poblaciones civiles donde hay mujeres y niños. Y no nos referimos solo al bombardeo indiscriminado de las ciudades. La violación sistemática de mujeres y niños forma parte de las operaciones militares, y muchos grupos insurgentes raptan a menores a la fuerza y los adiestran para matar. El informe de las Naciones Unidas “Repercusiones de los conflictos armados sobre los niños” declara a propósito de esas tendencias: “Cada vez es mayor la parte del mundo que está siendo arrastrada hacia un vacío moral desolador”.

No hay duda de que ese vacío moral nos ha abocado a un mundo saturado de injusticia, sea esta de tipo racial, social, legal o militar. Por supuesto, no se trata de nada nuevo. Hace más de dos mil quinientos años, un profeta hebreo se lamentó: “La ley no se aplica, no se hace justicia; el malvado acorrala al justo; la justicia está pervertida” (Habacuc 1:4, Biblia de América). Aunque la injusticia siempre ha proliferado, el siglo XX se distingue como la era en que ha alcanzado las cotas más altas.

¿Importa la injusticia?

Importa cuando personalmente sufrimos sus consecuencias. Importa porque arrebata el derecho a la felicidad a la mayor parte de la humanidad. Y también importa porque con frecuencia enciende el fuego de conflictos sangrientos que, a su vez, alimentan las llamas de la propia injusticia.

La paz y la felicidad están inherentemente ligadas a la justicia. Por otra parte, la injusticia trunca la esperanza y ahoga el optimismo. Como Ana Frank descubrió de forma trágica, la gente no puede construir sus esperanzas sobre una base de muerte, de miseria y de confusión. Como ella, todos anhelamos algo mejor.

Ese deseo ha motivado a algunas personas sinceras a fomentar la justicia en la sociedad humana. Con ese objetivo, la Declaración Universal de Derechos Humanos que la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó en 1948 declara: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

Nobles palabras sin duda, pero la humanidad aún dista mucho de esa ansiada meta: la de una sociedad justa en la que todo el mundo trate fraternalmente al prójimo. Como señala el preámbulo de la Declaración de la ONU, “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base” el cumplimiento de ese objetivo.

¿Está la injusticia tan integrada en el engranaje de la sociedad humana que nunca será erradicada? ¿O de algún modo se colocará un fundamento sólido para la libertad, la justicia y la paz? Si así es, ¿quién lo establecerá y se encargará de que beneficie a todo el mundo?

[Reconocimiento de la página 3]

UPI/Corbis-Bettmann

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