Lo que hice acerca de mi tumor cerebral
YO ESTABA sentado en una silla tranquilamente hablando de modo normal, cuando, según me dicen, de repente mi rostro quedó torcido, se puso al rojo vivo y gradualmente se fue apagando hasta ponerse azul grisáceo. Mi cuerpo se agarrotó rígidamente como si lo hubieran apretado con fajas de acero. Entonces me relajé y mis miembros comenzaron a temblar. En aproximadamente medio minuto mi rostro se puso blanco como la tiza. Mi respiración se detuvo, y yo parecía estar muerto.
Sin embargo, pronto, la respiración comenzó de nuevo. Me volvió el color y parecía estar en un sueño profundo. Cuando llegó el médico, estaba volviendo a recobrar los sentidos, pero sufría una agonía. Una convulsión —la primera en mi vida— había atacado. Mi dolor no era de la convulsión misma, sino de mis propias acciones violentas durante el ataque. ¡Me había dislocado y roto el brazo derecho y experimenté fracturas por compresión de la espina dorsal!
Este no iba a ser mi último encuentro con la extraña fuerza que súbitamente se apoderó de mi cuerpo. Después de tres semanas en el hospital salí con mi brazo roto mejorado, pero regresé a casa solo para sufrir otra convulsión. Fue menos grave que la primera, pero mi brazo lesionado se dañó de nuevo.
¿Qué estaba provocando esta alarmante pérdida del control corporal para que me atacara sin aviso? Para averiguarlo visité a un neurólogo, un especialista en los desórdenes del cerebro y del sistema nervioso.
En busca de la causa
Primero, un examen muy minucioso no reveló ninguna anormalidad significante física o mental. Siguiendo con la indagación, el neurólogo hizo un EEG (electroencefalograma). Aproximadamente veinte almohadillas conductoras de electricidad o electrodos colocados en partes elegidas de mi cráneo recogieron los impulsos eléctricos extremadamente minúsculos ahí, y un electroencefalógrafo los registró como ondas sobre un papel en movimiento. Normalmente, los impulsos suceden en una frecuencia constante y son idénticos a ambos lados de la cabeza. Pero las ondas excepcionalmente lentas, rápidas o abruptas pueden indicar que algo anda mal. La actividad eléctrica anormal en solo una zona por lo general significa que hay un mal en esa parte del cerebro.
¡Esta prueba reveló lo que el neurólogo estaba buscando! El gráfico que emergió de debajo del lápiz magnético indicaba actividad anormal en una parte de mi cerebro. No obstante, tendría que someterme a más exámenes para verificar esto, así es que tres semanas más tarde ingresé en un hospital de neurocirugía. Ahí pronto me hallé arrebatado en un remolino de exámenes y pruebas. Otras dos EEG confirmaron que la actividad anormal estaba en el lado derecho de mi cerebro. Esto significaba que el cerebro mismo tendría que ser inspeccionado en busca de indicios de la fuente de mis ataques misteriosos.
Primero, el médico inyectó un compuesto radiactivo en una vena al dorso de mi mano derecha. Después de unos pocos minutos, esta sustancia se estaba abriendo paso a través de una profusión de vasos sanguíneos en mi cerebro, y un artefacto emparentado con el contador Geiger comenzó a detectar la radiactividad, señalando su ubicación sobre una película. Las concentraciones anormales pueden indicar crecimientos nocivos. ¡Este procedimiento relativamente inocuo reveló una sombra ligera que probó que nos estábamos acercando al culpable!
Pero todavía se necesitaba otro examen para una identificación positiva. Éste, llamado un angiograma, tiene algunos peligros potenciales. Inyectaron una tintura especial en una de las dos grandes arterias de mi cuello que van al cerebro. Pronto las arterias de mi cerebro se llenaron, haciéndolas destacarse claramente en las radiografías. Pero la tintura también puede tener el efecto de causar alucinaciones y posiblemente ceguera momentánea. En mi caso el efecto posterior fue un pésimo sentimiento de angustia que para mí fue la peor parte de toda la serie de pruebas. Tuve que permanecer en cama por tres días para recuperarme.
Otra prueba peligrosa, llamada encefalograma de aire, requiere extraer parte del fluido que constantemente baña el cerebro y reemplazarlo por aire. El aire actúa como un medio de contraste para que se destaque claramente la forma del cerebro en las radiografías. Así se puede notar cualquier distorsión de la forma normal del cerebro.
Pero en mi caso esta prueba no fue necesaria porque el angiograma reveló todo. Indicó claramente un tumor precisamente debajo de la superficie de mi cerebro, y hasta indicó su tamaño. ¡El intruso estaba expuesto! Me sentí atónito y horrorizado al saber que en mi cabeza había un crecimiento mortífero... probablemente creciendo cada día.
Aunque por meses había sabido que algo andaba seriamente mal, lo último que hubiera sospechado era un tumor cerebral. ¡Si jamás había tenido ni siquiera un dolor de cabeza en mi vida! Pero más tarde supe que los tumores se manifiestan de diferentes modos, según su clase y ubicación. Para entender lo que me había pasado, tuve que aprender algo acerca del cerebro mismo.
Un instrumento maravilloso
Hay casi un kilo y medio de sustancia gris en nuestra cabeza y contiene unos diez mil millones de células nerviosas llamadas neuronas... ¡una cantidad que es dos veces y media mayor que la población actual de la Tierra! Varios grupos de neuronas controlan diferentes tareas corporales. Cuando movemos los brazos, manos, piernas o pies, por ejemplo, la orden proviene del “grupo motor” de neuronas. Otros grupos de neuronas controlan la vista, el habla, el razonamiento y así por el estilo. El modo en que funciona es maravilloso.
Cada neurona opera por medio de disparar una diminuta carga eléctrica a otra neurona preseleccionada, la cual, a su vez, envía su propio impulso a otras. Esto se puede comparar a usar su teléfono para escoger otro teléfono entre los muchos millones y rápidamente hacer la conexión a través de muchas líneas y relevadores. Pero las neuronas no hacen conexiones entre millones, sino entre miles de millones de otras neuronas, y lo hacen casi instantáneamente. ¡Un cálculo pone la actividad diaria de un cerebro a más de cien veces el total de todas las conexiones hechas por todas las centrales telefónicas del mundo en conjunto!
Las células del cerebro obviamente realizan mucho trabajo, y eso requiere combustible. De hecho, aunque nuestro cerebro se compone de solo aproximadamente 2 por ciento de nuestro peso, consume alrededor del 25 por ciento de todo el oxígeno que usa nuestro cuerpo —más que ninguna otra parte— y lo consume hasta al descansar. Para suministrar todo este oxígeno y otros nutrimentos, aproximadamente el 20 por ciento de toda la sangre que bombea nuestro corazón fluye a través de nuestro cerebro... ¡unos 1.420 litros cada día!
Pero aunque sabemos que grandes cantidades de energía se consumen para mantener en funcionamiento nuestra mente, todavía no se sabe exactamente cómo funciona el cerebro. Nadie sabe qué hace que estos miles de millones de neuronas produzcan pensamientos, emociones o sueños. Un especialista del cerebro comentó recientemente en la televisión inglesa que actualmente sabemos mucho de la Luna... los hombres hasta han estado allá y han regresado. Pero hubo un tiempo en que se pensaba que era una luz que brillaba a través de un agujero en el cielo. Eso, dijo, es aproximadamente el nivel actual de nuestro conocimiento del cerebro y su funcionamiento.
El tumor cerebral
Ahora supongamos que algo se entromete en este maravilloso mecanismo. ¿Qué sucede con su funcionamiento? Un intruso es un tumor cerebral, como el que yo tenía. Algunos tumores son cancerosos, o malignos, y pueden crecer muy rápidamente, causando la muerte en solo unos cuantos meses. Otros son de crecimiento más lento y pueden ser no malignos, o benignos. Pero también pueden producir la muerte, a menos que los traten.
¿Cómo se inician los tumores cerebrales? No se sabe con seguridad, aunque una clase, el tumor metastásico, brota de un cáncer en otra parte del cuerpo que despide unas cuantas células. La corriente sanguínea las lleva al cerebro, donde establecen una nueva colonia.
Ambas clases de tumores se componen de tejidos anormales que vorazmente se alimentan del suministro de sangre al cerebro. De hecho, ¡se ha sabido que su apetito por la sangre ha excedido al del cerebro mismo! A medida que crecen, destruyen o empujan a un lado y dañan a las neuronas circundantes en la lucha por el espacio, haciendo que el cerebro deje de funcionar normalmente debido a los tejidos dañados o a la presión aumentada.
Los dolores de cabeza, las náuseas y vómitos, los mareos, los cambios mentales y las convulsiones todos pueden ser síntomas de un tumor cerebral, pero ninguno de éstos prueba necesariamente que hay un tumor presente. Por ejemplo, por ninguna razón aparente, es posible que uno tenga un solo ataque de convulsiones en toda su vida.
Esos espasmos o ataques epilépticos ocurren cuando el cerebro tiene lo que se podría llamar una “tormenta eléctrica.” Un tumor u otra enfermedad puede hacer que grandes masas de células cerebrales se descarguen repetidamente al unísono, creando impulsos eléctricos mucho más fuertes que los normales. Según la zona afectada, éstos pueden causar súbitas contracciones de los músculos de manera que la víctima repentinamente pierde el conocimiento, experimenta abruptos movimientos del cuerpo y deja de respirar. Las lesiones o muertes a causa de esos ataques son raros a menos que persistan las descargas cerebrales de modo que la persona esté en un estado de ataque continuo, llamado status epilepticus.
Operar o no
Ahora tenía que tomar una decisión. ¿Debería hacer que sacaran al intruso? La primera operación para sacar un tumor cerebral en tiempos modernos se realizó en 1884. El paciente se puso bien al principio, pero murió como un mes más tarde de meningitis, una inflamación de las membranas protectoras que cubren el cerebro. Por algún tiempo después de esto, de las pocas operaciones que se realizaron, más de la mitad de los pacientes murieron y solo un diez por ciento de los que sobrevivieron se curaron completamente.
No fue sino hasta después de la primera guerra mundial que se efectuó la cirugía del cerebro con más frecuencia y más éxito, a medida que los cirujanos aprendían más acerca del cerebro y desarrollaban nuevas técnicas operatorias. Por supuesto, no todos los tumores son fácilmente operables. En algunos casos solo se puede sacar una porción del tumor con seguridad, y a menudo se favorece la terapia de radiación cuando los tumores malignos penetran profundamente dentro del cerebro.
Pero mi médico me aseguró que era casi seguro que mi tumor no era maligno, y que estaba situado en un lugar que más se prestaba a sacarlo con buen éxito y con buenas esperanzas para una completa recuperación. Él recomendó fuertemente la extirpación, pero me dejó la decisión a mí. Yo conocía a otros a quienes se les había confirmado que tenían tumores pero que, por temor, rehusaban someterse a la operación, pero yo ya estaba resuelto. Estaba determinado a operarme. Quería hacer todo lo posible para volver a una vida provechosa y normal más bien que experimentar una condición de salud gradualmente declinante, conduciendo a una muerte temprana.
Dos días más tarde el cirujano y su equipo, diez personas en total, me visitaron. Al discutir la operación propuesta, les advertí que debido a mis creencias religiosas basadas en la Biblia no quería que usaran sangre. Pocos días después el cirujano accedió a realizar la operación usando una alternativa a las transfusiones de sangre.
La operación y después
Durante la operación él cortó un trozo de mi cráneo de unos diez centímetros por seis por donde poder llegar a la zona donde estaba ubicado el tumor. Después de cortar un colgajo en la dura envoltura protectora del cerebro, o duramáter, quedó expuesto el cerebro subyacente y se extirpó el tumor sin complicaciones. Entonces se unió con costura la duramáter y se repuso el trozo del cráneo. Después de la operación tuve que estar solo dos días donde me dieran atención especial, y para el quinto día caminaba sin ayuda. Al día noveno tuve el placer de vestirme solo y ser llevado a casa por mi esposa.
Pero esto no concluyó mi experiencia completamente. Comprensiblemente el cerebro se opone a la intrusión del bisturí del cirujano. El cirujano no puede menos que destruir algunas neuronas y dañar otras cuando extirpa el tumor. Suceden hinchazones. Las neuronas dañadas necesitan tiempo para recobrarse. Se deja tejido cicatrizal. Las células cerebrales, a diferencia de otras, no se reemplazan cuando son destruidas; sin embargo, por algún proceso inexplicable pero maravilloso, pueden restablecer los circuitos en la zona de donde se extirpó el tumor. Esto requiere tiempo.
Aunque parecía que iba bien en camino a recuperarme, seis meses después de la operación sufrí otros tres ataques. Me enteré de que la recuperación total podría requerir hasta tres años, pero por lo menos me recuperaría. Mi capacidad para razonar quedó perfectamente incólume, y mi memoria siguió tan buena como lo había sido siempre.
Estoy muy agradecido al cirujano por su gran habilidad, y agradecido a los sinceros amigos que me visitaron durante mis estadías en el hospital. También, estoy agradecido de que puedo continuar manifestando mi aprecio al Creador quien dio a nuestros cuerpos esa maravillosa capacidad de recuperación. En realidad, mi aprecio por la vida misma ha aumentado. ¡Qué bueno es estar vivo!—Contribuido.
[Ilustración de la página 9]
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