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    Perspicacia para comprender las Escrituras, volumen 2
    • El reino de Dios ‘se acerca’. Puesto que el Mesías tenía que ser un descendiente de Abrahán, Isaac y Jacob, un miembro de la tribu de Judá y un “hijo de David”, había de nacer como hombre; según se declaró en la profecía de Daniel, debía ser un “hijo del hombre”. Cuando “llegó el límite cabal del tiempo”, Jehová Dios envió a su Hijo, quien nació de una mujer y cumplió todos los requisitos legales para heredar el “trono de David su padre”. (Gál 4:4; Lu 1:26-33; véase GENEALOGÍA DE JESUCRISTO.) Seis meses antes de su nacimiento, nació Juan, al que llamarían el Bautista y que sería precursor de Jesús. (Lu 1:13-17, 36.) Las expresiones de los padres de Juan y de Jesús indicaron que vivían con la ansiosa expectativa de contemplar la gobernación divina. (Lu 1:41-55, 68-79.) Cuando Jesús nació, las palabras que pronunció la delegación angélica enviada para anunciar el significado de aquel acontecimiento también se refirieron a actos gloriosos de Dios. (Lu 2:9-14.) Igualmente, Simeón y Ana expresaron en el templo su esperanza de salvación y liberación. (Lu 2:25-38.) Tanto el registro bíblico como el seglar muestran que los judíos estaban a la expectativa de la venida del Mesías. Sin embargo, el interés principal de muchos de ellos era conseguir libertad del pesado yugo de la dominación romana. (Véase MESÍAS.)

      Juan tenía la comisión de ‘volver los corazones’ de las personas a Jehová, a sus pactos, al “privilegio de rendirle servicio sagrado sin temor, con lealtad y justicia”, y de este modo “alistar para Jehová un pueblo preparado”. (Lu 1:16, 17, 72-75.) Dijo sin ambages a las personas que se encaraban a un tiempo de juicio de Dios y que ‘el reino de los cielos se había acercado’, por lo que era urgente que se arrepintieran y abandonaran su proceder de desobediencia a la voluntad y la ley de Dios. Esto volvía a poner de relieve la norma de Jehová de tener únicamente súbditos bien dispuestos, personas que reconocieran y apreciaran la justicia de sus caminos y sus leyes. (Mt 3:1, 2, 7-12.)

      La venida del Mesías tuvo lugar cuando Jesús se presentó a Juan para bautizarse y fue ungido por el espíritu santo de Dios. (Mt 3:13-17.) Así pasó a ser el Rey nombrado, reconocido por el tribunal de Jehová como el que tenía el derecho legal al trono davídico, un derecho que nadie había tenido en los anteriores seis siglos. (Véase JESUCRISTO [Su bautismo].) Pero Jehová introdujo además a su Hijo aprobado en un pacto para un reino celestial, en el que Jesús sería Rey y Sacerdote a la manera del Melquisedec de la antigua Salem. (Sl 110:1-4; Lu 22:29; Heb 5:4-6; 7:1-3; 8:1; véase PACTO.) Como la prometida ‘descendencia de Abrahán’, este Rey-Sacerdote celestial sería el Agente Principal de Dios para bendecir a personas de todas las naciones. (Gé 22:15-18; Gál 3:14; Hch 3:15.)

      Al principio de la vida terrestre de su Hijo, Jehová manifestó su poder real en su favor. Dios desvió a los astrólogos orientales que iban a informar al tirano rey Herodes sobre el paradero de Jesús, e hizo que los padres del niño se lo llevaran a Egipto antes de que los agentes de Herodes llevaran a cabo la matanza de niños en Belén. (Mt 2:1-16.) Como la profecía original de Edén había predicho enemistad entre la “descendencia” prometida y la ‘descendencia de la serpiente’, este atentado contra la vida de Jesús solo podía significar que el Adversario de Dios, Satanás el Diablo, estaba tratando, aunque sin éxito, de frustrar el propósito de Jehová. (Gé 3:15.)

      Después que Jesús, ya bautizado, pasó unos cuarenta días en el desierto de Judá, el principal oponente de la soberanía de Jehová se enfrentó a él. Ese adversario celestial le presentó argumentos sutiles con el propósito de inducirlo a cometer actos que violaran la voluntad y la palabra expresada de Jehová. Satanás incluso le ofreció al ungido Jesús el dominio sobre todos los reinos de la Tierra sin necesidad de luchar ni de sufrir, a cambio de que le rindiese un acto de adoración. Una vez que Jesús se negó y reconoció que Jehová era el único Soberano verdadero, de quien procede con todo derecho la autoridad y a quien debe dirigirse la adoración, el adversario de Dios adoptó otras tácticas, otra “estrategia de guerra” contra el Representante de Jehová, valiéndose en diversas ocasiones de agentes humanos, como ya había hecho mucho tiempo antes en el caso de Job. (Job 1:8-18; Mt 4:1-11; Lu 4:1-13; compárense con Rev 13:1, 2.)

      ¿En qué sentido estaba el Reino ‘en medio’ de aquellos a quienes Jesús predicó?

      Con confianza en que Jehová tenía el poder de protegerle y de concederle éxito, Jesús emprendió su ministerio público, anunciando al pueblo que estaba en pacto con Jehová que ‘el tiempo señalado se había cumplido’, lo que significaba que el reino de Dios estaba cerca. (Mr 1:14, 15.) Para determinar en qué sentido estaba ‘cerca’ el Reino, pueden examinarse las palabras que dirigió a ciertos fariseos: “El reino de Dios está en medio de ustedes”. (Lu 17:21.) Algunos comentaristas citan frecuentemente este versículo como un ejemplo del ‘misticismo’ o ‘introversión’ de Jesús. Esta interpretación se basa principalmente en la expresión “dentro de vosotros”, que es como traducen un buen número de versiones la última parte de esta cita (AFEBE, Enz, Leal, NBE, Rule, Scío y otras). Sin embargo, muchas otras difieren. Por ejemplo, Torres Amat lee: “Ya el reino de Dios, o el Mesías, está en medio de vosotros”. Cantera-Iglesias dice: “El reino de Dios está entre vosotros”, y en una nota comenta: “ENTRE VOSOTROS (no ‘dentro de vosotros’, ‘en vuestro interior’): en la persona de Jesús, presente entre los fariseos”. Asimismo, Straubinger traduce “ya está [...] en medio de vosotros”, y en una nota comenta: “El sentido no puede ser que el reino está dentro de sus almas, pues Jesús está hablando con los fariseos”. (Véanse también las notas de Besson, BJ, NTI y Petite.) Como “reino [ba·si·léi·a]” puede significar “dignidad real”, es evidente que Jesús se refería a que él, el representante real de Dios, el ungido por Dios para ejercer la gobernación real, estaba en medio de ellos. No solo estaba presente en calidad de futuro rey del Reino, sino que también tenía autoridad para realizar obras que manifestaban el poder regio de Dios y preparar a quienes iban a ocupar puestos en su venidero gobierno del Reino. A eso se refería la ‘proximidad’ del Reino; era un tiempo en el que se daban unas circunstancias muy especiales.

      Un gobierno con poder y autoridad. Los discípulos de Jesús entendieron que el Reino era un verdadero gobierno de Dios, aunque no comprendieron el alcance de su dominio. Natanael le dijo a Jesús: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”. (Jn 1:49.) Ellos conocían lo que la profecía de Daniel decía en cuanto a “los santos”. (Da 7:18, 27.) Jesús prometió claramente a sus apóstoles que ocuparían “tronos”. (Mt 19:28.) Santiago y Juan buscaron ciertas posiciones privilegiadas en el gobierno mesiánico, y Jesús reconoció que las habría, si bien dijo que el asignarlas dependía de su Padre, el Gobernante Soberano. (Mt 20:20-23; Mr 10:35-40.) Por tanto, aunque sus discípulos creyeron erróneamente que la gobernación regia del Mesías se circunscribía a la Tierra —y específicamente al Israel carnal— e incluso lo manifestaron así el día de la ascensión del resucitado Jesús (Hch 1:6), entendieron correctamente que se trataba de un verdadero gobierno. (Compárese con Mt 21:5; Mr 11:7-10.)

      El Representante real de Jehová demostró visiblemente de muchas maneras el poder regio de Dios sobre su creación terrestre. Por medio del espíritu o fuerza activa de Dios, su Hijo controló el viento y el mar, la vegetación, los peces y hasta los elementos orgánicos del alimento, como cuando lo multiplicó. Estas obras poderosas hicieron que sus discípulos llegaran a tener un profundo respeto por su autoridad. (Mt 14:23-33; Mr 4:36-41; 11:12-14, 20-23; Lu 5:4-11; Jn 6:5-15.) Aún causaba una impresión más profunda su manera de ejercer el poder de Dios sobre los cuerpos humanos, al sanar afecciones como la ceguera y la lepra y devolver la vida a los muertos. (Mt 9:35; 20:30-34; Lu 5:12, 13; 7:11-17; Jn 11:39-47.) Jesús dijo a algunos leprosos sanados que se presentaran a los sacerdotes, quienes generalmente no creían a pesar de su autorización divina, “para testimonio a ellos”. (Lu 5:14; 17:14.) Por último, mostró el poder de Dios sobre los espíritus sobrehumanos. Los demonios reconocían la autoridad conferida a Jesús, y en lugar de exponerse a una prueba decisiva del poder que le respaldaba, acataban sus órdenes de dejar libres a los posesos. (Mt 8:28-32; 9:32, 33; compárese con Snt 2:19.) Como este poder para expulsar demonios procedía del espíritu de Dios, se podía decir que el reino de Dios realmente había “alcanzado” a sus oyentes. (Mt 12:25-29; compárese con Lu 9:42, 43.)

      Todo esto era prueba sólida de que Jesús tenía autoridad real y de que esta no procedía de ninguna fuente política humana. (Compárese con Jn 18:36; Isa 9:6, 7.) A unos mensajeros enviados por Juan el Bautista —preso por aquel entonces— que habían sido testigos de las obras poderosas de Jesús, este les mandó volver a Juan y decirle lo que habían visto y oído como confirmación de que Jesús era realmente “Aquel Que Viene”. (Mt 11:2-6; Lu 7:18-23; compárense con Jn 5:36.) Los discípulos de Jesús estaban viendo y oyendo la prueba de la autoridad de Reino que los profetas habían anhelado presenciar. (Mt 13:16, 17.) Además, Jesús podía delegar autoridad a sus discípulos para que tuvieran poderes similares como sus representantes nombrados, y de este modo daba fuerza y peso a su proclamación: “El reino de los cielos se ha acercado”. (Mt 10:1, 7, 8; Lu 4:36; 10:8-12, 17.)

  • Reino de Dios
    Perspicacia para comprender las Escrituras, volumen 2
    • ‘El reino del Hijo de su amor.’ Diez días después de la ascensión de Jesús a los cielos, en el Pentecostés del año 33 E.C., sus discípulos tuvieron prueba de que había sido “ensalzado a la diestra de Dios” cuando derramó espíritu santo sobre ellos. (Hch 1:8, 9; 2:1-4, 29-33.) De esta manera entró en vigor el “nuevo pacto”, y ellos se convirtieron en el núcleo de una nueva “nación santa”, el Israel espiritual. (Heb 12:22-24; 1Pe 2:9, 10; Gál 6:16.)

      Entonces Cristo estaba sentado a la diestra del Padre y era el Cabeza de la congregación. (Ef 5:23; Heb 1:3; Flp 2:9-11.) Las Escrituras muestran que a partir del Pentecostés del año 33 E.C. se estableció un reino espiritual sobre los discípulos. Cuando el apóstol Pablo escribió a los cristianos colosenses del primer siglo, indicó que Jesucristo ya tenía un reino: “[Dios] nos libró de la autoridad de la oscuridad y nos transfirió al reino del Hijo de su amor”. (Col 1:13; compárese con Hch 17:6, 7.)

      El reino de Cristo que empezó en el Pentecostés de 33 E.C. es de carácter espiritual, al igual que el Israel sobre el que rige: los cristianos engendrados por el espíritu de Dios para ser Sus hijos. (Jn 3:3, 5, 6.) Cuando tales cristianos engendrados por espíritu reciben su recompensa espiritual, dejan de ser súbditos terrestres del reino espiritual de Cristo para pasar a ser reyes con Cristo en los cielos. (Rev 5:9, 10.)

      “El Reino de nuestro Señor y de su Cristo.” A finales del siglo I E.C., el apóstol Juan tuvo una revelación divina del tiempo futuro en el que Jehová Dios produciría una nueva forma de gobernación divina mediante su Hijo. En aquel tiempo, como cuando David llevó el Arca a Jerusalén, podría decirse que Jehová ‘había tomado su gran poder y había empezado a reinar’. Sería entonces cuando fuertes voces en el cielo proclamarían: “El reino del mundo sí llegó a ser el reino de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará para siempre jamás”. (Rev 11:15, 17; 1Cr 16:1, 31.)

      “Nuestro Señor”, el Señor Soberano Jehová, impone su autoridad sobre “el reino del mundo” produciendo una nueva expresión de su soberanía sobre la Tierra. Concede a su Hijo Jesucristo una participación subsidiaria en ese Reino, de modo que se le llama “el reino de nuestro Señor y de su Cristo”. Este reino es de proporciones y dimensiones mayores que “el reino del Hijo de su amor”, del que se habla en Colosenses 1:13. “El reino del Hijo de su amor” empezó en el Pentecostés del año 33 E.C. y ha gobernado sobre los discípulos ungidos de Cristo; “el reino de nuestro Señor y de su Cristo” se inicia al fin de “los tiempos señalados de las naciones” y gobierna sobre toda la humanidad en la Tierra. (Lu 21:24.)

      Después de recibir participación en “el reino del mundo”, Jesucristo toma las medidas necesarias para eliminar la oposición a la soberanía de Dios. La acción inicial tiene lugar en la región celestial; se derrota a Satanás y sus demonios y se les arroja al ámbito terrestre. Como resultado, se hace la siguiente proclamación: “Ahora han acontecido la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo”. (Rev 12:1-10.) Durante el corto período de tiempo que le queda, este principal adversario, Satanás, continúa cumpliendo la profecía de Génesis 3:15 al guerrear contra “los restantes” de la “descendencia” de la mujer, los “santos” que están en vías de gobernar con Cristo. (Rev 12:13-17; compárese con 13:4-7; Da 7:21-27.) No obstante, los “justos decretos” de Jehová se hacen manifiestos, y sus expresiones de juicio caen como plagas sobre sus opositores, lo que lleva a la destrucción de la mística Babilonia la Grande, la perseguidora principal de los siervos de Dios en la Tierra. (Rev 15:4; 16:1–19:6.)

      Después, “el reino de nuestro Señor y de su Cristo” envía sus ejércitos celestiales contra los gobernantes de todos los reinos terrestres y sus ejércitos para pelear la batalla de Armagedón, en la que estos últimos son destruidos. (Rev 16:14-16; 19:11-21.) Esta es la respuesta a la petición hecha a Dios: “Venga tu reino. Efectúese tu voluntad, como en el cielo, también sobre la tierra”. (Mt 6:10.) A continuación se abisma a Satanás y empieza un período de mil años en el que Cristo Jesús y sus asociados gobiernan como reyes y sacerdotes sobre los habitantes de la Tierra. (Rev 20:1, 6.)

      Cristo “entrega el reino”. El apóstol Pablo también describe la gobernación de Cristo durante su presencia. Después de resucitar a sus seguidores, Cristo procede a reducir “a nada todo gobierno y toda autoridad y poder” (lógicamente, todo gobierno, autoridad y poder en oposición a la voluntad soberana de Dios). Más tarde, al final del reino milenario, “entrega el reino a su Dios y Padre”, y se somete a “Aquel que le sujetó todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas para con todos”. (1Co 15:21-28.)

      Puesto que Jesucristo “entrega el reino a su Dios y Padre”, ¿en qué sentido es su reino “eterno”, como se repite una y otra vez en las Escrituras? (2Pe 1:11; Isa 9:7; Da 7:14; Lu 1:33; Rev 11:15.) Del siguiente modo: su Reino “nunca será reducido a ruinas”, sus logros serán perpetuos y él recibirá honra eterna por su papel de Rey Mesiánico. (Da 2:44.)

      Durante el reinado milenario, el gobierno de Cristo sobre la Tierra desempeñará un papel sacerdotal a favor de la humanidad obediente. (Rev 5:9, 10; 20:6; 21:1-3.) De este modo terminará el dominio del pecado y la muerte como reyes sobre la humanidad obediente, ahora sujeta a su “ley”; la bondad inmerecida y la justicia serán las cualidades imperantes. (Ro 5:14, 17, 21.) Como los habitantes de la Tierra ya no estarán sujetos al pecado y la muerte, también terminará la necesidad de que Jesús rinda un servicio propiciatorio como “ayudante para con el Padre” por los pecados de los humanos imperfectos. (1Jn 2:1, 2.) La humanidad habrá recuperado la posición que tenía originalmente cuando el hombre perfecto Adán estaba en Edén. En aquel tiempo Adán no necesitaba a nadie entre él y Dios para hacer propiciación. De igual modo, al final del gobierno milenario los habitantes de la Tierra estarán en posición —de hecho, tendrán la obligación— de responder por su proceder ante Jehová Dios como Juez Supremo, sin recurrir a nadie como intermediario o ayudante legal. De ese modo Jehová, el Poder Soberano, pasa a ser “todas las cosas para con todos”. Esto significa que se habrá realizado en su totalidad el propósito de Dios de “reunir todas las cosas de nuevo en el Cristo, las cosas [que están] en los cielos y las cosas [que están] en la tierra”. (1Co 15:28; Ef 1:9, 10.)

      El gobierno milenario de Jesús habrá cumplido completamente su propósito. La Tierra, en un tiempo foco de rebelión, habrá sido restaurada a una posición plena, limpia e indiscutida en el dominio del Soberano Universal. No quedará ningún reino subsidiario entre Jehová y la humanidad obediente.

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