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  • Manteniendo la fe junto con mi esposo

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  • Manteniendo la fe junto con mi esposo
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1980
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1980
w80 15/5 págs. 12-15

Manteniendo la fe junto con mi esposo

Según lo relató Elsa Abt

MIENTRAS Harald estaba en Sachsenhausen, de vez en cuando le permitían escribir una carta de solo cinco líneas. En ésta estampaban lo siguiente: ‘Porque sigue siendo un testarudo Estudiante de la Biblia, se le ha negado el privilegio de mantener correspondencia normal.’ Aquellas palabras estampadas siempre eran un estímulo para mí, pues mostraban que mi esposo se mantenía firme en la fe.

Un día de mayo de 1942 regresé del trabajo y encontré que la gestapo me estaba esperando. Registraron la casa, y entonces me ordenaron que me pusiera el abrigo y los acompañara. Nuestra hijita, Jutta, se dirigió a uno de los hombres de la gestapo, un hombre extraordinariamente alto. Tirándole del pantalón, le dijo: “¡Por favor, dejen a mi mamita aquí!” Puesto que él no respondió, ella pasó al otro lado de las piernas y suplicó: “¡Por favor, dejen a mi mamita aquí!” Aquello perturbó al hombre, que dijo con severidad: “¡Saquen de aquí a esta niña! ¡Saquen también su cama y su ropa!” Dieron la niña a otra familia del edificio, sellaron la puerta de nuestro apartamento, y me llevaron a las oficinas centrales de la gestapo.

Allí vi a muchos otros Testigos que habían sido arrestados aquel día. Habíamos sido traicionados por una persona que había fingido ser Testigo y se había ganado nuestra confianza. Cuando la gestapo nos interrogó en cuanto a dónde estaba nuestra máquina de mimeografiar y en cuanto a quién llevaba la delantera en la predicación clandestina, fingí no saber nada. Entonces nos arrojaron en la prisión.

Nuestra fe firme frustró el propósito de la gestapo. En una ocasión, durante un interrogatorio, un funcionario se dirigió a mí con los puños cerrados. “¿Qué vamos a hacer con ustedes?” exclamó. “Si los arrestamos, a ustedes no les importa. Si los enviamos a prisión, no les importa en lo mínimo. Si los enviamos a los campos de concentración, no se preocupan. Cuando los sentenciamos a muerte, sencillamente siguen parados allí, indiferentes. ¿Qué vamos a hacer con ustedes?”

Después de seis meses en prisión, me enviaron, junto con otras 11 hermanas cristianas, a Auschwitz, el infame campo de exterminio.

DIFERENTES Y RESPETADOS

Primeramente nos llevaron a Birkenau, uno de los campos subsidiarios de Auschwitz. Cuando uno de los funcionarios de la SS se enteró de que estábamos allí porque éramos Estudiantes de la Biblia, dijo: “Si yo estuviera en el lugar de ustedes, firmaría el papel y me iría a casa.”

“Si yo hubiese querido firmar, lo podría haber hecho antes,” respondí.

“Pero morirá aquí,” advirtió él. Le dije: “Estoy preparada para ello.”

Más tarde nos tomaron fotografías, y tuvimos que llenar formularios y cuestionarios. Mientras esperaba en una fila que iba pasando por el centro médico, dos médicos, que también eran prisioneros, observaban a los que llegaban. Un médico había estado mucho más tiempo que el otro en el campo de concentración. Alcancé a oír al mayor decir al más joven: “Siempre se puede reconocer a los Estudiantes de la Biblia.”

“¿De veras?,” contestó el médico más joven, evidenciando incredulidad. “Bueno, entonces enséñeme quién es Estudiante de la Biblia en ese grupo.” En ese momento yo estaba justamente pasando por el lado de ellos en la fila, y ellos no podían ver mi triángulo violeta. Sin embargo, señalándome, el médico mayor dijo: “Esa es una Estudiante de la Biblia.” El más joven dio una vuelta, vio el triángulo que yo llevaba y exclamó: “¡Tiene razón! ¿Cómo lo sabía?”

“Bueno, esa gente luce diferente,” dijo él. “Sencillamente, se les puede diferenciar.”

Eso era cierto. Ciertamente los Testigos lucíamos diferentes. Caminábamos erguidos, no encorvados ni deprimidos. Nuestra mirada siempre estaba dirigida adelante; mirábamos a las demás personas franca y libremente. Estábamos allí como testigos del nombre de Jehová. Por aquella razón nuestro porte era diferente, y los demás se daban cuenta de ello.

Nosotras, las 12 hermanas, estuvimos en Birkenau solo unos cuantos días. Entonces nos llevaron a Auschwitz para trabajar en las casas de los oficiales de la SS. Solo querían a testigos de Jehová para aquel trabajo; temían dejar que otras personas trabajaran en sus hogares. Sabían que nosotras no trataríamos de envenenarlos; éramos honradas y no robaríamos ni trataríamos de escapar.

VIDA Y MUERTE EN AUSCHWITZ

Por algún tiempo todas vivimos dentro del campo de concentración, junto con otras prisioneras, en el sótano de una casa grande de ladrillo. Llegó el tiempo en que nos darían asignaciones de trabajo. “¿Dónde quieren trabajar?” nos preguntaron. Pero no contestamos. “¡Vaya! Ustedes son muy orgullosas,” dijo la supervisora.

“No, no somos orgullosas,” contestó mi amiga, “lo que sucede es que trabajaremos dondequiera que se nos ponga.” Y en todo momento aquella fue nuestra norma. No queríamos escoger nuestro lugar de trabajo, pues orábamos a Jehová que él nos dirigiera. Si se nos ponía en un lugar que resultaba difícil, entonces podíamos dirigirnos a él y pedirle: “Jehová, ayúdanos ahora, por favor.”

Mi asignación fue la de trabajar para un oficial de la SS que vivía fuera del campo. Mi trabajo consistía en limpiar la casa, ayudar a su esposa en la cocina, cuidar a la niña y hacer la compra en el pueblo... solo en las testigos de Jehová confiaban lo suficiente como para dejarlas salir del campo de concentración sin guardias. Desde luego, siempre vestíamos el uniforme a rayas de la prisión. Después de algún tiempo se nos permitió vivir donde trabajábamos, en vez de regresar al campo por la noche. Yo dormía en el sótano de la casa del oficial de la SS.

Pero en realidad no se nos consideraba como personas. Por ejemplo, cuando el oficial de la SS me llamaba a su oficina, yo tenía que detenerme a la entrada y decir: “La prisionera bajo custodia número 24.402 solicita permiso para entrar.” Y después de recibir sus instrucciones, se suponía que yo dijera: “La prisionera bajo custodia número 24.402 solicita marcharse.” Nunca usaban nuestros nombres.

Al igual que en otros campos, el alimento espiritual en forma de La Atalaya y otras publicaciones llegaba regularmente a Auschwitz. Yo hasta recibía cartas de Harald. He aquí cómo se estableció comunicación regular con los Testigos de fuera del campo:

Algunas de nuestro grupo, incluso mi amiga Gertrud Ott, fueron asignadas a trabajar en un hotel donde vivían las familias de los hombres de la SS. Un día Gertrud estaba lavando ventanas cuando dos señoras pasaron cerca de ella, y, sin mirar hacia arriba, una dijo: “Nosotras también somos testigos de Jehová.” Más tarde, cuando ellas regresaron, Gertrud les dijo: “Vayan al cuarto de baño.” Allí se reunieron y hablaron, y de allí en adelante hicieron arreglos para tener reuniones de la misma índole e introducir clandestinamente la inapreciable literatura bíblica y otras comunicaciones.

Agradecíamos a Jehová la guía y protección que nos daba durante aquellos años que pasamos en Auschwitz, especialmente puesto que sabíamos que estaban ocurriendo las cosas más horribles que uno pudiera imaginarse. ¡Estaban llegando cargamentos completos de judíos que eran enviados directamente a las cámaras de gas! En una ocasión tuve que servir de enfermera para una supervisora del campo que había trabajado en las cámaras de gas, y ella me dijo lo que estaba ocurriendo allí.

“Agrupan a la gente en un salón,” explicó ella, “y en la puerta de la próxima habitación hay un rótulo que dice: ‘Hacia el cuarto de baños.’ Se les ordena desvestirse. Se dirigen completamente desnudos hacia el ‘cuarto de baños.’ Se cierra la puerta tras ellos. Pero es gas, y no agua, lo que sale de las duchas.” Lo que ella había visto allí la había afectado emocionalmente a tal grado que había enfermado físicamente.

A OTROS CAMPOS Y A LA LIBERACIÓN

A principios de enero de 1945 Alemania sufrió derrota tras derrota en el frente oriental. En un esfuerzo por evacuar los campos de concentración, a muchos de nosotros los prisioneros nos trasladaron de un campo a otro. Después de haber marchado por dos noches y dos días hacia el campo de Gross-Rosen, algunas hermanas estaban demasiado exhaustas para continuar. ¡Qué alivio sentimos cuando a la tercera noche finalmente nos permitieron acostarnos, en proximidad debido a la falta de espacio, en un granero! El único alimento que teníamos para todo el viaje era el poco pan que habíamos podido traer con nosotras. Ninguna de nosotras pensaba que pudiese salir con vida de otro día de marcha. Pero entonces aconteció algo tan extraordinario que jamás lo olvidaré.

Al comenzar el viaje al día siguiente, nos vio un médico de la SS para quien yo había trabajado, y comenzó a dar voces: “¡Que salgan las Estudiantes de la Biblia! ¡Que salgan las Estudiantes de la Biblia!” Entonces me dijo: “Asegúrese de que las tengamos a todas.” Entonces nos llevaron, a 40 hermanas, a una estación, e hicieron arreglos para transportarnos en tren. Para nosotras aquello pareció un milagro.

Los trenes estaban atestados, y de algún modo tres de nosotras nos pasamos de la parada y llegamos a Breslau (en polaco: Wroclaw). Bajamos allí y se nos dijo cómo ir al campo. Cuando llegamos a la puerta, los guardas se echaron a reír a carcajadas y finalmente dijeron: “Solo testigos de Jehová vendrían aquí por su propia cuenta.” Pero nosotras sabíamos que si no hubiésemos regresado al campo hubiésemos ocasionado dificultades a nuestras hermanas.

Estuvimos en Gross-Rosen solo dos semanas, y entonces nos transportaron al campo de Mauthausen, cerca de Linz, en Austria. Allí las condiciones eran espantosas. Habían apiñado a demasiada gente en el lugar. El alimento escaseaba, y ni siquiera teníamos paja sobre la cual dormir; solo planchas de madera. Al poco tiempo nos tuvimos que mudar de nuevo, al campo de Bergen-Belsen, cerca de Hannover, Alemania. Una de nuestras hermanas murió en el camino. Debido a las pésimas condiciones de aquel campo, ahora murieron muchas hermanas que hasta entonces habían salido con vida de los viajes.

Alrededor de 25 hermanas de nuestro grupo fuimos transportadas a un campo más, a uno secreto, llamado Dora-Nordhausen. Este realmente había sido un campo para hombres solamente, pero poco tiempo antes los nazis habían llevado allí a algunas rameras. Sin embargo, el comandante del campo hizo claro a la supervisora que nosotras éramos de una clase diferente. En Dora-Nordhausen nos fue mejor. Un hermano trabajaba en la cocina de la prisión, y él se encargaba de que tuviéramos comida aceptable.

Para entonces el fin de la guerra estaba cerca. Se hicieron arreglos para transportarnos a un lugar cerca de Hamburgo. Para hacer el viaje me dieron una lata de carne y pan, pero los hombres no recibieron nada. Un hermano polaco estaba muy enfermo; así que le di mi ración de alimento. Más tarde él me dijo que aquello le había salvado la vida. En el camino, nos encontramos con los soldados americanos, y éstos nos libertaron. Los hombres de la SS se pusieron la ropa de ciudadano común que habían traído, escondieron las armas y se marcharon. ¡La guerra estaba terminando!

Cuando Harald y yo nos encontramos, aproximadamente un mes después, ¡qué extraordinaria fue la ocasión! Sencillamente nos abrazamos fuertemente por largo tiempo... pues habíamos experimentado cinco largos años de separación.

MÁS PRUEBAS Y BENDICIONES

Cuando regresamos al hogar, hallamos este mensaje en la puerta: “Jutta Abt vive aquí. Sus padres están en el campo de concentración.” ¡Qué bueno era estar en casa... y a salvo! En particular nos proporcionaba satisfacción el saber que habíamos sido fieles a Jehová.

Los años que pasé en los campos de concentración alemanes me enseñaron una lección sobresaliente. Esta es: ¡lo mucho que el espíritu de Jehová puede fortalecer al que le sirve cuando éste está bajo pruebas muy difíciles! Antes de que me arrestaran, había leído la carta de una hermana que decía que bajo pruebas severas el espíritu de Jehová infunde en la persona que le sirve un sentimiento de calma. Yo pensaba que ella tenía que estar exagerando un poco. Pero cuando yo misma experimenté las pruebas, supe que ella había dicho la verdad. Realmente sucede de ese modo. Es difícil concebirlo si no se ha tenido esa experiencia. Sin embargo, eso fue realmente lo que me sucedió. Jehová ayuda.

Lo que me ayudó a soportar el que se me separara de mi hija fue recordar las instrucciones de Jehová a Abrahán en el sentido de que sacrificara a su hijo. (Gén. 22:1-19) Jehová en realidad no quería que él matara a Isaac, pero quería ver la obediencia de Abrahán. Yo pensé que, en mi caso, Jehová no estaba pidiendo que sacrificara a mi hija; solamente que me separara de ella. Aquello no era nada en comparación con lo que se pidió de Abrahán. Jutta ha permanecido fiel a Jehová durante todos estos años, y por eso nos sentimos muy felices.

La fidelidad de mi esposo siempre ha sido una fuente de gozo y fortaleza para mí. Sencillamente tengo que amarlo y respetarlo por tal fidelidad a Jehová. Y, como consecuencia, se nos ha remunerado en gran manera.

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