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    ¡Despertad! 1985 | 8 de julio
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  • Yo fui monja católica
    ¡Despertad! 1985 | 8 de julio
    • Yo fui monja católica

      ALLÁ en 1960, a bordo del barco turco que me llevaba de Haifa a Chipre, yo reflexionaba silenciosamente sobre los más de 30 años que había vivido en conventos. Aunque todavía estaba vestida de monja, tenía en mi poder una carta que me eximía de mis votos. En aquel momento tenía una sola idea en la mente: llegar a Beirut, Líbano, y conseguir empleo.

      Pero ¿por qué me había hecho monja? ¿Y por qué, después de tantos años, había renunciado a serlo?

      Me hago monja

      Poco después de la I Guerra Mundial, cuando era niña y vivía con mis padres adoptivos en el sudeste de Francia, un predicador protestante nos visitó. Notó el interés que yo tenía en todo lo que él decía y me dejó un pequeño ejemplar del “Nuevo Testamento”. Mi interés en la Biblia creció desde ese momento en adelante.

      Más tarde dije a algunos compañeros católicos que yo deseaba entender las Escrituras, pero ellos me dijeron que era un pecado mortal leer la Biblia. Razoné que, puesto que la Biblia era un secreto tan grande, solo a los que estaban en los conventos se les permitía estudiarla. Desde ese momento en adelante me resolví a ser monja.

      Tenía solo 21 años de edad cuando tomé el tren con rumbo a un convento en el sur de Francia, donde tenía una cita con la superiora de la Orden Misional Carmelita. El convento estaba en una colina cerca de Gignac, pueblecito situado a unos 25 kilómetros (15 millas) de la costa mediterránea. El edificio consistía en dos partes: Una era para las monjas y la otra se usaba como casa de convalecencia para señoritas.

      Pasé la primera noche en la casa de convalecencia... pero sin mi maleta. La joven que me recibió en la estación de ferrocarril no me la había devuelto. Al día siguiente, yo ya estaba deseosa de irme, puesto que no me gustaba el ambiente del convento. Cuando pedí mi maleta, se me dijo: “Su maleta está dentro del convento”. Dije para mí: ‘Si entro, siempre puedo volver a salir’. Pero no resultó ser tan sencillo.

      Cuando entré en la sección de la comunidad religiosa del convento, quedé sumamente impresionada por el edificio antiguo con sus pesadas puertas, adornadas con clavos de hierro, y sus techos altos. Poco después tuve una breve conversación con la superiora, pero no tuve el valor de decirle que quería irme.

      Después de una semana me aceptaron como candidata para admisión a la orden religiosa. Unos meses después tomé el velo blanco de novicia. No había aprendido mucho acerca de la Biblia, pero fui paciente, pues creía que tal conocimiento no era para nosotras las principiantes. Poco menos de un año después que ingresé en el convento, me enviaron a Marsella junto con otras dos monjas. De allí navegamos a El Cairo, Egipto, adonde llegamos en enero de 1931.

      Vida conventual en El Cairo

      Nuestro convento y la escuela contigua ocupaban un edificio bastante grande y moderno en el campo, a las afueras de El Cairo. Allá nos levantábamos todas las mañanas a las 4.45 e íbamos a la capilla, donde dedicábamos 45 minutos a la contemplación. Entonces, antes de la misa, nos permitían 15 minutos para que arregláramos nuestras celdas.

      Comíamos en completo silencio mientras escuchábamos una lectura de la “Vida de los Santos”. La primera que terminaba de comer relevaba a la lectora. A las monjas se les prohibía conversar unas con otras durante el día, excepto si tenían que hacer preguntas relacionadas con el trabajo, y aun entonces teníamos que ir a un lugar especial llamado el locutorio. El convento en sí era un establecimiento privado. Por ejemplo, cuando alguien ajeno al convento entraba durante el día, la monja que estaba de guardia tocaba una campanita para advertir a las demás monjas que no salieran de sus celdas.

      Los viernes, y también los miércoles durante la cuaresma, la lectura del Salmo 51 iba acompañada de una sesión de autodisciplina. Todas las monjas se reunían en un salón oscuro, y se requería que cada una se azotara con un látigo de tres tiras de cuero. En aquel entonces, yo creía que dicho sufrimiento era necesario para agradar a Dios. A veces me abstenía de beber por todo un día, lo cual no era fácil en un país tan cálido como Egipto, o me ponía un cinturón de una pulgada de ancho, incrustado con puntas metálicas.

      Al mismo tiempo, tenía muchas dudas con relación a ciertas enseñanzas fundamentales de la Iglesia Católica, como las de la transubstanciación y el bautismo de los infantes. Tampoco podía aceptar como mediadora a María. Nunca había hallado tales enseñanzas al leer la Biblia. Un día cierta monja me dijo: “Si rezas 25 rosarios, la Virgen te concederá cualquier favor”. Decidí intentarlo, y me puse a rezar mis 25 rosarios (casi 1.300 oraciones). Pero esta tentativa me dejó sintiéndome tan vacía como antes. Confirmó lo que yo había leído en los Evangelios sobre las instrucciones que Jesús dio a sus discípulos respecto a pedir al Padre todas las cosas ‘en su nombre’ para que las peticiones de ellos les fueran otorgadas. (Juan 16:24.)

      Completé mis tres años de noviciado, o aprendizaje, y ahora había llegado el tiempo de tomar los votos perpetuos. No quería comprometerme, pero ¿qué sería de mí si dejaba el convento, estando yo tan lejos de Francia? Finalmente firmé el acuerdo y fui a la capilla, donde prometí vivir en pobreza, castidad y obediencia el resto de mi vida. En lo profundo de mi ser razoné que siempre podría hallar la manera de quedar bien con Dios si alguna vez quebrantaba los votos. Sabía que el papa había concedido la dispensación a otras monjas.

      Hacia Palestina y Beirut

      En 1940 la II Guerra Mundial estaba en todo su apogeo, y los aviones alemanes bombardeaban El Cairo. En aquel tiempo fui transferida a un convento en Haifa, Palestina. Después de cruzar el canal de Suez, tomé un tren nocturno. De madrugada pude ver una magnífica salida de Sol en un oasis, lo cual era solo una vista por anticipado de los maravillosos paisajes que había de ver en Palestina. Me sentí excepcionalmente atraída a esta tierra, donde Jesús, sus discípulos y muchos otros siervos de Dios que se mencionan en la Biblia habían pasado su vida.

      El ejército británico había requisado el convento de Haifa para utilizarlo como cuartel general. Por lo tanto, fui enviada a Isfiya, pueblecito a unos 25 kilómetros (15 millas) de Haifa, en lo alto de la cordillera del

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