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¿Qué es el arte?¡Despertad! 1995 | 8 de noviembre
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¿Qué es el arte?
POR EL CORRESPONSAL DE ¡DESPERTAD! EN ESPAÑA
¿CUÁL es la escena más hermosa que ha contemplado jamás? ¿Una puesta de sol tropical, unas montañas nevadas, un paisaje desértico en plena floración, un colorido bosque en toda su belleza otoñal?
Casi todos conservamos gratos recuerdos de algún momento especial en el que la belleza de la Tierra nos cautivó. Si las circunstancias nos lo permiten, nos gusta pasar las vacaciones en lugares paradisíacos, y tratamos de captar en fotografía las escenas más memorables.
La próxima vez que contemple este esplendor natural, trate de reflexionar. ¿Verdad que si todos los cuadros de una galería de arte fueran anónimos le daría la sensación de que allí falta algo? Si la calidad y la belleza de los cuadros de una exposición le impresionaran, ¿no querría saber quién fue el artista que los pintó? ¿Deberíamos entonces sentirnos satisfechos con solo contemplar las hermosas maravillas de la Tierra sin pensar en el Artista que las creó?
Cierto, hay quienes afirman que en la naturaleza no hay nada que pueda llamarse arte, que el arte requiere la habilidad creativa del hombre y la interpretación que este le dé. Pero esta definición de arte quizás es demasiado restringida. ¿Qué es exactamente el arte?
Qué es el arte
Aunque probablemente no existe una definición de arte que satisfaga a todo el mundo, la explicación que se recoge en el Webster’s Ninth New Collegiate Dictionary es tan válida como cualquier otra: “Ejercicio consciente de la habilidad y la imaginación creativa, particularmente en la producción de obras estéticas”. Según esta acepción, podemos decir que un artista debe tener habilidad e imaginación creativa. Al ejercer estas dos aptitudes, puede crear algo que resulte agradable o atractivo.
¿Es solo en las obras de arte humanas donde se percibe habilidad e imaginación, o también en la naturaleza que nos rodea?
Las majestuosas secuoyas de California, los extensos arrecifes coralíferos del Pacífico, las imponentes cataratas de las pluviselvas y las magníficas manadas de la sabana africana son, de muchas maneras, de mayor valor para la humanidad que la “Monna Lisa”. De ahí que la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) haya declarado el Parque Nacional Redwood (E.U.A.), famoso por sus secuoyas rojas, las Cataratas del Iguazú (entre Argentina y Brasil), la Gran Barrera de Arrecifes (Australia) y el Parque Nacional del Serengeti como parte del “Patrimonio mundial” de la humanidad.
Estos tesoros naturales figuran al lado de monumentos construidos por el hombre. Lo que se pretende es conservar todo aquello que tenga “valor excepcional universal”. La UNESCO sostiene que la belleza, sea la del Taj Mahal (India) o la del Gran Cañón (E.U.A.), merece protegerse por el bien de futuras generaciones.
Pero no hace falta visitar un parque nacional para observar habilidad creativa. Un ejemplo superlativo de dicha habilidad lo tenemos en el propio cuerpo humano. Los escultores de la antigua Grecia consideraban la figura humana como el arquetipo de la excelencia artística, y trataban de representarla con la mayor perfección posible. Con el conocimiento que tenemos hoy día sobre el funcionamiento del cuerpo humano, podemos apreciar aún más la consumada habilidad que se manifiesta en su creación y diseño.
¿Y qué puede decirse de la imaginación creativa? Observe la exquisita belleza de los dibujos que presenta la temblorosa cola desplegada del pavo real, los delicados pétalos de una rosa o los veloces movimientos de ballet que realiza un brillante colibrí. Desde luego, todo el talento artístico evidente en esos ejemplos merecía la calificación de arte aun antes de que alguien lo plasmara en un lienzo o una película. Un escritor de National Geographic, intrigado por los filamentos color azul lavanda de una flor de la familia de las tacáceas, preguntó a un joven científico para qué servían. La respuesta que recibió fue muy sencilla: “Ponen de manifiesto la imaginación de Dios”.
En la naturaleza abundan los ejemplos de habilidad e imaginación creativa, y estos han sido una constante fuente de inspiración para los artistas humanos. El famoso escultor francés Auguste Rodin dijo: “El artista es el confidente de la naturaleza. Las flores conversan con él mediante la graciosa curvatura de sus tallos y los armoniosos colores de sus pétalos”.
Algunos artistas reconocen abiertamente sus limitaciones cuando tratan de emular la belleza natural. “La verdadera obra de arte no es más que una sombra de la perfección divina”, confesó Miguel Ángel, uno de los artistas más grandes de todos los tiempos.
La belleza de la naturaleza puede conmover profundamente tanto a artistas como a científicos. En su libro La mente de Dios, Paul Davies, profesor de Física matemática, explica que, “es frecuente incluso que ateos convencidos tengan lo que se ha dado en llamar un sentido de reverencia hacia la naturaleza, una fascinación y un respeto por su profundidad, su belleza y sutileza, no muy lejano del sentimiento religioso”. ¿Qué debería enseñarnos todo esto?
El artista que hay detrás
Un estudiante de arte se informa acerca del artista para entender y apreciar su arte; reconoce que su obra es un reflejo de sí mismo. El arte que se manifiesta en la naturaleza también refleja la personalidad de su creador: el Dios Todopoderoso. “Las cualidades invisibles de él se ven claramente [...] por las cosas hechas”, expresó el apóstol Pablo. (Romanos 1:20.) Lo que es más, el Hacedor de la Tierra no es un personaje anónimo. Como Pablo dijo a los filósofos atenienses de su día, “[Dios] no está muy lejos de cada uno de nosotros”. (Hechos 17:27.)
Las obras de arte de la creación de Dios tienen una razón de ser, no son producto de la casualidad. Además de enriquecer nuestra vida, ponen de manifiesto la habilidad, imaginación y grandeza del Artista más grande, el Diseñador Universal, Jehová Dios. En el siguiente artículo veremos cómo pueden ayudarnos estas obras de arte a conocer mejor al Artista Supremo.
[Reconocimiento en la página 3]
Musei Capitolini (Roma)
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El artista menos reconocido de nuestros días¡Despertad! 1995 | 8 de noviembre
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El artista menos reconocido de nuestros días
“La naturaleza es el arte de Dios.”—Sir Thomas Browne, médico del siglo XVII.
LEONARDO DA VINCI, Rembrandt, Van Gogh..., millones de personas conocen estos nombres. Aunque quizás no haya visto nunca uno de sus cuadros originales, usted reconoce a estos hombres como grandes artistas. En cierto sentido, su arte los ha inmortalizado.
Plasmaron en lienzo una sonrisa enigmática, un retrato impresionante, un vislumbre de la belleza de la creación, y sus cuadros todavía conmueven a quienes los contemplan. Nos sentimos cautivados por lo mismo que les cautivó a ellos, aunque vivamos en otra época.
Tal vez no seamos ni artistas ni críticos de arte, pero sí podemos percibir la excelencia artística. Al igual que el artista cuya obra admiramos, nosotros también poseemos un sentido de la estética. Quizás demos por sentada nuestra sensibilidad al color, la forma, la composición y la luz; no obstante, estos valores forman parte de nuestra vida. ¿Verdad que nos gusta decorar nuestra casa con objetos o cuadros que sean gratos a la vista? Y, aunque los gustos varían, esta sensibilidad estética es un don que posee casi todo ser humano. Además, es un don que puede acercarnos más a nuestro Creador.
El don de apreciar la belleza
El sentido de la estética es uno de los muchos atributos que distinguen al hombre de los animales. La obra Summa Artis. Historia General del Arte señala que “el hombre podría definirse como el animal que tiene capacidad estética”. Como somos diferentes de los animales, vemos la creación desde otra perspectiva. ¿Aprecia acaso un perro la hermosura de una puesta de sol?
¿Quién nos hizo así? La Biblia dice que “Dios procedió a crear al hombre a su imagen, a la imagen de Dios lo creó”. (Génesis 1:27.) Eso no significa que nuestros primeros padres se pareciesen a Dios. Más bien, Dios les dio atributos que él mismo posee. Uno de estos es poder apreciar la belleza.
Todavía no se comprende a cabalidad el proceso que sigue el cerebro humano para percibir la belleza. En primer lugar, nuestros sentidos transmiten al cerebro información sobre los sonidos, olores, colores y formas de los objetos que atraen nuestra atención. Pero la belleza es mucho más que la suma de estos impulsos electroquímicos, que solo nos dicen lo que sucede a nuestro alrededor. Nosotros no vemos un árbol, una flor o un pájaro de la misma manera que los ve un animal. Aunque estos objetos tal vez no nos ofrezcan ningún beneficio práctico inmediato, de todos modos nos proporcionan placer. El cerebro nos permite percibir su valor estético.
La capacidad de apreciar la belleza aviva nuestras emociones y enriquece nuestra vida. María, quien vive en España, recuerda vívidamente una tarde de noviembre de hace varios años cuando, de pie a orillas de un lago apartado, contemplaba la puesta de sol. “Oleadas de grullas volaban hacia mí llamándose unas a otras —dice—. Miles de aves desfilaban sobre un cielo rojo encendido, formando bellos arabescos. Su migración anual de Rusia y Escandinavia las había traído a este descansadero español. La escena era tan hermosa que me hizo llorar.”
¿Por qué podemos apreciar la belleza?
Para muchas personas, el sentido de la estética indica claramente la existencia de un Creador amoroso que desea que su creación inteligente disfrute de Sus obras de arte. Resulta muy lógico, y a la vez satisfaciente, atribuir nuestro sentido de la estética a un Creador amoroso. La Biblia dice que “Dios es amor”, y la esencia del amor es compartir. (1 Juan 4:8; Hechos 20:35.) Jehová se deleita en compartir su arte creativo con nosotros. Si una obra maestra musical no se escuchase nunca o un cuadro magnífico nunca se viera, su belleza se perdería. Las obras de arte se crean para compartirlas y disfrutarlas; si nadie se beneficiara de ellas, resultarían nulas.
En efecto, Jehová creó cosas hermosas con un propósito: que otros las compartieran y disfrutaran. De hecho, el hogar de nuestros primeros padres era un extenso parque paradisíaco llamado Edén, palabra que significa “placer”. Dios no solo ha llenado la Tierra de sus obras de arte sino que ha dado a la humanidad la capacidad de percibir y apreciar el arte. ¡Y cuánta belleza podemos contemplar! Como expresó Paul Davies, ‘a uno se le antoja a veces como si la naturaleza “se desviviera” para producir un universo interesante y fructífero’. Encontramos el universo interesante y fructífero precisamente porque Jehová ‘se ha desvivido’ por crearnos con la capacidad de estudiarlo y disfrutarlo.
Por eso no sorprende que el reconocimiento de la belleza natural, y el deseo de emularla, sea común a todas las culturas, desde los artistas cavernícolas hasta los impresionistas. Hace miles de años, los habitantes del norte de España pintaron figuras de animales de gran realismo en la cueva de Altamira, provincia de Cantabria. Hace poco más de un siglo, los pintores impresionistas salieron de sus estudios para pintar al aire libre, tratando de captar los destellos de color de un campo de flores o los cambiantes efectos de la luz sobre el agua. Hasta los pequeños se fijan en las cosas bonitas. Cuando se les da un papel y lápices de colores, a la mayoría les encanta dibujar lo que ven y que despierta su imaginación.
Hoy día, muchos adultos prefieren sacar una fotografía para recordar una escena hermosa que les impresionó. Pero aun sin cámara, nuestra mente puede recordar bellas imágenes que quizás vimos hace décadas. Es obvio que Dios nos ha hecho con la capacidad de disfrutar de nuestro hogar terrestre, el cual ha decorado con un gusto exquisito. (Salmo 115:16.) Pero hay otra razón por la que Dios nos otorgó el sentido de la belleza.
‘Sus cualidades invisibles se ven claramente’
Cuanto más sensibles seamos a las obras de arte de la naturaleza —y estamos rodeados de ellas— mejor conoceremos a nuestro Creador. En cierta ocasión Jesús dijo a sus discípulos que se fijaran en las flores silvestres que crecían en Galilea. “Aprendan una lección de los lirios del campo —dijo—, cómo crecen; no se afanan, ni hilan; pero les digo que ni siquiera Salomón en toda su gloria se vistió como uno de estos.” (Mateo 6:28, 29.) La belleza de una insignificante flor silvestre puede servir para recordarnos que Dios no es indiferente a las necesidades de la familia humana.
Jesús también dijo que podía reconocerse a una persona por sus “frutos”, u obras. (Mateo 7:16-20.) Por consiguiente, sería de esperar que las obras de arte de Dios nos dijeran algo de su personalidad. ¿Cuáles son algunas de ‘sus cualidades que pueden verse claramente desde la creación del mundo en adelante’? (Romanos 1:20.)
“¡Cuántas son tus obras, oh Jehová! Con sabiduría las has hecho todas”, exclamó el salmista. (Salmo 104:24.) La sabiduría de Dios puede percibirse incluso en los colores que ha utilizado para “pintar” la flora y la fauna terrestre. “El color produce gran placer al espíritu y a los ojos”, dicen Fabris y Germani en su libro Color, proyecto y estética en las Artes Gráficas. Por todas partes hay colores que armonizan y contrastan, que deleitan la vista y elevan el espíritu. Pero quizás los más llamativos son los iridiscentes —que reflejan los colores del arco iris—, un magnífico testimonio de la sabiduría del diseñador.
Los colores iridiscentes son especialmente comunes en los colibríes.a ¿Qué hace que su plumaje sea tan deslumbrante? El tercio superior de sus singulares plumas descompone la luz del sol en los diferentes colores del arco iris, parecido a como lo hace un prisma. El nombre común de muchos colibríes incluye términos como rubí, zafiro y esmeralda, denotando con ello los brillantes rojos, azules y verdes que adornan a estas joyas aladas. En su libro Hummingbirds (Colibríes), Sara Godwin pregunta: “¿Qué objeto tiene el magnífico encanto de estas bellísimas criaturas?”. Su respuesta es: “De lo que la ciencia ha podido determinar, no tiene ningún objeto en la Tierra más que deslumbrar a quienes lo contemplan”. Desde luego, ¡ningún artista humano ha utilizado jamás semejante paleta!
Podemos percibir el poder de Dios al contemplar unas estruendosas cataratas, el embate de las olas o los imponentes árboles de una selva cuando son azotados por impetuosos vientos de tormenta. Estas dinámicas obras de arte pueden ser tan impresionantes como una escena tranquila. En cierta ocasión, el famoso naturalista estadounidense John Muir describió así el efecto de una tormenta en un grupo de abetos de Douglas localizados en la Sierra Nevada californiana:
“Aunque relativamente jóvenes, tenían unos cien pies [30 metros] de altura, y sus flexibles y empenachadas copas cimbreaban y se arremolinaban en violentos arrebatos. [...] Las esbeltas copas literalmente se zarandeaban y revolvían bajo las torrenciales lluvias, doblándose y arremolinándose hacia atrás y hacia adelante, describiendo círculos, trazando combinaciones indescriptibles de curvas verticales y horizontales.” Como escribió hace miles de años el salmista, ‘el viento borrascoso alaba a Jehová’, sí, nos da una muestra de Su extraordinario poder. (Salmo 148:7, 8.)
Hay un ave que para los japoneses ha sido desde hace mucho tiempo el símbolo del amor. Se trata de la hermosa grulla de Manchuria, denominada también grulla japonesa, cuya elaborada parada nupcial es tan delicada como un ballet clásico. En Japón tienen a esta bailarina aviaria en tanta estima que la han catalogado de “extraordinario monumento natural”. Dado que las grullas se emparejan de por vida y pueden vivir cincuenta años o más, los japoneses las consideran el arquetipo de la fidelidad marital.
¿Qué podemos decir del amor de Dios? Curiosamente, la Biblia compara la protección amorosa que Jehová da a sus leales con la del ave que cobija a sus crías bajo sus alas para protegerlas de los elementos. Deuteronomio 32:11 habla del águila que “revuelve su nido, revolotea sobre sus polluelos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas remeras”. El águila hace esto para animar a sus crías a salir del nido y volar. Aunque solo se ha visto en raras ocasiones, se han informado casos de águilas que ayudaban a sus polluelos llevándolos sobre sus alas. (Salmo 17:8.)
Al mirar más detenidamente la naturaleza que nos rodea, percibimos que en ella intervienen ciertos principios que también revelan aspectos de la personalidad de Dios.
En la variedad está el gusto
En las obras de Dios se hace patente enseguida la diversidad. Existe una variedad asombrosa de plantas, aves, mamíferos e insectos. En tan solo una hectárea de selva tropical puede haber 300 especies distintas de árboles y 41.000 especies de insectos; tres kilómetros cuadrados pueden albergar 1.500 especies de mariposas, y en un solo árbol pueden habitar 150 especies de escarabajos. Además, tal como no hay dos personas que sean exactamente iguales, tampoco hay dos robles ni dos tigres que lo sean. La originalidad, cualidad muy apreciada en los artistas humanos, es una característica intrínseca de la naturaleza.
Solo hemos podido tocar brevemente algunos aspectos del arte manifestado en la naturaleza, pero si nos fijamos con más detenimiento, podremos percibir muchas otras facetas de la personalidad de Dios. Sin embargo, para ello es necesario que utilicemos la sensibilidad artística con la que Dios nos ha dotado. ¿Cómo podemos aprender a apreciar mejor el arte del Artista más grande de todos?
[Nota a pie de página]
a Muchas mariposas, como las del género Morpho de la América tropical, de brillante color azul, tienen escamas iridiscentes en las alas.
[Fotografías en la página 9]
Delfines, colibríes y cataratas revelan aspectos de la personalidad del Gran Artista
[Reconocimientos]
Godo-Foto
Godo-Foto
G. C. Kelley, Tucson, AZ
[Ilustraciones en la página 8]
Grullas volando
Pinturas rupestres de Altamira (España)
[Recuadro/Fotografía en la página 7]
Tenemos que saber quién nos colocó aquí
Ronald Knox, traductor de la Biblia, tuvo en cierta ocasión una discusión teológica con el científico John Scott Haldane. “En un universo que cuenta con millones de planetas —razonaba Haldane—, ¿no es inevitable que por lo menos en uno de ellos apareciera vida?”
“Señor —replicó Knox—, si Scotland Yard encontrase un cadáver en un baúl suyo, ¿acaso les diría usted: ‘Hay millones de baúles en el mundo: seguro que en alguno de ellos tiene que haber un cadáver’? Creo que todavía querrían saber quién lo colocó allí.” (The Little, Brown Book of Anecdotes [El pequeño libro marrón de anécdotas].)
Aparte de satisfacer nuestra curiosidad, existe otra razón por la que deberíamos saber quién nos colocó aquí: para que podamos atribuirle el mérito que le corresponde. ¿Cómo reaccionaría un pintor de talento si un crítico arrogante describiese su obra como un simple accidente en una tienda de pinturas? De igual modo, ¿qué mayor desaire podríamos dar al Creador del universo que atribuir su obra de arte a la casualidad ciega?
[Reconocimiento]
Cortesía de ROE/Anglo-Australian Observatory, fotografía de David Malin
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Cómo ver la belleza que nos rodea¡Despertad! 1995 | 8 de noviembre
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Cómo ver la belleza que nos rodea
“En todos los idiomas, una de nuestras primeras frases es: ‘¡Déjeme ver!’”—William White, Jr.
EL PEQUEÑO que sigue con la mirada a la mariposa que revolotea, el matrimonio de edad que contempla una hermosa puesta de sol, el ama de casa que admira sus rosas..., todos están centrando momentáneamente su atención en la belleza.
Como la belleza de la creación de Dios se encuentra en todas partes, no es necesario viajar centenares de kilómetros para contemplarla. Cierto, un paisaje realmente imponente quizás quede muy lejos, pero en nuestro propio entorno podemos encontrar impresionantes obras de arte si las buscamos, y, lo que es más importante aún, si sabemos buscarlas.
Muchas veces se dice que “la belleza es subjetiva, está en los ojos de quien la contempla”. Lo que sucede es que, aunque la belleza esté ahí, no todo el mundo repara en ella. Quizás nos haga falta un cuadro o una fotografía para percatarnos de que algo es bello. De hecho, muchos pintores creen que su éxito depende más de su capacidad de observación que de su aptitud para el dibujo. El libro The Painter’s Eye (El ojo del pintor), de Maurice Grosser, dice que “el pintor dibuja con sus ojos, no con sus manos. Cualquier cosa que vea, si la ve claramente, puede reproducirla. [...] Ver claro es lo importante”.
Seamos artistas o no, podemos aprender a ver con mayor claridad, a percibir la belleza que nos rodea. En otras palabras, tenemos que salir y mirar las cosas con otros ojos.
Con respecto a esto, John Barrett, escritor de obras de historia natural, enfatiza el valor de sumergirse en lo que se contempla. “No hay nada que reemplace el ver algo por uno mismo, tocar, oler y escuchar a los animales y las plantas en plena naturaleza —dice—. Imbúyase de la belleza [...]. Dondequiera que esté, mire, goce y vuelva a mirar.”
Pero, ¿qué deberíamos buscar? Podríamos empezar por aprender a fijarnos en los cuatro elementos básicos de la belleza. Estos elementos pueden percibirse en casi toda faceta de la creación de Jehová. Cuantas más veces nos detengamos para observarlos, más disfrutaremos de las obras de arte divinas.
Desglosemos los elementos de la belleza
Las formas y los motivos. Vivimos en un mundo lleno de formas. Algunas son lineales, como las cañas de un bosque de bambúes, otras son geométricas, como una tela de araña, y también las hay que no son definidas, como las nubes, cuyo aspecto varía constantemente. Hay muchas formas atractivas: una orquídea exótica, las espirales de una concha marina o hasta las ramas de un árbol que ha perdido las hojas.
Cuando una misma forma se repite, obtenemos un motivo, que también puede resultar atractivo a la vista. Por ejemplo, imagínese un grupo de árboles de un bosque. Sus formas —todas ellas distintas y, no obstante, similares— crean un agradable arreglo. Pero para percibir tanto las formas como el motivo que estas crean, tiene que haber luz.
La luz. La distribución de la luz confiere una cualidad especial a las formas que encontramos atractivas. Se realzan los detalles, la textura toma color y se crea un ambiente. La luz varía según la hora del día, la estación del año, el clima y hasta el lugar donde vivamos. Un día nublado con su luz difuminada es ideal para apreciar las tonalidades tenues de las flores silvestres o las hojas otoñales, mientras que la espectacular silueta de los peñascos y los picos de una cordillera luce más cuando aparece esculpida por el sol naciente o poniente. La suave luz solar que caracteriza los inviernos del hemisferio norte añade encanto a un paisaje campestre. Por otro lado, el sol brillante de los trópicos convierte las aguas someras del mar en un paraíso transparente para los aficionados al buceo.
Pero todavía falta un elemento importante.
El color. Da vida a los diferentes objetos que vemos a nuestro alrededor. Aunque la forma los distingue, su color realza su singularidad. Además, la distribución del color en arreglos armoniosos crea su propia belleza. El color que capte nuestra atención puede ser brillante y llamativo, como el rojo o el naranja, o quizás relajante, como el azul o el verde.
Imagínese una masa de flores amarillas en un claro de un bosque. Bañadas por el sol de la mañana, parecen resplandecer en contraste con los oscuros troncos de los árboles que, orlados de luz, forman un perfecto telón de fondo. Ya tenemos un cuadro. Solo hace falta “enmarcarlo”, y ahí es donde interviene la composición.
La composición. La manera de estar dispuestos los tres elementos básicos —la forma, la luz y el color— determina la composición. Es en la composición donde nosotros, como observadores, desempeñamos un papel importante. Con solo movernos un poco hacia adelante, hacia atrás, para un lado, hacia arriba o hacia abajo, podemos ajustar los elementos o la iluminación del cuadro que nos forjamos, podemos encuadrar la escena de modo que solo abarque los elementos que deseamos.
Muchas veces, al contemplar una vista magnífica enmarcada por árboles cercanos u otros tipos de vegetación, automáticamente componemos un cuadro. Pero justo a nuestros pies hay un sinfín de cuadros más pequeños, sumamente bellos también.
Cómo percibir la belleza de lo pequeño y de lo grande
Las obras de Dios son todas hermosas, tanto las grandes como las pequeñas, y si aprendemos a ver los detalles, que se combinan gratamente, obtendremos mayor placer. El enorme lienzo de la naturaleza se ve salpicado por delicadas miniaturas. Para apreciarlas, todo lo que tenemos que hacer es agacharnos y observarlas más de cerca.
En su libro Closeups in Nature (Primeros planos en la naturaleza), el fotógrafo John Shaw describió de la siguiente manera estas miniaturas que son parte de un cuadro más grande: “Nunca deja de asombrarme el hecho de que cuando se mira detenidamente un detalle de la naturaleza, se siente el impulso de mirar con mayor detenimiento aún. [...] Primero vemos todo el panorama, luego una mancha de color en una esquina del cuadro. Al fijarnos más, observamos flores y, sobre una de ellas, una mariposa. Sus alas presentan un diseño singular que obedece a la disposición precisa y ordenada de las escamas, y cada escama es perfecta de por sí. Si pudiéramos entender realmente la perfección que caracteriza a esa escama de ala de mariposa, quizás podríamos empezar a entender la perfección del inmenso entramado de la naturaleza”.
Las obras de arte que encontramos en la naturaleza —tanto grandes como pequeñas—, no solo nos proporcionan placer estético, sino que también pueden acercarnos más a nuestro Creador. “Levanten los ojos a lo alto y vean”, exhortó Jehová. Al detenernos para ver, para contemplar y reflexionar, tanto si centramos nuestra mirada en los cielos estrellados como en cualquier otra de las creaciones de Dios, todo nos hace pensar en Aquel que “ha creado estas cosas”. (Isaías 40:26.)
Hombres que aprendieron a ver
En tiempos bíblicos los siervos de Dios se interesaron mucho por la creación. Según 1 Reyes 4:30, 33, “la sabiduría de Salomón era más vasta que la sabiduría de todos los orientales [...]. Hablaba acerca de los árboles, desde el cedro que está en el Líbano hasta el hisopo que va saliendo en el muro; y hablaba acerca de las bestias y acerca de las criaturas voladoras y acerca de las cosas movientes y acerca de los peces”.
Puede que el interés de Salomón en las maravillas de la creación se debiera en parte al ejemplo de su padre. David fue pastor durante un buen número de sus años de formación, y meditaba a menudo en las obras de Dios. En particular le impresionaba la belleza de los cielos. En Salmo 19:1 escribió: “Los cielos están declarando la gloria de Dios; y de la obra de sus manos la expansión está informando”. (Compárese con Salmo 139:14.) Es obvio que su contacto con la creación le acercó más a su Dios. Y lo mismo puede suceder con nosotros.a
Estos hombres piadosos sabían que reconocer y apreciar las obras de Dios es algo que eleva el espíritu y enriquece nuestra vida. En nuestro mundo moderno plagado de formas de entretenimiento pasivas, diversión que muchas veces es degradante, contemplar la creación de Jehová puede constituir una actividad sana tanto para nosotros como para nuestra familia. Y a los ojos de los que ansían el prometido nuevo mundo de Dios, es un pasatiempo con futuro. (Isaías 35:1, 2.)
Si además de ver las obras de arte que nos rodean, percibimos las cualidades del Artista Magistral que las creó, nos sentiremos motivados a hacernos eco de estas palabras de David: “No hay ninguno como tú [...] oh Jehová, ni hay obras como las tuyas”. (Salmo 86:8.)
[Nota a pie de página]
a Otros escritores de la Biblia, como Agur y Jeremías eran también cuidadosos estudiantes de la historia natural. (Proverbios 30:24-28; Jeremías 8:7.)
[Fotografías en la página 10]
Ejemplos de motivo y forma, luz, color y composición
[Reconocimiento]
Godo-Foto
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