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Poder, Obras poderosasPerspicacia para comprender las Escrituras, volumen 2
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Los “dioses de la naturaleza” contrastados con el Dios verdadero. Antiguos documentos de Babilonia y de otros lugares adonde emigraron los hombres muestran que la adoración a los “dioses de la naturaleza” (como Shamash, el dios-sol babilonio, y Baal, el dios cananeo de la fertilidad) cobró mucha importancia en aquellos tiempos antiguos. Los hombres relacionaban a estos “dioses de la naturaleza” con manifestaciones de poder periódicas o cíclicas, como el brillo diario de los rayos del Sol, las estaciones resultantes de los solsticios (verano e invierno), y equinoccios (primavera y otoño), los vientos y las tormentas, la precipitación de la lluvia y su efecto en la fertilidad de la tierra al tiempo de sembrar y segar y otras manifestaciones de poder. Estas fuerzas son impersonales. De modo que el hombre tenía que atribuirles con su imaginación la personalidad de que carecían. Esta personalidad, fruto de la imaginación humana, solía ser caprichosa; sin propósito definido, moralmente depravada, no merecedora de adoración ni servicio.
No obstante, los cielos visibles y la Tierra suministran prueba clara de la existencia de una Fuente de poder superior, de innegable propósito inteligente, que ha producido todas esas fuerzas interrelacionadas y coordinadas. A esa Fuente se dirige la aclamación: “Digno eres tú, Jehová, nuestro Dios mismo, de recibir la gloria y la honra y el poder, porque tú creaste todas las cosas, y a causa de tu voluntad existieron y fueron creadas”. (Rev 4:11.) Jehová no es un Dios gobernado o limitado por los ciclos celestes o terrestres, y sus expresiones de poder no son caprichosas, erráticas ni inconsecuentes. En todos los casos revelan algo sobre su personalidad, sus normas o su propósito. La obra Theological Dictionary of the New Testament dice sobre el Dios que se revela en las Escrituras Hebreas: “La característica importante y predominante no es la fuerza o el poder, sino la voluntad que este poder debe ejecutar y, por lo tanto, servir. Esa es en todos los casos la característica decisiva” (edición de G. Kittel, traducción al inglés y edición de G. Bromiley, 1971, vol. 2, pág. 291).
La adoración que los israelitas dieron a estos “dioses de la naturaleza” fue una apostasía, una supresión de la verdad en favor de la mentira, un proceder irrazonable de adoración de la creación más bien que del Creador; esto es lo que el apóstol declara en Romanos 1:18-25. Aunque Jehová Dios es invisible, ha manifestado sus cualidades a los hombres, pues como Pablo dice, estas “se ven claramente desde la creación del mundo en adelante, porque se perciben por las cosas hechas, hasta su poder sempiterno y Divinidad, de modo que ellos son inexcusables”.
El control que Dios tiene sobre las fuerzas naturales lo distingue. Sería razonable esperar que, para probar que es el Dios verdadero, Jehová demostrara su control sobre las fuerzas creadas, haciéndolo de tal manera que su nombre estuviese relacionado inequívocamente con ello. (Sl 135:5, 6.) Como el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas siguen sus órbitas regulares; las condiciones atmosféricas terrestres (que causan el viento, la lluvia y otros efectos) obedecen las leyes que las gobiernan, como las langostas salen en enjambres y los pájaros migran, todas estas funciones normales y otras muchas no bastarían para santificar el nombre de Dios frente a la oposición y la adoración falsa.
Sin embargo, Jehová Dios podía hacer que la creación natural y los elementos dieran testimonio de su Divinidad, valiéndose de ellos para cumplir propósitos específicos que trascendieran de sus funciones ordinarias, y a menudo en un tiempo señalado específicamente. Incluso cuando no se trataba de acontecimientos extraordinarios en sí mismos, como en el caso de una sequía, una tormenta o condiciones climatológicas similares, dichos fenómenos naturales adquirían una carácter especial por cuanto ocurrían en cumplimiento de una profecía dada por Jehová. (Compárese con 1Re 17:1; 18:1, 2, 41-45.) Pero en la mayoría de los casos, los acontecimientos en sí eran extraordinarios, bien por su magnitud o intensidad (Éx 9:24), o debido a que ocurrían de una manera completamente insólita o en un tiempo que no era normal. (Éx 34:10; 1Sa 12:16-18.)
De manera similar, el nacimiento de un niño era algo común. Pero el que le naciese un hijo a una mujer que había sido estéril durante toda su vida y que había pasado de la edad de dar a luz (como era el caso de Sara) lo convertía en extraordinario. (Gé 18:10, 11; 21:1, 2.) Era prueba de la intervención de Dios. La muerte también era un suceso común. Pero cuando la muerte llegaba en un momento predicho o de una manera anunciada de antemano sin ninguna otra causa aparente, era algo extraordinario que indicaba acción divina. (1Sa 2:34; 2Re 7:1, 2, 20; Jer 28:16, 17.) Todas esas cosas demostraban que Jehová era el Dios verdadero, y que los “dioses de la naturaleza” eran “dioses que nada valen”. (Sl 96:5.)
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Resulta ser Dios para Israel. Cuando la nación de Israel estaba en Egipto, Jehová le prometió: “Verdaderamente resultaré ser Dios para ustedes, y ustedes ciertamente sabrán que yo soy Jehová su Dios”. (Éx 6:6, 7.) Faraón confió en el poder de los dioses y diosas egipcios para contrarrestar las obras de Jehová. Dios permitió a propósito que Faraón mantuviera durante un tiempo su proceder desafiante. Este tiempo sirvió para que Jehová ‘mostrara su poder y para que su nombre fuera declarado en toda la tierra’. (Éx 9:13-16; 7:3-5.) Hizo posible que se multiplicaran las “señales” y los “milagros” (Sl 105:27), y las diez plagas demostraron el control del Creador sobre el agua, la luz solar, los insectos, los animales y los cuerpos humanos. (Éx 7–12.)
En esto Jehová se distinguió de los “dioses de la naturaleza”. Estas plagas —oscuridad, peste, granizo, enjambres de langostas y otras— se predijeron y sucedieron precisamente como se había indicado. No fueron meras coincidencias ni se produjeron al azar. Las advertencias que se habían dado con anterioridad hicieron posible que las personas que las escucharon evitaran ciertas plagas. (Éx 9:18-21; 12:1-13.) Dios pudo ser selectivo en cuanto al efecto de las plagas, haciendo que algunas no afectaran ciertas zonas, con lo que demostró quiénes eran sus siervos aprobados. (Éx 8:22, 23; 9:3-7, 26.) Podía iniciar y detener las plagas a voluntad. (Éx 8:8-11; 9:29.) Aunque los sacerdotes practicantes de magia de Faraón dieron la impresión de repetir las dos primeras plagas (quizás incluso intentaron atribuirlas a sus deidades egipcias), sus artes secretas pronto les fallaron y tuvieron que reconocer que el “dedo de Dios” había realizado la tercera plaga. (Éx 7:22; 8:6, 7, 16-19.) No pudieron anular las plagas, y ellos mismos se vieron afectados. (Éx 9:11.)
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Conquista de Canaán. La conquista de siete naciones de Canaán “más populosas y más fuertes” que Israel (Dt 7:1, 2) contribuyó al testimonio de la Divinidad de Jehová. (Jos 23:3, 8-11.) La fama del Dios de Israel le abrió camino al pueblo (Éx 9:16; Jer 32:20, 21), y el ‘pavor y el temor’ de Israel debilitó a sus opositores. (Dt 11:25; Éx 15:14-17.) Así que los opositores eran más reprensibles, pues tenían prueba de que este era el pueblo del Dios verdadero; pelear contra ellos era pelear contra Dios. Algunos cananeos reconocieron sabiamente la superioridad de Jehová sobre sus ídolos, como lo habían hecho otros con anterioridad, y buscaron Su favor. (Jos 2:1, 9-13.)
El Sol y la Luna permanecen inmóviles. Cuando Jehová obró en favor de los gabaonitas sitiados, unos cananeos que habían ejercido fe en Él, hizo que el Sol y la Luna permanecieran inmóviles desde el punto de vista de los que estaban en la batalla, posponiendo la puesta de sol por casi un día, para que Israel pudiera acabar con las fuerzas enemigas. (Jos 10:1-14.) Aunque este milagro pudiera suponer una detención del movimiento de rotación de la Tierra, el efecto pudo conseguirse por otros medios, como, por ejemplo, una refracción de los rayos solares y lunares. Cualquiera que fuera el método empleado, de nuevo puso de relieve que “todo cuanto a Jehová le deleitó hacer lo ha hecho en los cielos y en la tierra, en los mares y en todas las profundidades acuosas”. (Sl 135:6.) Como escribió tiempo después el apóstol Pablo, “toda casa es construida por alguien, pero el que ha construido todas las cosas es Dios”. (Heb 3:4.) Jehová hace lo que tiene a bien con aquello que edifica, utilizándolo como le conviene, igual que hace el hombre que construye una casa. (Compárese con 2Re 20:8-11.)
Durante los siguientes cuatro siglos, toda la época de los jueces, Jehová siguió ayudando a los israelitas cuando le eran leales y les retiró su apoyo cuando se volvieron a otros dioses. (Jue 6:11-22, 36-40; 4:14-16; 5:31; 14:3, 4, 6, 19; 15:14; 16:15-21, 23-30.)
Bajo la monarquía israelita. Durante los quinientos diez años que duró la monarquía israelita, el “brazo” poderoso de Jehová y su “mano” protectora con frecuencia tuvieron acorralados a sus agresores, confundieron y desbarataron sus fuerzas, y las obligaron a batirse en retirada a sus territorios de procedencia. Estas naciones no solo adoraban a los “dioses de la naturaleza”, sino a dioses (y diosas) de la guerra. En algunos casos tenían al cabeza de la nación por un dios. Como siguieron luchando contra su pueblo, Jehová se mostró de nuevo como “persona varonil de guerra”, un ‘glorioso Rey, poderoso en batalla’. (Éx 15:3; Sl 24:7-10; Isa 59:17-19.) Se enfrentó a ellas en todo tipo de terreno, empleó estrategias bélicas que burlaron a sus jactanciosos generales y venció a guerreros de muchas naciones, así como a su equipo bélico especial. (2Sa 5:22-25; 10:18; 1Re 20:23-30; 2Cr 14:9-12.) Podía hacer que su pueblo conociera los planes secretos de guerra de estas naciones con tanta exactitud como si se hubieran colocado aparatos electrónicos en sus palacios. (2Re 6:8-12.) A veces fortaleció a su pueblo para la batalla; en otros casos consiguió victorias sin que su pueblo siquiera desenvainara la espada. (2Re 7:6, 7; 2Cr 20:15, 17, 22, 24, 29.) De estos modos avergonzó a los dioses bélicos de las naciones, exponiéndolos como fracasados e impostores. (Isa 41:21-24; Jer 10:10-15; 43:10-13.)
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Mediante la caída de la poderosa Babilonia, Jehová demostró de nuevo que era el único Dios, puso de relieve la irrealidad de los dioses paganos y los avergonzó. Su pueblo fue testigo de todo ello. (Isa 41:21-29; 43:10-15; 46:1, 2, 5-7.)
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