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Vietnam... aguanté casi 30 años de guerra¡Despertad! 1985 | 22 de octubre
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Vietnam... aguanté casi 30 años de guerra
Según lo relató Nguyen Thi Huong
Era el 18 de septiembre de 1950 en Vietnam. El ejército de ocupación francés lanzó un ataque contra nuestras fuerzas de resistencia, compuestas de unos cien combatientes. Acabábamos de regresar de una batalla y nos habíamos detenido para descansar por unos días en el pueblecito de Hoa Binh.
NACÍ en enero de 1923 y me crié bajo la dominación francesa, la cual se había extendido por casi un siglo. Ahora estábamos listos para sacrificar nuestra vida por la liberación de nuestra madre patria. Nuestra guerra para independizarnos de la dominación francesa comenzó poco después que terminó la II Guerra Mundial en 1945. Esta guerra no tenía un frente ni un campo de batalla específico, sino que se peleaba por todas partes. Los combatientes se refugiaban en los hogares de los campesinos, donde recibían alimento, amor y atención.
Entonces, aviones de guerra volaron en círculos sobre la aldea donde nos hallábamos y la barrieron con fuego de ametralladora. Los habitantes del pueblo huyeron de sus casas, escapando hacia los arrozales. Otros se lanzaron al río o saltaron dentro de agujeros que los combatientes habían cavado. A medida que los aviones zumbaban y las balas silbaban, se sembró muerte por todas partes.
Cuando los aviones se fueron, lanchas cañoneras francesas comenzaron a circular por los ríos y a disparar hacia las riberas. Suministraban protección al ejército que venía a registrar las casas y a descubrir los escondites de los combatientes, que se hallaban por todas partes. Ráfagas de fuego de artillería que provenían de todas direcciones mataban a los aldeanos, quienes caían en los campos, en los canales, en los jardines; su sangre empapaba la tierra de su madre patria y abonaba los arrozales pisoteados por los ejércitos beligerantes.
Durante la noche, nuestros compañeros de combate cavaban hoyos a lo largo de la ribera. Se escondían en ellos y esperaban. Temprano por la mañana las lanchas enemigas comenzaban a patrullar, abrían fuego contra la ribera e iban acercándose cada vez más a la emboscada. De repente, ráfagas de fuego de todo tipo de armas derribaban a los soldados franceses en las lanchas. Las armas y municiones de estos eran confiscadas rápidamente. Entonces los combatientes huían de prisa por los jardines y entre las casas para escapar del cañoneo que de seguro seguiría. Nosotros los combatientes siempre huíamos ante nuestros enemigos, pero permanecíamos lo suficientemente cerca como para estar listos para matarlos, pues queríamos expulsarlos de nuestro país.
Una promesa a Dios
Después de seis días de estar jugando al escondite con el enemigo, a nuestro grupo de resistencia se le ordenó dispersarse. Mi esposo, sus dos hermanos y yo discutimos nuestra situación. Puesto que yo tenía cinco meses de embarazo, no podía ir al paso de los combatientes en su larga y peligrosa huida. Por lo tanto, decidimos escondernos por separado al día siguiente, y aquel que sobreviviera se haría cargo de los niños.
Aquella noche fue probablemente la más larga y la más espantosa de mi vida. Al amparo de la oscuridad, los habitantes de Hoa Binh regresaron a sus casas a recoger sus pertenencias, las cuales amontonaron en sus sampanes. Los ruidos de las aves y los cerdos se combinaban con el llanto de los niños. Observé que el convoy de sampanes se alejaba como una gran serpiente. Empujado por las rápidas corrientes, pronto desapareció. En el silencio amenazador, pensé en mis tres hijos, los cuales se hallaban lejos con sus abuelos. Puse la mano en el vientre y sentí palpitar la vida de la criatura que llevaba en las entrañas. No pude evitar estremecerme. El pensar en que la muerte parecía segura era como sentir un puñal desgarrando mi corazón.
Temprano en la mañana siguiente mi esposo salió y dijo que regresaría. Pero no regresó. El Sol ya había ascendido alto en el cielo, y las balas chocaban contra la pared de ladrillo de la casa donde nos hallábamos. Huimos hacia los arrozales cercanos, pero mis cuñados, por temor de ser capturados, me dejaron muy atrás. Las balas llovían alrededor mío, y temía lo que sería de mí si caía en las brutales manos de los soldados.
Grité: “¡Dios mío, ten piedad de mí!”. “¡Estoy encinta, y he perdido a mi esposo. Muéstrame cómo salir de este infierno!” Mientras oraba, lágrimas de amargura me bajaron por las mejillas. Cuando levanté la vista, noté que a lo lejos había una choza. Pedí en oración: “Oh, Dios mío, dame fuerzas para caminar, porque estoy exhausta”.
Hice un gran esfuerzo y logré llegar a la choza. Mientras estaba sentada en el suelo de la choza, crucé las manos sobre el pecho, incliné la cabeza, y le hice el siguiente juramento a Dios: “Ofrezco mi vida para servirte, oh Dios, si me ayudas a salir de este infierno y a volver a ver a mi esposo y a mis hijos”.
Liberación
Por la tarde, a medida que los disparos se hacían cada vez más regulares, hubo otras personas que se refugiaron en la choza. Ahora éramos siete. A lo lejos podíamos ver el humo que ascendía de las casas incendiadas. Los franceses estaban a poca distancia de nosotros.
Al atardecer, a medida que las bombas de los cañones caían cada vez más cerca y el fuego de ametralladora se hacía más intenso, los que se hallaban en la choza huyeron hacia los arrozales y se dispersaron en todas direcciones. Pero ¿qué vi entonces? A una persona que corría en dirección de la choza. A pesar de la lluvia de balas, me quedé allí parada tratando de identificar la silueta. ¡Era mi esposo! “¿Cómo puedo darte las gracias, Dios mío?”
Cuando mi esposo llegó donde yo estaba, le pregunté: “¿Por qué me abandonaste?”. Me respondió que había hallado a un hombre gravemente herido y había tenido que buscar un lugar donde esconderlo y cuidarlo. Oíamos el silbido de las balas chocando a nuestro alrededor, pero como estaba oscureciendo rápidamente, sabíamos que los franceses pronto cesarían su ataque.
La Luna alumbró nuestro camino mientras huíamos a través de los arrozales llenos de agua y lodo. A eso de las dos de la madrugada, llegamos al pueblo y vimos que habían saqueado y quemado las casas. Dos meses después de aquella serie de ataques, leímos en un informe: ‘De las más de cien mujeres y niñas que los franceses capturaron y retuvieron en sus lanchas cañoneras, más de veinte quedaron encinta’.
Dos años después los franceses mataron a mi esposo. Nuestra pequeña hija tenía en aquel entonces 20 meses de edad. Después de la muerte de mi esposo, me fui de Binh Phuoc, nuestro pueblo natal, y me establecí en la ciudad cercana de Vinhlong. Busqué trabajo para mantener a mis cuatro hijos, que estaban de nuevo conmigo; el mayor tenía nueve años de edad. Trabajé como maestra de escuela primaria. Poco después, en mayo de 1954, Vietnam logró independizarse de Francia.
No me olvidé
Siempre recordaba la deuda que tenía con Dios, y empecé a buscarlo. De niña tenía la costumbre de ir a una pagoda cerca de nuestro hogar. A mi hermana menor y a mí nos divertía mirar la gran panza de la imagen del Buda que se hallaba sentado allí. Se reía con la boca abierta de par en par. Muchas veces metí el dedo en la boca de la imagen y lo saqué justo a tiempo para oír a mi hermana decir: “¡Muerde!”.
Ahora regresé a aquella pagoda como criatura sufrida que tenía una deuda con Dios. Esperaba hallar algo más alto, más poderoso y más sagrado; algo que tal vez hubiera pasado por alto durante mi juventud. Allí los creyentes se inclinaban ante la imagen de Buda, y sacerdotes y sacerdotisas recitaban oraciones incomprensibles en tono monótono. Me sentía completamente frustrada. Pero regresé para hablar con una sacerdotisa, quien me habló acerca del budismo y de la vida de restricción que se lleva en la pagoda. No me sentí animada. Me dio a leer unos libros que tenían cierto matiz hindú que no entendí en absoluto.
El catolicismo, que los misioneros franceses introdujeron en Vietnam en el siglo XVII, era otra religión prominente en el país. Pero no me atraía en absoluto. El comportamiento repulsivo de los representantes de la iglesia, el que se inmiscuyeran en la política y su búsqueda de poder y riquezas me hicieron alejarme.
Durante las noches de desvelo, pedía a Dios que me mostrara el camino que debía seguir para conocerlo. Recordé las enseñanzas de mis padres sobre el Creador. Ellos tenían un altar en el patio frente a la casa como muestra del respeto y el temor que le tenían. Consistía en un poste sobre el que había un pedazo de madera que era lo suficientemente grande como para poner sobre él un tarro de arroz, uno de sal y un tazón para quemar incienso todas las tardes y todas las mañanas. Cada vez que tenían buen alimento, se lo ofrecían a él y le oraban para que lo aceptara.
Llamábamos Troi al Creador, que significa “el Más Poderoso”. Para amonestar a los niños desobedientes, la gente acostumbraba decirles, “Troi te va a matar”. No había ningún documento acerca del Creador, pero nosotros le temíamos y continuábamos haciendo el bien. Le orábamos por ayuda en tiempos de dificultad y le dábamos las gracias después de recibir ayuda. ¡De seguro, el Dios que yo buscaba debería ser el Creador! Pero ¿cómo podría hallarlo? ¿Cómo? ¿Cómo? Esta pregunta me obsesionaba. ¡Oh, me sentía tan culpable por no haber podido hallar al Dios verdadero para servirle y pagar mi deuda!
La guerra civil
Después que Vietnam se independizó de Francia, otra vez fue dividido nuestro país. Esto dio a las superpotencias otra oportunidad de intervenir de nuevo, y así comenzó una guerra entre el norte y el sur del país que duró unos 20 años, hasta abril de 1975. Con los adelantos en la tecnología respecto a la capacidad para guerrear de las superpotencias que intervenían, la destrucción fue más allá de toda comprensión humana.
Casi todos los días morían miles de soldados y civiles... en los arrozales, mientras trabajaban, en el mercado, en la escuela, mientras dormían. En los escondites, los niños estaban condenados a morir de inanición en los brazos de su madre. Murieron unos dos millones de combatientes vietnamitas, al igual que una cantidad innumerable de civiles. Si los cuerpos se hubieran amontonado, habrían alcanzado las cumbres de las montañas. Otros millones fueron heridos y mutilados. Unos diez millones de sudvietnamitas, o aproximadamente la mitad de la población, llegaron a ser refugiados debido a la guerra.
Mis hijos crecieron y fueron obligados a prestar servicio militar para guerrear contra sus hermanos del norte. Durante las noches de desvelo, cuando se podía escuchar el eco del rugir de los cañones tan lejos como en la ciudad, mi corazón se afligía y yo oraba por la paz de mi país y por la protección de mis hijos.
En 1974, cuando la guerra se acercaba a su fin, uno de mis hijos y unos cien compañeros de tropa fueron rodeados y obligados a vivir bajo tierra por tres meses. Solo cinco de ellos sobrevivieron, incluyendo a mi hijo. Después de servir durante cinco años como combatientes, mis tres hijos regresaron vivos y en buenas condiciones. Mi hija también sobrevivió a los combates. Cuando la guerra terminó, los comunistas del norte habían obtenido una victoria total sobre el sur.
Bajo un régimen comunista
Entonces vino la venganza de los comunistas en contra de los que sirvieron al gobierno del sur. Estos, de acuerdo con los comunistas, eran responsables por los casi 20 años de guerra entre el norte y el sur. Un millón de personas fueron puestas en prisiones. Estas prisiones fueron construidas en los bosques por los mismos prisioneros, a quienes se sometía a los tratos más crueles. Muchos murieron por falta de alimento y medicamentos, y especialmente por el trabajo excesivo. Se les daba solo una pequeña ración de arroz a la semana, con un pedacito de carne. Y el trabajo que se les asignaba era más del que podían efectuar.
Si no habían completado el trabajo que se les asignaba, los prisioneros tenían que quedarse hasta que lo terminaran. A veces sus áreas de trabajo estaban a unos ocho kilómetros (5 millas) del campamento. De modo que era muy tarde cuando regresaban. Dormían solo por unas cuantas horas y luego tenían que volver a trabajar el día siguiente. A medida que pasaba el tiempo, la salud de ellos empeoraba y muchos morían. Muchos otros se suicidaron. Mis hijos experimentaron las mismas penalidades.
Puesto que el gobierno comunista no podía satisfacer las necesidades de un millón de prisioneros, so pretexto de humanitarismo, se permitió que los parientes visitaran a los prisioneros una vez al mes y que les llevaran alimento. Nosotros, los padres, las esposas, y los hijos de los prisioneros, hacíamos lo que el gobierno comunista esperaba que hiciéramos, darle las gracias por permitir que alimentáramos a nuestros parientes encarcelados y así prolongarles la vida. Con un millón de hombres en prisión, unos cinco millones de personas fueron afectadas directamente.
Renuncié a mi trabajo para cuidar de mis hijos, y mi hija me ayudaba. A los muchachos se les transfería constantemente de un campamento a otro... cada vez más lejos. De manera que por todo medio de transportación —a pie, en automóvil, en sampán— todos los meses yo llevaba al campamento unos 15 kilogramos (33 libras) de comida seca. Muchas veces tuve que caminar por el lodo o por carreteras resbalosas para llevar el alimento.
Cuando llegaba al campamento, podía ver a mis hijos por tan solo dos horas. No hablábamos mucho. Apenas podíamos hablar debido a la aflicción que nos embargaba. Teníamos que contener las lágrimas. La mala apariencia física de ellos reflejaba las penalidades que estaban sufriendo. A pesar de nuestros esfuerzos, siempre estaban hambrientos, pues compartían su alimento con aquellos cuyos parientes habían muerto, habían huido del país o eran demasiado pobres para traerles algo de comer.
Por más de 30 meses llevé alimento a mis hijos, y muchas otras personas hicieron lo mismo por los suyos. Nos parecíamos a una gran muchedumbre de mendigos con ropa sucia, grandes cestas en las manos y sombreros grandes hechos de hojas de palma que casi nos cubrían la cara. Bajo el calor y la lluvia, esperábamos en estaciones de autobús y paradas de botes. Vendí todas mis posesiones, incluso nuestra propiedad, para poder comprar alimento. En la pobreza extrema, clamé a Dios para que salvara a mis hijos de aquel infierno. Finalmente, después de casi tres años, fueron puestos en libertad.
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El precio de la libertad¡Despertad! 1985 | 22 de octubre
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El precio de la libertad
AUNQUE mis hijos habían quedado en libertad del campo de concentración, todavía eran prisioneros dentro de los límites de la aldea. No teníamos futuro en Vietnam. Por eso, después de unos meses, en mayo de 1978, dos de mis hijos, mi hija y yo escapamos. Puesto que nuestro hogar quedaba bastante alejado del mar, cruzamos el río en una embarcación pequeña, temerosos durante todo el trayecto de que una patrulla comunista nos detuviera y fuéramos encarcelados.
Finalmente, de noche nos hicimos mar adentro —éramos 53, y la mayoría consistía en mujeres y niños— todos nosotros en una embarcación pequeña y atestada, construida para navegar en ríos. Tenía motor, pero la dirigían por medio de un timón. Íbamos hacia el sur rumbo a Malaysia, a más de 640 kilómetros (400 millas) de distancia. Una brisa suave ondulaba la superficie del mar y nos refrescaba, mientras la Luna llena, en todo su esplendor, alumbraba nuestra ruta. Rebosando de alegría por haber logrado escapar, nos pusimos a cantar.
Durante los siguientes dos días, el mar estuvo relativamente tranquilo, y avanzamos a buen paso. El tercer día fue el más hermoso, pues el mar estaba perfectamente tranquilo, como un espejo gigantesco. Echamos ancla, y pasamos un rato aseándonos en el mar. Pero nuestra actividad atrajo a una gran cantidad de tiburones, y, puesto que podían causar una avería a nuestra embarcación por ser esta muy pequeña, levamos ancla y partimos.
Esperábamos encontrar un barco extranjero en la ruta internacional y quizás ser invitados a subir a bordo, o por lo menos recibir comida y agua. Entonces, aproximadamente a las diez de la mañana, nuestros hombres divisaron un barco grande. El corazón nos comenzó a latir más rápidamente, pues esperábamos que se nos ayudara y, tal vez, se nos salvara. Pero, a medida que la embarcación se acercaba, nos dimos cuenta de que era lo que más habíamos temido... ¡un barco de piratas tailandeses! Habíamos oído acerca de cómo atacaban a los refugiados indefensos que huían de nuestro país y cómo violaban despiadadamente a las mujeres.
En manos de los piratas
Los piratas esperaron en la cubierta con cuchillos en la mano y con el rostro pintado para parecerse a diferentes animales grotescos. Aterrorizados, empujamos a las mujeres jóvenes en el compartimiento del frente de la embarcación y lo cerramos con barricadas justamente a tiempo. Los piratas saltaron a nuestra embarcación y, como un viento impetuoso, se apoderaron de todo lo que quisieron... cadenas de oro, brazaletes y aretes. Se apropiaron de nuestro equipaje y registraron nuestros bolsos en busca de oro y plata. Arrojaron al mar todo lo que no querían, incluso ropa, y la leche y harina para los niños. Entonces, tan súbitamente como llegaron se fueron, dejándonos pasmados.
El jefe de los piratas, hombre alto y corpulento, que no tenía ni un solo pelo en la cabeza, llevaba alrededor del cuello una cadena de la cual colgaba un cráneo que le llegaba hasta la cintura. Con el rostro hacia el cielo, se reía estrepitosamente, alegre de los resultados de su piratería. Entonces hizo una señal con la mano para que liberaran nuestra embarcación.
Seguimos nuestro trayecto, pero, después de solo aproximadamente una hora, una tormenta empezó a levantar enormes olas, las cuales eran más grandes que la embarcación misma. Estas nos lanzaban despiadadamente de un lado a otro. Dentro de poco casi todos se marearon y el interior del bote se llenó de vómito baboso. Al notar que mi sobrinita, a quien tenía en los brazos, había dejado de respirar, grité. Pero utilizando la resucitación de boca a boca, pude revivirla.
Después, la embarcación empezó a avanzar más suavemente. Mi hijo había cambiado de rumbo para que la embarcación navegara a favor del viento y las olas. ¡Pero aquel viraje nos hizo ir en dirección del barco de los piratas! Efectivamente, con el tiempo, lo avistamos. Al vernos, los piratas levaron anclas y vinieron hacia nosotros. Los aterrorizados pasajeros de nuestra embarcación vociferaron acusaciones contra mi hijo. Pero, como él explicó más tarde: “Aquella era la única manera de salvar la embarcación y a los pasajeros”.
Felizmente, los ojos del jefe de los piratas reflejaban ahora cierta compasión. Nos hizo señal de que nos acercáramos, y tiró una cuerda para que pudiéramos atar nuestra embarcación a su barco. Pero la tormenta era tan violenta que nuestros pasajeros ya no podían aguantar más. En ese momento, uno de los piratas pasó a nuestra pequeña embarcación y nos ofreció refugio. Así, uno por uno, se nos ayudó a los 53 pasajeros a pasar al barco pirata, que era mucho más grande que nuestro bote.
Caía la tarde y otra señora y yo preparamos una cena con el arroz y el pescado que los piratas nos habían dado. Después, me senté en un rincón con mi sobrinita en los brazos, la cual ya estaba sintiéndose mejor. La tormenta había disminuido, pero soplaba un viento frío, y lo único que yo tenía era un suéter, con el cual abrigué a mi sobrina. Yo temblaba de frío.
Uno de los hombres, a quien por respeto yo llamaba “pescador”, se mostró amigable conmigo. Dijo que, cuando me veía, yo le recordaba a su madre. Ella y yo éramos más o menos de la misma edad. Amaba a su madre y le entristecía que siempre estaba tan lejos de ella. Entonces me preguntó si tenía dónde pasar la noche y, sin esperar una respuesta, dijo que yo podía dormir arriba en la cubierta. Tomó en brazos a mi sobrina, y yo le seguí, pero me preocupaba el estar aislada de los demás, que estaban abajo. No olvidé que aquel hombre, aunque se mostraba amable conmigo, era realmente un pirata.
Desde arriba, nuestra embarcación se veía muy pequeñita en comparación con el barco. Suspiré. ¿Cómo podíamos recorrer más de 640 kilómetros (400 millas) de océano en aquella embarcación a no ser con la ayuda de Dios? Percibí nuestra insignificancia en comparación con la grandeza y la eternidad del universo. “¡Oh, Dios —oré—, si nos proporcionaste este barco para salvarnos de la tormenta, por favor, vuelve a protegernos del daño que puedan causarnos los piratas!”
El pirata me condujo a un compartimiento grande y me devolvió mi sobrinita. Pero yo temía estar a solas, y cuando él se fue, regresé abajo y llevé conmigo a otras siete personas para que se quedaran en el compartimiento conmigo. Durante la noche, me despertaron unos gritos y lamentos provenientes de abajo. Aterrorizada, desperté a los que estaban conmigo, y aunque solo eran aproximadamente las dos de la madrugada, decidimos bajar a investigar lo que había sucedido.
Todos estaban despiertos. Algunas de las mujeres lloraban, y les temblaban los hombros por sus sollozos. Los hombres estaban reunidos en la parte de atrás, cerca de la cocina. Nos enteramos de que uno de los piratas había peleado con uno de los hombres y luego había violado a la esposa de este. Pedí permiso para preparar algo de alimento, y todos comimos un poco. Al amanecer, el jefe de los piratas nos dejó ir, y proseguimos hacia Malaysia.
En Malaysia
Cuando los representantes de nuestra embarcación fueron a tierra a pedir permiso para desembarcar, se lo negaron. Los oficiales nos amenazaron con echarnos a la prisión si desembarcábamos. Mientras tanto, los habitantes de la localidad que estaban en la playa se acercaron a examinarnos con curiosidad. Les asombraba saber que semejante embarcación hubiera podido cruzar el océano. Sabían quiénes éramos, pues había habido otros refugiados procedentes de Vietnam. Nos lanzamos al agua para quitarnos la suciedad de una semana, riéndonos y divirtiéndonos ante una creciente cantidad de espectadores.
De repente, un extranjero rubio de alta estatura nos llamó desde la playa y prometió enviarnos alimento, agua potable y medicinas. “Si los malayos no les permiten venir a tierra —gritó él—, destruyan la embarcación y naden hasta la orilla.” El extranjero cumplió su palabra, pues esa misma tarde llegó una pequeña embarcación con comida y agua potable, y también vino una enfermera que llevó a los enfermos al hospital y los trajo de vuelta aquella noche. ¡Qué alegría! ¡De seguro que no moriríamos de hambre!
Para que resultara imposible irnos, a escondidas dañamos el motor de nuestra embarcación. Después que las autoridades lo examinaron al día siguiente, dijeron que nos llevarían a un lugar donde se podía reparar. Nos remolcaron a un río que conduce a un enorme lago y nos dejaron allí. Pasaron tres días, y se nos agotó la comida... el extranjero no nos había hallado. De modo que, aunque el dueño de la embarcación quería salvarla para venderla, decidimos hundirla y nadar hasta la orilla.
¡Oh, qué calurosa fue la bienvenida de los habitantes! Habían estado observando nuestra embarcación, y cuando todos llegamos a salvo a la orilla, corrieron a nuestro encuentro llevándonos pan, galletas y arroz. Nos quedamos un día en el lugar adonde llegamos a tierra, y luego nos transfirieron a campamentos de refugiados. Allí nos enteramos de que el extranjero bondadoso que habíamos visto en la playa no era otro sino el alto comisario de los refugiados del sudeste de Asia.
Mis tres hijos y yo vivimos durante más de seis meses en los campamentos de refugiados de Malaysia, desprovistos de todo. Pero después pudimos emigrar a los Estados Unidos de América, donde vivimos actualmente. Pero ¿qué hay de la promesa que yo había hecho a Dios?
[Comentario en la página 21]
Un pirata peleó con uno de los hombres y violó a la esposa de este
[Fotografía en la página 21]
Escapamos en una embarcación como esta
[Reconocimiento]
Foto de la Marina de E.U.A.
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Cumplo con mi promesa a Dios¡Despertad! 1985 | 22 de octubre
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Cumplo con mi promesa a Dios
NUNCA olvidé la promesa que había hecho a Dios casi 30 años antes... que daría mi vida para servirle si él me ayudaba. Y me parecía que él me había ayudado muchas veces. ¡Qué culpable me sentía de no pagar mi deuda a Dios!
La vida en los Estados Unidos era tan diferente de la vida en Vietnam. ¡Qué bueno es poder disfrutar de la libertad... poder ir adonde uno quiera y cuando uno quiera! Sin embargo, me sentía completamente confundida por el modo de vivir materialista y su punto de vista científico. ¡Los valores morales parecían muy poco comunes! A diario los periódicos estaban llenos de informes acerca de terribles delitos... niños que habían matado a sus padres o viceversa, abortos, divorcios, y violencia en las calles. Todo esto me asustaba. ‘¿Por qué había tanta decadencia en un país tan favorecido con belleza y riqueza?’, me preguntaba.
Ahora viejas preguntas me atormentaban más que nunca antes: ¿Realmente fue Dios quien creó al hombre? ¿Realmente somos hijos de Dios? Si lo somos, ¿por qué es él tan indiferente para con nuestras faltas? ¿Por qué no castiga a los hombres ahora para impedir que sucedan cosas aún peores? ¿O está Dios esperando que el hombre se arrepienta de sus pecados? Y, respecto al hombre, si fue creado por Dios, ¿por qué no se parece a su Padre? ¿Por qué no procura hacer feliz a Este?
Basándome en mi propia experiencia, me sentía convencida de que Dios sí existía. No obstante, me preguntaba por qué había tantas ideas erróneas en cuanto a él. ¿No tiene él algunos hijos que lo comprendan, que lo amen, que lo hagan feliz por sus hechos de justicia? ¡Claro que los debe tener! Pero ¿dónde se les puede hallar, y cómo? ¿Cómo puedo yo llegar a conocerlos?
Esas preguntas me obsesionaban, y el no tener las respuestas a ellas me hacía muy infeliz. Entonces un día, en junio de 1981, mientras vivía en Pasadena, Texas, me visitó un señor de edad avanzada, acompañado de su nieto. Me hablaron de que Dios tiene un Reino, un gobierno verdadero, y que este traerá bendiciones a la Tierra. El señor entonces me preguntó si querría vivir para siempre en el Paraíso en la Tierra.
Mi respuesta fue: “No”. Mi gran deseo era conocer al Dios verdadero, y vivir para siempre en el Paraíso no me interesaba en aquel entonces. No obstante, el aire digno del señor y su nieto me infundió respeto y confianza, así que les pedí que entraran. Les relaté cómo creía yo haber experimentado la protección y el cuidado amoroso de Dios. “Estoy buscando al Dios que tiene estas cualidades sobresalientes —dije yo—. Si el Dios de ustedes realmente es Este, por favor muéstrenme cómo puedo llegar a conocerlo.”
Por casi una hora aquel señor de edad avanzada me leyó de la Biblia acerca del gran Dios, Jehová. Por ejemplo, me explicó cómo trató Jehová con su pueblo, los israelitas, y cómo mostró su amor e interés para con ellos. La semana siguiente el señor regresó con la publicación Mi libro de historias bíblicas. Lo abrió y me mostró la historia número 33, “Cruzando el mar Rojo”. Sin leerlo, solo al mirar la lámina, acerté lo que había sucedido... Dios había librado milagrosamente a su pueblo de las manos de los opresores.
Pensé para mis adentros: ‘Este realmente es el Dios a quien he estado buscando’. La semana siguiente comencé a estudiar regularmente la Biblia con los testigos de Jehová, y a medida que fui estudiando, hallé en la Biblia respuestas lógicas a todas mis preguntas. Sí, finalmente había hallado al Dios verdadero a quien debía servir para pagar mi deuda. Para demostrar que había dado mi vida a fin de servirle para siempre, me sometí a la inmersión en agua.
Ahora empleo mi tiempo ayudando a otros a aprender acerca de Jehová, sus razones para permitir la iniquidad hasta ahora, y los medios que él usará dentro de poco para eliminar los problemas de la Tierra. Por fin siento un verdadero sentido de paz y seguridad mientras sirvo a Jehová junto con su organización terrestre de mis amorosos hermanos y hermanas.
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