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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 2006
w06 15/3 pág. 3

La muerte, una terrible realidad

“DESDE el instante del nacimiento existe la constante posibilidad de que un ser humano pueda morir en cualquier momento; inevitablemente dicha posibilidad se convertirá, tarde o temprano, en un hecho consumado”, escribió el historiador británico Arnold Toynbee. ¡Cuánto dolor nos produce la muerte de un miembro amado de la familia o de un amigo íntimo!

La muerte ha sido una terrible realidad para la humanidad durante milenios. Cuando muere un ser querido, nos embarga un sentimiento de impotencia y tristeza que afecta a todos sin distinción, que no perdona a nadie. “El dolor nos transforma en niños otra vez; elimina todas las diferencias intelectuales. Los más sabios no comprenden nada”, escribió un ensayista del siglo XIX. Al igual que niñitos, nos sentimos desamparados, incapaces de cambiar la situación. Ni las riquezas ni el poder pueden revertir la pérdida. Los sabios e intelectuales no tienen la solución. Los fuertes y los débiles se lamentan por igual.

El rey David del antiguo Israel sufrió esa clase de angustia cuando murió su hijo Absalón. Al enterarse de que había muerto, el rey se echó a llorar y exclamó: “¡Hijo mío, Absalón, hijo mío, hijo mío, Absalón! ¡Oh, que yo pudiera haber muerto, yo mismo, en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (2 Samuel 18:33). El poderoso rey que había vencido a implacables enemigos no pudo hacer nada más que desear que “el último enemigo, la muerte”, lo hubiera vencido a él en lugar de a su hijo (1 Corintios 15:26).

¿Tiene remedio la muerte? Si así es, ¿qué esperanza hay para los que han fallecido? ¿Volveremos a ver algún día a nuestros seres queridos que han muerto? El siguiente artículo ofrece respuestas bíblicas a estas preguntas.

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