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  • Los cátaros, ¿fueron mártires cristianos?
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1995
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  • ¿Quiénes eran los cátaros?
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  • No eran cristianos
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1995
w95 1/9 págs. 27-30

Los cátaros, ¿fueron mártires cristianos?

“MATADLOS a todos, pues Dios reconocerá a los suyos.” Ese día de verano de 1209, la población de Béziers, ciudad meridional de Francia, fue masacrada. El abad Arnoldo Amaury, legado pontificio designado para encabezar a los cruzados católicos, no mostró la menor piedad. Se dice que cuando sus hombres le preguntaron cómo habrían de distinguir a los católicos de los herejes, pronunció las infames palabras que se citan al principio. Los cronistas católicos han suavizado su respuesta vertiéndola así: “No os preocupéis. Creo que muy pocos habrán de convertirse”. Prescindiendo de cuál haya sido su respuesta exacta, lo cierto es que en aquel degüello murieron no menos de veinte mil hombres, mujeres y niños a manos de unos trescientos mil cruzados dirigidos por prelados de la Iglesia Católica.

¿Qué consecuencias tuvo esta matanza? Fue solo el principio de la cruzada albigense que lanzó el papa Inocencio III contra los supuestos herejes de la provincia de Languedoc, hacia el sur de Francia. Es posible que antes de terminar esta, unos veinte años más tarde, perdieran la vida un millón de personas, entre ellas cátaros, valdenses e incluso muchos católicos.

La disensión religiosa en la Europa medieval

El florecimiento del comercio en el siglo XI provocó grandes cambios en la estructura social y económica de la Europa del Medioevo. Nacieron ciudades que albergaron al creciente número de artesanos y comerciantes. Estas presentaron un ambiente propicio para nuevas ideas. La disensión religiosa echó raíces en Languedoc, foco de la civilización más tolerante y próspera de la Europa de aquel tiempo. Su capital, Toulouse, constituía la tercera metrópoli más rica del continente europeo. Llegó a ser también el centro donde florecieron los trovadores, algunos de los cuales incluyeron en su lírica temas políticos y religiosos.

La obra Revue d’histoire et de philosophie religieuses (Reseña de historia y filosofía religiosas) describe la situación religiosa de los siglos XI y XII en estos términos: “En el siglo XII, como en el que le precedió, la conducta del clero, su opulencia, su vanalidad y su inmoralidad siguieron siendo cuestionadas, pero lo que más se criticó fue su colusión con las autoridades seculares y su servilismo”.

Predicadores itinerantes

Hasta el papa Inocencio III reconoció que la culpa de que cada vez hubiese más predicadores itinerantes disidentes, sobre todo en el sur de Francia y el norte de Italia, debía atribuirse a la desenfrenada corrupción dentro de la Iglesia. La mayoría de estos predicadores eran o cátaros o valdenses. En tono de reproche dijo a los sacerdotes que se negaban a enseñar al pueblo: “Los pequeños buscan el pan y vosotros no queréis compartirlo con ellos”. Sin embargo, en lugar de promover la educación bíblica del pueblo, Inocencio afirmó que “es tal la profundidad de la Divina Escritura que no ya el simple e ignorante, sino aun el prudente e instruido no es capaz de entenderla por completo”. La lectura de la Biblia le estaba vedada a todo el mundo, excepto al clero, que tenía permitido leerla, si bien únicamente en latín.

Con el fin de contrarrestar la predicación itinerante de los disidentes, el Papa aprobó la fundación de la Orden de los Frailes Predicadores, o dominicos. A diferencia de la opulenta jerarquía católica, estos frailes serían predicadores viajantes dedicados a defender la ortodoxia católica contra los “herejes” del sur de Francia. En un esfuerzo por razonar con los cátaros y conducirlos de nuevo a la grey católica, el Papa también les envió legados pontificios. Sin embargo, ante sus intentos fallidos y la muerte de uno de sus legados, supuestamente a manos de un hereje, Inocencio III ordenó la cruzada contra los albigenses en el año 1209. Como Albi era una de las ciudades donde los cátaros eran particularmente numerosos, los cronistas católicos comenzaron a llamarlos albigenses (del francés, Albigeois), y llegaron a designar con ese término a todos los “herejes” de aquella región, incluidos los valdenses. (Véase el recuadro de abajo.)

¿Quiénes eran los cátaros?

La palabra “cátaro” proviene del griego ka·tha·rós, que significa “puro”. Durante los siglos XI a XIV, el catarismo se difundió principalmente por Lombardía, el norte de Italia y Languedoc. Las creencias cátaras eran una mezcla del dualismo oriental y el gnosticismo que quizá llevaron consigo los comerciantes y misioneros extranjeros. Según la Enciclopedia Espasa, el dualismo cátaro era “la afirmación de un doble principio universal, bueno el uno, creador del mundo invisible y espiritual, y autor el segundo del mundo de la materia [incluido el cuerpo humano]”. Los cátaros creían que Satanás había creado el mundo material, que estaba condenado irrevocablemente a la destrucción. Su esperanza consistía en escapar del inicuo mundo sensible.

Entre los cátaros había dos grupos: los perfectos y los creyentes. Se entraba en la categoría de los perfectos mediante un rito de bautismo espiritual llamado consolamentum. Este se efectuaba mediante la imposición de las manos después de un año de prueba. Se pensaba que este rito libraba al creyente del dominio de Satanás, lo purificaba de todos sus pecados y le impartía el espíritu santo. Se acuñó el término “perfectos” para designar a los integrantes de la relativamente pequeña elite, quienes hacían las veces de ministros para los creyentes. Los perfectos se imponían los votos de abstinencia, castidad y pobreza. Si una persona casada se hacía perfecto, debía dejar a su cónyuge, pues los cátaros creían que el acto sexual constituía el pecado original.

Aunque los creyentes no adoptaban una forma de vida ascética, sí aceptaban las enseñanzas cátaras. El creyente que comparecía ante un perfecto solicitaba su perdón y bendición mediante una genuflexión; a este rito se le llamaba melioramentum. Con el fin de llevar una vida normal, los creyentes concertaban con los perfectos una convenenza, o pacto irremisible, según la cual se les había de administrar el bautismo espiritual, o consolamentum, en el lecho de muerte.

Su actitud hacia la Biblia

Aunque los cátaros citaban con frecuencia de la Biblia, la consideraban más que nada una fuente de alegorías y fábulas. Creían que una buena parte de las Escrituras Hebreas procedía del Diablo. Utilizaban porciones de las Escrituras Griegas, como las que contrastan la carne con el espíritu, para respaldar su filosofía dualista. Cuando oraban el padrenuestro, en lugar de decir: “el pan nuestro de cada día”, decían: “nuestro pan supersubstancial” (es decir, “pan espiritual”), pues el pan material era, por necesidad, malo a sus ojos.

Muchas doctrinas del catarismo contradecían abiertamente la Biblia. Por ejemplo, los cátaros creían en la inmortalidad del alma y en la reencarnación. (Compárese con Eclesiastés 9:5, 10; Ezequiel 18:4, 20.) También basaban sus creencias en textos apócrifos. Con todo y con eso, tradujeron porciones de las Escrituras a las lenguas vernáculas, logrando, hasta cierto grado, que se conociera mejor la Biblia en la Edad Media.

No eran cristianos

Los perfectos, que se consideraban los verdaderos sucesores de los apóstoles, se llamaban a sí mismos “cristianos”, y lo recalcaban con adjetivos como “verdaderos” o “buenos”. Sin embargo, lo cierto es que muchas de sus creencias nada tenían que ver con el cristianismo. Aunque reconocían a Jesús como Hijo de Dios, rechazaban tanto la idea de que hubiese venido en carne como su sacrificio redentor. Malinterpretaban la condenación bíblica de la carne y el mundo, y sostenían que toda la materia dimanaba del mal. Por consiguiente, afirmaban que Jesús solo pudo haber tenido un cuerpo espiritual y que cuando vino a la Tierra, meramente aparentó tener un cuerpo carnal. Como los apóstatas del siglo I, los cátaros eran “personas que no [confesaban] a Jesucristo como venido en carne”. (2 Juan 7.)

En su libro La herejía medieval, M. D. Lambert escribe que el catarismo “reemplazaba la moralidad cristiana por un ascetismo compulsivo, [...] eliminaba la redención al no admitir el poder salvífico de [la muerte de Cristo]”. En su opinión, “las verdaderas afinidades de los perfectos se encuentran en los maestros ascéticos de Oriente, los bonzos y faquires de China e India, los adeptos a los misterios órficos o los maestros del [gnosticismo]”. En la doctrina cátara, la salvación no dependía del sacrificio redentor de Jesucristo, sino del consolamentum, o bautismo en el espíritu santo. Para los que habían sido purificados así, la muerte significaba emanciparse de la materia.

Una cruzada infame

Las personas comunes, cansadas de las exigencias abusivas y la corrupción incontrolada del clero, se sintieron atraídas por el estilo de vida de los cátaros. Los perfectos identificaban a la Iglesia Católica y su jerarquía con “la sinagoga de Satanás” y “la madre de las rameras” de Revelación 3:9 y Rev 17:5. El catarismo iba difundiéndose y reemplazando a la Iglesia Católica en la Francia meridional. El papa Inocencio III reaccionó lanzando y financiando lo que se conoce como la cruzada albigense, la primera cruzada dirigida contra personas que afirmaban ser cristianas.

Mediante cartas y legados pontificios, el Papa presionó a los reyes, condes, duques y caballeros católicos de Europa. Ofreció indulgencias y las riquezas de Languedoc a todo aquel que luchara para erradicar la herejía “por cualquier medio”. Sus palabras no cayeron en oídos sordos. Animado por prelados y monjes católicos, un ejército heteróclito de cruzados del norte de Francia, Flandes y Alemania se dirigió al sur, hacia la cuenca del Ródano.

La devastación de Béziers fue el principio de una guerra de conquista que consumió el Languedoc en una orgía de fuego y sangre. Albi, Carcasona, Castres, Foix, Narbona, Termenes y Toulouse cayeron en manos de los sanguinarios cruzados. En las fortalezas cátaras de Casses, Minerve y Lavaur, centenares de perfectos fueron consumidos en las llamas de la hoguera. Según el monje cronista Pierre des Vaux-de-Cernay, los cruzados ‘quemaron vivos a los perfectos con regocijo en el corazón’. En 1229, tras veinte años de luchas y devastación, Languedoc quedó bajo el dominio de Francia. Pero el degüello no terminó allí.

La Inquisición asesta el golpe mortal

Con el fin de reforzar la lucha armada, en 1231 el papa Gregorio IX instituyó la Inquisición papal.a El procedimiento inquisitorial consistió originalmente en denuncias y coacciones y, más tarde, en torturas sistemáticas. Su objetivo era erradicar lo que la espada no había podido destruir. Los jueces inquisidores, en su mayoría dominicos y franciscanos, solo eran responsables ante el Papa. La pena por la herejía era morir en la hoguera. El fanatismo y la brutalidad de los inquisidores fueron tan grandes que provocaron asonadas de protesta en Albi, Toulouse y otros sitios. En Aviñón se mató con violencia a todo el tribunal de la Inquisición.

La rendición en 1244 de la fortaleza de Montségur, último reducto de muchos perfectos, asestó el golpe mortal al catarismo. Unos doscientos hombres y mujeres murieron en hogueras en una quema masiva. En los años siguientes, la Inquisición dio cuenta de los cátaros restantes. Al parecer, el último cátaro murió en la hoguera en Languedoc en 1330. El libro La herejía medieval señala: “La caída del catarismo fue logro principalmente de la Inquisición”.

Es cierto que los cátaros distaban mucho de ser verdaderos cristianos; pero ¿acaso sus críticas a la Iglesia Católica justificaron su cruel exterminio a manos de otros supuestos cristianos? Sus perseguidores y verdugos católicos deshonraron a Dios y a Cristo, y desvirtuaron el cristianismo verdadero con la tortura y el degüello de miles y miles de disidentes.

[Nota a pie de página]

a Si desea más detalles sobre la Inquisición medieval, vea el artículo “La aterradora Inquisición”, de la revista ¡Despertad! del 22 de abril de 1986, páginas 20 a 23, editada por Watchtower Bible and Tract Society of New York, Inc.

[Fotografía en la página 29]

Siete mil personas murieron en la Iglesia de Santa María Magdalena de Béziers, ciudad en la que los cruzados masacraron a 20.000 hombres, mujeres y niños

[Recuadro en la página 28]

LOS VALDENSES

A finales del siglo XII, Pierre Valdès, o Pedro de Valdo, un acaudalado comerciante de Lyón, costeó las primeras traducciones de porciones de la Biblia a varias lenguas provenzales, idiomas vernáculos del sur y sureste de Francia. Fue un católico sincero que, habiendo renunciado a su negocio, se dedicó a predicar el Evangelio. Muchos otros católicos, hastiados del clero corrupto, se unieron a él y se convirtieron en predicadores itinerantes.

Al poco tiempo Valdo se enfrentó a la hostilidad de los clérigos locales, quienes persuadieron al Papa para que prohibiera su predicación pública. Se afirma que su respuesta fue: “Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres”. (Compárese con Hechos 5:29.) Debido a su persistencia, Valdo fue excomulgado. Sus seguidores, conocidos como valdenses, o pobres de Lyón, se esforzaron por imitar su ejemplo predicando de dos en dos en los hogares de la gente. Como consecuencia, sus enseñanzas se difundieron por el sur, el oriente y partes del norte de Francia, así como en el norte de Italia.

Propugnaban, sobre todo, que se volviera a las doctrinas y costumbres de los primeros cristianos. Ponían en entredicho doctrinas como las del purgatorio, los rezos por los muertos, la veneración de María, las oraciones a los “santos”, la veneración de crucifijos, las indulgencias, la eucaristía, el bautismo de los niños y otras más.b

Las enseñanzas de los valdenses diferían diametralmente de las enseñanzas dualistas y no cristianas de los cátaros, con quienes a menudo eran confundidos. Tal confusión se debió principalmente a los polemistas católicos, quienes deliberadamente procuraron asociar la predicación valdense con las enseñanzas de los albigenses, o cátaros.

[Nota]

b Hallará más información sobre este grupo en el artículo “Los valdenses... ¿herejes, o buscadores de la verdad?”, de La Atalaya del 15 de diciembre de 1981, páginas 12 a 15.

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