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  • Ayudemos a la juventud a enfrentarse al mundo actual
    ¡Despertad! 2007 | marzo
    • Es innegable que Internet y la telefonía móvil ofrecen múltiples beneficios. Sin embargo, a muchas personas, estos medios les han creado auténtica adicción. Así, a buen número de estudiantes “les parece inconcebible no usar el telefonito durante los minutos de descanso entre la clase de las diez y la de las once. A mi entender, casi les enferma no recibir estímulos; es como si dijeran: ‘No soporto el silencio’”, señala Donald Roberts, profesor universitario.

      Hay jóvenes que admiten a las claras que están enviciados, como Stephanie, de 16 años: “Estoy enganchada al celular y a la mensajería instantánea; es que así no pierdo el contacto con los amigos. Apenas llego a casa, me conecto, y a veces sigo en línea [...] hasta las tres de la mañana”. Todos los meses tiene un recibo de teléfono de entre 100 y 500 dólares. “A mis padres ya les debo más de 2.000 dólares por pasarme de los minutos contratados. Lo que ocurre es que estoy tan acostumbrada al celular que ya no puedo vivir sin él”, añade.

      Pero los problemas no son únicamente de dinero. Al realizar un estudio sobre la vida de familia, la antropóloga Elinor Ochs descubrió que, al regresar al hogar, el progenitor que trabaja fuera suele encontrarse con el siguiente panorama: el cónyuge y los hijos se hallan tan ensimismados con sus dispositivos electrónicos que en 2 de cada 3 ocasiones ni siquiera lo saludan, sino que continúan dale que dale con sus aparatitos. “También vimos cuánto cuesta penetrar en el universo de los hijos”, dice Ochs, quien agrega que durante el estudio algunos padres ni siquiera insisten, sino que prefieren retirarse y dejar a su prole absorta en sus cosas.

  • Ayudemos a la juventud a enfrentarse al mundo actual
    ¡Despertad! 2007 | marzo
    • [Ilustración y recuadro de la página 6]

      Historia de una chica y las redes sociales

      “La página electrónica de mi centro de estudios me permitía relacionarme con mis compañeros y profesores. Al principio le dedicaba una hora a la semana, pero en cuestión de nada ya me estaba conectando a diario. Era tanta mi adicción, que cuando no estaba en línea, no hacía otra cosa que pensar en Internet, sin poder concentrarme en nada más. No cumplía con las tareas escolares, no prestaba atención en las reuniones cristianas, y hasta tenía desatendidos a mis amigos de verdad. Mis padres terminaron descubriendo lo que me pasaba y fijando límites al uso de Internet. La verdad es que fue un golpe y me enojé una barbaridad. Pero ahora estoy supercontenta de que lo hicieran y he vuelto a la normalidad. ¡Ni loca querría caer otra vez en la adicción!”—Bianca.

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