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    • UN JOVEN REY CONQUISTA EL MUNDO

      HACE unos dos mil trescientos años, un general de algo más de 20 años de edad y rubios cabellos estaba de pie a la orilla del mar Mediterráneo. Tenía los ojos fijos en una ciudad enclavada en una isla, a poco menos de un kilómetro de la costa. Sus habitantes le habían negado la entrada, por lo que, encolerizado, se había determinado a conquistarla. ¿Su plan de ataque? Construir un terraplén hasta la isla y movilizar sus fuerzas contra la ciudad. Las obras del terraplén ya habían comenzado.

      Sin embargo, un mensaje del poderoso monarca del Imperio persa interrumpió al joven general. Ansioso por obtener la paz, el gobernante persa le hizo una oferta extraordinaria: 10.000 talentos de oro (el equivalente actual de más de 2.000.000.000 de dólares), la mano de una de sus hijas y el dominio de todo el sector occidental del Imperio persa. Todo ello a cambio de la familia del rey, a la que el general había capturado.

      El caudillo que se enfrentó a la disyuntiva de aceptar o rechazar la oferta fue Alejandro III de Macedonia. ¿Admitiría el canje? “Fue un momento trascendental para el mundo antiguo —afirma el historiador Ulrich Wilcken—. De hecho, las repercusiones de su decisión se dejarían sentir durante toda la Edad Media y hasta nuestros días, tanto en Oriente como en Occidente.” Pero antes de averiguar la respuesta de Alejandro, examinemos los acontecimientos que condujeron a ese momento crucial.

      LA FORJA DE UN CONQUISTADOR

      Alejandro nació en Pella (Macedonia), en 356 a.E.C. Su padre fue el rey Filipo II, y su madre, Olimpia, la cual enseñó a Alejandro que los reyes macedonios eran descendientes de Hércules, hijo del dios griego Zeus. Según Olimpia, su hijo tenía por antepasado a Aquiles, el héroe de la Ilíada, el poema de Homero. Condicionado por sus padres hacia un destino de conquistas y laureles propios de un rey, el joven Alejandro mostró poco interés en otros asuntos. Cuando le preguntaron si participaría en una carrera en los Juegos Olímpicos, replicó que lo haría, pero tan solo si tuviera a reyes por competidores. Su ambición era superar los logros de su padre y conquistar la gloria con sus propias hazañas.

      El filósofo griego Aristóteles se hizo cargo de la educación de Alejandro cuando este contaba 13 años de edad y le inculcó la afición por la filosofía, la medicina y la ciencia. El grado en que sus doctrinas filosóficas moldearon el pensamiento de Alejandro es incierto. “No es aventurado afirmar que hubo pocas cosas que ambos pudiesen ver desde el mismo ángulo —señaló Bertrand Russell, filósofo del siglo XX—. Las opiniones políticas de Aristóteles estaban basadas en la ciudad estado de los griegos, que ya se encontraba en proceso de desaparición.” La noción de la pequeña ciudad estado independiente no debió parecerle atractiva a un príncipe ambicioso que deseaba levantar un gran imperio centralizado. Tampoco el precepto aristotélico de convertir en esclavos a quienes no eran griegos, pues Alejandro concebía la idea de un imperio en el que floreciera la igualdad entre vencedores y vencidos.

      Sin embargo, sí es muy probable que Aristóteles le infundiera el interés por la lectura y el estudio. Alejandro fue un ávido lector durante toda su vida, y sentía una especial pasión por las obras de Homero. Según cuentan, se sabía de memoria cada uno de los 15.693 versos de la Ilíada.

      La educación que le impartió Aristóteles se vio truncada de repente, pues en 340 a.E.C., a la edad de 16 años, volvió a Pella para gobernar Macedonia en ausencia de su padre. El príncipe heredero se destacó de inmediato por sus hazañas militares. Para satisfacción de su padre, sofocó enérgicamente la sublevación de la tribu tracia de los medas, tomó al asalto su principal ciudad y puso a esta el nombre de Alejandrópolis en honor a sí mismo.

      SE LANZA A LA CONQUISTA

      Alejandro heredó el trono de Macedonia a los 20 años de edad, tras el asesinato de Filipo, en 336 a.E.C. En la primavera de 334 a.E.C. entró en Asia por el Helesponto (ahora el estrecho de los Dardanelos) y se lanzó a una campaña de conquistas con un ejército pequeño, pero eficiente, de 30.000 soldados de infantería y 5.000 de caballería, al que acompañaban ingenieros, topógrafos, arquitectos, científicos e historiadores.

      La primera victoria de Alejandro sobre los persas tuvo como escenario el río Gránico, en el extremo noroeste de Asia Menor (la actual Turquía). Aquel invierno conquistó la zona occidental de la península. La segunda batalla decisiva contra los persas tuvo lugar el otoño siguiente, en Isos, en el extremo sudeste de Asia Menor, donde el poderoso monarca persa Darío III salió al encuentro de Alejandro con un ejército de alrededor de medio millón de hombres. Darío, excesivamente confiado, llevó consigo a su madre, su esposa y otros miembros de su familia para que presenciaran lo que debía haber sido una victoria espectacular. Pero los persas no se esperaban el repentino y vehemente ataque de los macedonios. Las fuerzas de Alejandro aplastaron al ejército persa, y en su huida Darío abandonó a su familia en manos de su oponente.

      En vez de perseguir a los fugitivos persas, Alejandro se dirigió hacia el sur bordeando el Mediterráneo y conquistando las bases de la poderosa flota persa. La ciudad insular de Tiro, sin embargo, resistió el asalto. Decidido a conquistarla, Alejandro comenzó un asedio de siete meses, durante el cual le llegó la ya mencionada oferta de paz de Darío. Los términos de esta eran tan ventajosos que se dice que Parmenio, consejero de confianza de Alejandro, dijo: “Yo, si fuera Alejandro, aceptaría”. Pero el joven general respondió: “Yo también, si fuera Parmenio”. Alejandro no quiso negociar, prosiguió el asedio y, en julio del año 332 a.E.C., demolió a aquella orgullosa señora del mar.

      Tras perdonar a Jerusalén, que se rindió a él, siguió avanzando hacia el sur y conquistó Gaza. Egipto, cansado del dominio persa, lo acogió como su libertador. En Menfis, Alejandro ofreció sacrificios al toro Apis, lo que le granjeó las simpatías de los sacerdotes egipcios. Además, fundó la ciudad de Alejandría, que posteriormente rivalizaría con Atenas como foco cultural y que todavía lleva su nombre.

      A continuación, se volvió hacia el nordeste y atravesó Palestina en dirección al río Tigris. Su tercera batalla importante contra los persas se libró en el año 331 a.E.C., en Gaugamela, no muy lejos de las ruinas de Nínive, donde los 47.000 hombres de Alejandro se impusieron a un ejército persa reorganizado de al menos doscientos cincuenta mil soldados. Darío huyó, y más tarde sus propios hombres lo asesinaron.

      Eufórico con la victoria, Alejandro se volvió hacia el sur y tomó la capital de invierno de los persas, Babilonia, y luego las capitales de Susa y Persépolis, apoderándose del inmenso tesoro persa y quemando el gran palacio de Jerjes. Por último, una capital más, Ecbátana, cayó en su poder. El veloz conquistador subyugó a continuación el resto de los dominios persas y avanzó hacia el este hasta el mismo río Indo, en el actual Paquistán.

      Al otro lado del Indo, en la región limítrofe de la provincia persa de Taxila, Alejandro encontró un temible rival en el monarca indio Poros, contra quien sostuvo, en junio de 326 a.E.C., su cuarta y última batalla de importancia. El ejército de 35.000 soldados de Poros contaba con 200 elefantes que aterrorizaron a los caballos de los macedonios. Tras una lucha feroz y sangrienta, los efectivos de Alejandro prevalecieron. Poros se rindió y se convirtió en su aliado.

      Habían pasado más de ocho años desde que el ejército macedonio entrara en Asia, y los soldados acusaban el cansancio y la nostalgia. Extenuados por la encarnizada batalla contra Poros, querían volver a casa. Aunque reacio al principio, Alejandro acabó doblegándose a los deseos de sus hombres. Grecia ciertamente se había convertido en la potencia mundial, y las colonias que se establecieron en las tierras conquistadas favorecieron la propagación del idioma y la cultura griegos por todo el imperio.

      EL HOMBRE TRAS EL CAPARAZÓN

      El aglutinante que mantuvo unido al ejército macedonio a lo largo de los años de conquista fue la personalidad de Alejandro. Tras las batallas solía visitar a los heridos y examinar sus lesiones, elogiaba a los soldados por sus hazañas valerosas y los honraba con donaciones según sus logros. En cuanto a los caídos en combate, disponía un entierro espléndido para ellos, y los padres e hijos de los difuntos quedaban exentos de todo impuesto y servicio. Organizaba juegos y torneos para que los soldados se divirtieran después de las batallas, y en cierta ocasión hasta otorgó una licencia a los hombres recién casados para que pasaran el invierno en Macedonia con sus esposas. Ese tipo de gestos le ganaron el afecto y la admiración de sus soldados.

      Respecto al matrimonio de Alejandro con la princesa bactria Roxana, el biógrafo griego Plutarco escribió: “Fue una cuestión de amor [...], pero también le pareció que era un enlace que no desentonaba [con el] resto de sus proyectos previstos. En efecto, los bárbaros se entusiasmaron, porque esta boda estrechaba las relaciones, y llegaron a sentir vivo afecto por Alejandro, porque se había mostrado el hombre de mayor templanza en temas de amor y no había accedido a acercarse a Roxana, que fue la única mujer por quien quedó rendido de amor, antes de que se celebraran las bodas”.

      Alejandro también respetaba los matrimonios ajenos. Aunque la esposa de Darío fue su cautiva, se encargó de que se le dispensara un trato honorable. Así mismo, cuando oyó que dos soldados macedonios habían abusado de las esposas de unos extranjeros, ordenó que fueran ejecutados si se les declaraba culpables.

      Tal como Olimpia, su madre, Alejandro era muy religioso. Ofrecía sacrificios antes y después de las batallas y consultaba con sus adivinos el significado de ciertos agüeros. También visitó el oráculo del dios Amón, situado en Libia, y en Babilonia cumplió con las indicaciones de los caldeos en cuanto a ofrecer sacrificios, en particular al dios babilónico Bel (Marduk).

      Aunque comía con moderación, con el tiempo se dio a la bebida. Bajo los efectos del vino, hablaba sin cesar y alardeaba de sus hazañas. Uno de sus hechos más funestos fue el asesinato de su amigo Clito en un arrebato de cólera en plena borrachera. No obstante, se sintió tan culpable por ello que estuvo tres días en cama, sin comer ni beber, hasta que sus amigos lograron por fin convencerlo de que comiera.

      Andando el tiempo, las ansias de grandeza de Alejandro provocaron otros actos deplorables. Comenzó a prestar oído a denuncias falsas y a imponer los castigos más severos. Por ejemplo, cuando lo indujeron a creer que Filotas estaba implicado en un atentado contra su vida, mandó que tanto él como su padre, Parmenio, su antiguo consejero de confianza, fueran ejecutados.

      LA DERROTA DE ALEJANDRO

      Poco después de su regreso a Babilonia, Alejandro contrajo la malaria, de la que no se recuperó. El 13 de junio de 323 a.E.C., a la edad 32 años y 8 meses, sucumbió al más implacable de los enemigos, la muerte.

      Fue tal como ciertos sabios indios le dijeron una vez: “Rey Alejandro, cada hombre es dueño tan sólo del suelo que pisa. Tú eres un hombre como los demás, sólo que sientes un gran afán por todo tipo de novedades, y eres tan presuntuoso que has venido desde tu patria contra esta tierra procurando no pocos problemas y causándolos a los demás. El caso es que cuando, al cabo de muy poco tiempo, mueras, ocuparás sólo la tierra que basta para que tu cuerpo reciba sepultura”.

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    • [Mapa de la página 157]

      (Para ver el texto en su formato original, consulte la publicación)

      CONQUISTAS DE ALEJANDRO

      MACEDONIA

      Babilonia

      EGIPTO

      Río Indo

      [Ilustración de la página 153]

      Alejandro

      [Ilustración de la página 154]

      Aristóteles y su pupilo Alejandro

      [Ilustración a toda plana de la página 156]

      [Ilustración de la página 158]

      Medalla que, según se cree, representa a Alejandro Magno

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