Pachamanca... antigua olla de presión de los Andes
Por el corresponsal de “¡Despertad!” en el Perú
VIVIENDO a una altura de unos 3.250 metros, arriba en los Andes peruanos, la cocinera descubre que una de sus mejores amigas es su olla de presión. De veras, en esta atmósfera enrarecida, ¿de qué otra manera podría uno disfrutar de la pierna de una gallina excesivamente activa de un patio de granja o una tajada de una vaca que obviamente ha caminado demasiado en su vida? En esta altura el medio común para ablandar llevaría más tiempo del que quisiera esperar el ciudadano con hambre. De modo que la olla de presión es la respuesta.
Pero las ollas de presión son una innovación muy reciente, quizás piense usted. ¿Cómo se las arreglaron los indígenas de los altos Andes en los siglos pasados? Sin el uso de utensilios metálicos, desarrollaron su propio sistema especial de cocinar. Este, como se ha recordado y perpetuado a través de los siglos, se llama “pachamanca.”
Pachamanca combina dos palabras del lenguaje quechua de los incas... pacha, que significa “tierra,” y manca, que significa “olla.” Muy a propósito, también, porque la entera comida se cocina en un hoyo hecho en la tierra. Piedras de granito redondas y lisas se usan para forrar un hoyo de unos cuarenta y cinco centímetros; la parte superior se sella y el conjunto se parece mucho a una colmena de piedra. Se deja una abertura en un lado como boca de horno. A través de ésta se inserta combustible y arde un fuego por unas tres o cuatro horas hasta que el forro de piedras alcanza una temperatura elevada.
La temporada de pachamanca es la época de las lluvias, la época de las cosechas, que va de febrero a mayo, cuando el maíz está maduro y lechoso en el tallo, y todas las papas (patatas) y legumbres están disponibles para este deleite sabroso. Sí, nos habíamos enterado de la reputación de pachamanca, pero habíamos adoptado el punto de vista de ver y comer para creer. ¡Bueno, llegó el tiempo en que recibimos una invitación a una pachamanca poco después de llegar a Huancayo, el corazón de esta tradición culinaria!
Región de la pachamanca
El valle Mantaro en el cual está situado Huancayo es hermoso e histórico. Cuatrocientos cincuenta años atrás los gobernantes incas despachaban corredores, que se llamaban Chasquis, arriba por este mismo valle, para llevar mensajes y quizás artículos preciosos de ida y vuelta a las extensiones más septentrionales de su imperio en Quito, Ecuador. Afortunadamente, no tenemos que correr los treinta kilómetros a nuestro destino. Nuestro anfitrión ha suministrado hospitalariamente un camión de reparto con su chofer para hacer el viaje al campo.
Con una mano sudorosa agarrando la otra, nos preparamos para ver lo que sucede en el viaje hasta su esperada conclusión. Con una sacudida, lanzando piedras y polvo como uno de los toros locales, partimos aprisa. Los agradables alrededores de esta región del valle, verdes y llenos de rocío a causa de las lluvias tropicales, tienen mucho que atrae la vista y enciende la imaginación. En todo campo divisamos viviendas con techos de paja sobre soportes. Estos, se nos informa, son los dormitorios de los veladores que tienen que pasar la temporada de la cosecha en el campo para proteger las siembras de las depredaciones de los ladrones.
Las cercas de adobe han sido decoradas con una variedad de lemas políticos. A la orilla del camino los burros caminan trabajosamente, los hombres van encaramados en las caderas acojinadas de éstos y sus esposas van caminando atrás. A estas mujeres que trabajan con tesón a menudo se les ve llevando ovejas, cerdos, patos, gallinas, perros, así como bebés en la espalda, pero hoy están cargadas de abarrotes y corteza y ramas de eucalipto. Los árboles, plantados en hileras, pestañean con sus sombras mientras pasamos en medio de ellos velozmente. Y a corta distancia de ambos lados, elevándose abruptamente a más de 450 metros, con nubes de lluvia pendiendo sobre sus faldas, están los brazos salientes de la Cordillera.
Al acercarnos al fin del viaje, nos salimos de la carretera pavimentada y seguimos un camino vecinal. Saltando de nuestros asientos a intervalos regulares, avanzamos por esta vereda llena de baches hasta que nos vemos obligados a detenernos a la orilla de una corriente. Después de caminar a través de varias hectáreas de papas en botón de color púrpura, llegamos a la chacra o finca rústica pequeña de nuestro anfitrión.
Arreglos preliminares
Exactamente antes de entrar al patio pasamos adonde están las piedras en forma de colmena, en el proceso de ser calentadas para la comida. Habíamos oído que a veces se usa estiércol de animales como combustible, de modo que nos alegra ver ramas grandes y pequeñas de eucalipto alimentando el fuego. Habiendo terminado la bienvenida preliminar, y puesto que pasarán unas dos horas antes de comer, se nos invita a saborear un poco de sopa de pato y gelatina de fruta.
Además de la mesa, en el antepecho de la ventana notamos una jarra de un litro. Está llena de alcohol hasta tres cuartas partes y enroscada en el fondo se ve una culebra encurtida. Hemos visto esta misma mezcla antes, y por eso nos preguntamos si este “aguardiente” pronto se usará de nuevo para darle un masaje a una víctima de artritis, neuritis, lumbago o reumatismo, o quizás sea engullida como curación para la gripe.
Cuando nos las arreglamos para apartar la vista de esta escena fascinante comprendemos que hemos visitado un lugar lleno de actividad. Mujeres indígenas están machacando maíz maduro y de vez en cuando llenan una paila de la masa aguada. A esto se le agrega manteca, pasas, canela, cacahuates y azúcar. Esta mezcla se coloca en una hoja de maíz y se envuelve cuidadosamente. Nuestros amigos peruanos la llaman “humita”; nosotros pudiéramos llamarla tamal dulce. Se están preparando veintenas de éstos para la pachamanca.
Habiendo detenido nuestra hambre inmediata, nuestros anfitriones nos llevan afuera junto al fuego y nos acomodamos en sillas de mimbre. Venciendo su timidez, diferentes personas comienzan a interrogarnos acerca de muchas cosas: nuestro hogar anterior; nuestro menú norteamericano, etc. “¿Ha volado usted en avión? ¿Le dio miedo? ¿Cómo son los pieles rojas?” Estas solo son unas cuantas de las preguntas típicas.
Entretanto, los preparativos siguen aceleradamente. Varios hombres, usando una tabla grande cautelosamente, empujan la mayor parte de las piedras a un lado del hoyo. A las que quedan en el fondo se les quita la ceniza con un cepillo y luego las mujeres traen los diversos ingredientes de la pachamanca. Junto a las piedras se coloca una variedad de papas con cáscara. Luego viene una cazuela de barro que contiene conejillos de indias cubiertos de manteca, ajo, chile colorado en polvo y papas enteras peladas. Luego viene una capa de piedras calientes, y entonces encima de éstas se deposita carnero, cerdo y conejo. Más piedras calientes y luego las humitas o tamales de maíz. Finalmente, se forma una capa de alfalfa, habas y una hierba silvestre que se llama “mama-killa” (en quechua, “madre Luna”).
El montículo de alimento está casi completo ahora, pues esa mama-killa es la singular especie de esta comida especial. Se colocan costales encima para proteger el alimento de la tierra que entonces se echa con pala sobre la parte superior como sello de esta asombrosa olla de presión. No se permite que se escape ni una sola gota de vapor. Y mientras las piedras calentadas llevan a cabo su trabajo nos acomodamos para conversar amigablemente.
Comida y despedida
¿Cómo sabemos cuándo está lista para comerse la pachamanca? Bueno, aun los incas reales no tenían relojes de pulsera con los cuales medir el tiempo del proceso de cocinar, de modo que la cocinera simplemente tiene que conjeturar por experiencia o hacer un hoyo en el montículo a fin de medir el olor y así determinar si está lista la comida o no. Cuarenta y cinco minutos después de sellar la “olla terrestre” se saca con pala la tierra cuidadosamente, se quitan los costales y ¡ay, qué delicioso aroma!
Es hora de comer. El primer platillo (el primero tiene que ser el último, ¿sabe?) se compone de habas. Mientras las mordisqueamos están llenando nuestros platos de carnero, conejo, papas y tamales de maíz dulces. No hay cuchillos ni tenedores. Esta comida es una de la cual no podemos quedar sin dedos grasosos. Mientras masticamos enérgica y felizmente, no podemos evitar el notar la frente arrugada y los movimientos cautelosos de los que sacan el alimento del calor intenso de la estufa de piedra.
Finalmente, para deleite de estas personas sencillas de la sierra central, el cuy o conejillo de indias hace su debut. No se puede uno equivocar, porque en el plato está lo que parece un muslo de gallina, pero se proyecta de él un delgado bracito con cinco dedos encogidos en su extremidad. Cogemos nuestra porción y la mordemos. Nuestros dientes se hunden en la carne más tierna con sabor a pollo. ¡Qué deleitable bocado con el cual concluir esta comida singular! Y estamos experimentando la sensación de estar deleitablemente satisfechos.
El Sol, atisbando a través de nubes de lluvia, se está apresurando hacia su cita temprana en las colinas occidentales. Pronto se oscurecerá y tenemos que regresar a casa. Expresamos nuestra satisfacción a nuestros bondadosos anfitriones, y luego volvemos sobre nuestros pasos hasta el camión de reparto, meditando en la hospitalidad de estos indígenas sencillos. ¡Cuán amigables y afectuosos han sido para con nosotros los americanos del norte!
Los gobernantes incas que se cree que popularizaron, si es que no originaron, esta tradicional comida de olla de presión, desde hace mucho han desaparecido en la historia. Pero, ¡cuánto gusto nos da de que sus descendientes hayan transmitido el arte de la pachamanca de generación en generación! Habiendo disfrutado de una comida tan deliciosa, estamos deseosos de volver a hacerlo. Vale la pena repetirla. Después de todo, en el campo del buen comer, ¿qué podría ser más sencillo?